En su estudio, y apartado del mundo, Prunescualo, tumbado más que sentado en su elegante sillón de orejeras, lee con los pies cruzados apoyados en la repisa de la chimenea.
El pequeño fuego que arde en el hogar ilumina su rostro anguloso y absurdamente refinado, aunque delicado, a pesar de sus extrañas proporciones. Las lentes de aumento de sus gafas, que producen un efecto tan grotesco en sus ojos, centellean a la luz de las llamas.
No es un libro de medicina lo que lee con tal abstracción. Sobre su regazo hay un viejo cuaderno de ejercicios lleno de poemas. La caligrafía es errática pero legible. A veces los poemas están escritos con una letra laboriosa e infantil, otras, en una caligrafía rápida y nerviosa, plagada de tachaduras y faltas de ortografía.
Que Fucsia le hubiera pedido que los leyera era la cosa más emocionante que le había sucedido en la vida. Quería a la muchacha como si fuera su propia hija, pero nunca se había esforzado por conocerla. Poco a poco, con el paso del tiempo, ella lo había ido haciendo su confidente.
Pero mientras lee y mientras el viento otoñal silba entre las ramas de los árboles del jardín, frunce el ceño y su mirada vuelve a los cuatro curiosos versos que Fucsia había tachado con un grueso lápiz:
¡Qué blanca y escarlata es esa cara! Quién sabe si, en alguna región rara, el blanco y el rojo adornan los semblantes de héroes de colores brillantes.