II

Y, sin embargo, esta exuberancia visual provocaba un sentimiento más de expectación que de satisfacción. Si alguna vez había existido un escenario, allí estaba, pero ¿un escenario para qué? La escenografía estaba dispuesta, el público reunido… y ahora ¿qué? Por primera vez, Titus volvió la mirada hacia el lugar que ocupara su hermana, pero ya no estaba allí. Se había quedado solo en la tarima, con la silla de crin de caballo.

Y entonces la vio, sentada en un tronco junto a su madre. A sus pies, el terreno descendía gradualmente hasta el agua y en aquel declive estaba reunido lo que se complacía en considerarse el estrato superior de la sociedad de Gormenghast. A derecha e izquierda el terreno hormigueaba de oficiales de todo tipo y sobre Titus y sobre todos ellos se cernían las anchas terrazas arboladas.

Al verse solo, Titus se sentó en el sillón púrpura y luego, para estar más cómodo, recogió las piernas bajo el cuerpo y dejó reposar su brazo en el del sillón, que parecía un travesaño. Contempló el lago, con la imagen invertida de todo lo que se extendía sobre él.

Sentada junto a su madre, Fucsia temblaba. Recordaba cómo, hacía años, los bosques de castaños habían guardado su secreto hasta aquel momento y que ahora descubrirían sus asombrosos personajes. Volvió la cabeza para intentar llamar la atención de su hermano, pero él miraba al frente y, mientras ella lo observaba, Titus se llevó la mano a la boca y se inclinó hacia delante en el sillón, tan rígido como si se hubiese convertido en piedra.

Porque ante sus ojos, en la orilla opuesta del lago inmaculado, unas figuras tan altas como los castaños habían salido de las sombras y avanzaban a grandes zancadas hacia la orilla, donde se detuvieron. Ante ellas se extendía el escenario líquido en el que tenían que actuar. El reflejo de sus cuerpos fantásticamente alargados se había hundido ya en el lago.

Eran cuatro y habían ido surgiendo uno detrás de otro desde distintos puntos del bosque. Aunque volvían las cabezas a derecha e izquierda, no parecían reparar en la presencia de los demás. Los movimientos de sus cuerpos eran rígidos y exagerados, pero de extraordinaria elocuencia.

Desde las altas máscaras que los coronaban a la hierba sobre la que oscilaban, no podía haber menos de diez metros.

Eran criaturas de otro mundo y las muchedumbres que los miraban desde abajo no sólo habían quedado reducidas a miniaturas, sino que, a su lado, parecían además grises y prosaicas. Porque aquellos cuatro gigantes eran en todos los sentidos extraordinarios y hermosos. El bosque que habían dejado atrás parecía ahora aún más oscuro pues, bajo los rayos de la luna, los colores que teñían a aquellos altos espectros lucían tan bárbaros y llamativos como el plumaje de las aves tropicales.

Titus volvía la mirada a uno y a otro, incapaz de controlar el movimiento de sus ojos aunque deseaba recrearse en cada uno de ellos por separado.

Los altos hombros de las criaturas sostenían sus cabezas regias, abstraídas e inescrutables, y la dignidad impregnaba hasta el menor de sus gestos. Cuando alzaban un brazo, el movimiento rígido y mesurado parecía arrancar el humus del suelo. Cuando levantaban la cara a lo alto, el cielo parecía quedar desnudo y la luna avergonzarse.

El grupo había salido de la parte del bosque que quedaba justo frente a Titus, al otro lado del lago. Las cuatro cabezas eran muy distintas. La que quedaba más al norte estaba coronada por un alto sombrero cónico, como el de un payaso, bajo el cual una gran cabeza blanca que imitaba la de un león se volvía lentamente a derecha e izquierda sobre los hombros que la sostenían. Los ojos, círculos perfectos, estaban pintados en el más puro color esmeralda y, cuando la cabeza se alzaba, brillaban a la luz de la luna.

Pero su melena era su gloria. Desde encima de los ojos y desde los lados y detrás de la cabeza, se desplegaba, exuberante, y le caía hasta la cintura en ondas de púrpura imperial. De la cintura hasta la base de los zancos, una altura de siete metros, una enorme falda descendía en forma de cascada lastrada por el peso de los metros de tela. Era increíblemente negra, como las de los otros tres. Esta compartida oscuridad de los dos tercios inferiores de sus cuerpos daba al tercio superior un curioso efecto ilusorio: se veían las faldas y también sus reflejos, pero no con la misma claridad que los torsos. A veces casi parecía que sus coloreadas partes superiores estuvieron flotando. Los brazos le salían a la altura de la mitad de la melena y en cada mano, el León sostenía un puñal.

Junto a esta figura de purpúrea melena había otra tan distinta del natural como el León, pero más siniestra, pues la naturaleza lupina de la cabeza no quedaba redimida por unas nobles facciones ni tampoco mitigada por el carácter festivo del alto sombrero blanco de payaso.

Este monstruo vulpino era innegablemente malvado, pero ¡tan decorativamente malvado! La cabeza era carmesí y las orejas, aguzadas y puntiagudas, eran del azul más intenso, color que se repetía en los círculos repartidos por el pellejo gris de la parte superior del cuerpo. En cada mano llevaba un enorme frasco de veneno hecho de cartón. Al igual que la del León, la negra falda caía como un muro de oscuridad.

Incluso estando todavía en lo que podría considerarse como los «bastidores», pues aún no habían puesto pie en el acuoso escenario, los movimientos de aquellas criaturas eran sobrecogedores. Porque cuando el Lobo alzaba su frasco de veneno, un escalofrío recorría el nutrido populacho, y cuando el León sacudía su melena, una oleada de piel de gallina circundaba el lago.

Detrás del Lobo, y separado por media hectárea de cabezas alzadas, venía el Caballo, un caballo que nada tenía que ver con cualquier otra parodia de ese noble animal que se hubiera pergeñado y, sin embargo, era más un caballo que otra cosa. A su modo, era monstruoso y mostraba una expresión de tan fatua melancolía que Titus no sabía si reír o llorar, pues ninguna de las dos expresiones se adecuaba a sus sentimientos.

Ese gigante llevaba sobre la cabeza un enorme sombrero de paja cuyas alas proyectaban una sombra circular sobre las lejanas aguas iluminadas. Unas largas cintas de color azul pálido colgaban ridículamente de la copa del mismo y se apiñaban sobre el hombro peludo, tres metros más abajo. La base de la copa estaba adornada con una guirnalda de hierba y pálidas azucenas.

Bajo todo este esplendor, la hocicuda cabeza del Caballo sobresalía con siniestra idiotez. Su larga y lastimosa cabeza era blanca, como la del León, pero había, pintados en ella, unos círculos rojos entre los ojos y la curva de las mandíbulas. El cuello era largo e increíblemente flexible y lucía un corto fleco de pelo de color naranja a lo largo del espinazo.

Vestía una bata corta de color verde manzana por debajo de la cual caía la larga falda que ocultaba los altos y peligrosos zancos que asomaban apenas seis pulgadas por debajo del negro ruedo. En una mano el Caballo llevaba una sombrilla y en la otra, un libro de poemas. De vez en cuando, el Caballo volvía lentamente la cabeza hacia el Cordero, a su izquierda, y, con una especie de melancólica y afectada deferencia, la inclinaba a modo de saludo.

Este Cordero, un poco más bajo que sus compañeros a pesar de su estatura descomunal, era una masa de pálidos bucles dorados. La suya era una expresión de inefable santidad. Sin importar cómo moviese la cabeza, cualquiera que fuese el ángulo, tanto si escrutaba los cielos en busca de alguna visión beatífica como si la inclinaba sobre su pecho inmaculado en actitud meditabunda, conservaba siempre su pureza. Entre las orejas, y colocada sobre los bucles dorados, llevaba una corona de plata. Las ondas de un mantón gris le cubrían recatadamente los hombros y el pecho dorado, y caían en escultóricos pliegues de considerable longitud, de manera que la inevitable falda quedaba más cubierta. No llevaba nada en las manos, pues las apretaba contra su corazón.

Aquellas cuatro figuras, de cabezas grandes como puertas aunque, al compararlas con la sobrecogedora altura de sus cuerpos parecieran casi pequeñas, llevaban apenas un minuto junto a la orilla del lago-espejo cuando, con una sorprendente unanimidad de propósito, echaron a andar sobre las aguas.

Gritando de entusiasmo, Titus se aferró a la podrida tapicería de los laterales del sillón y sus dedos se hundieron en la vieja crin de la que estaba hecho.

Ante él, las cuatro figuras parecían avanzar por la superficie del lago. Sus extrañas zancadas de araña los fueron llevando lejos de la orilla; sin embargo, ¡el ruedo de sus faldas seguía seco! Titus no lograba comprenderlo hasta que, de pronto se dio cuenta de que, a pesar de los nítidos reflejos que parecían hundirse en abismos insondables, el gran lago sólo tenía en realidad unos pocos centímetros de profundidad. Era tan sólo una película de agua.

Por un instante, se sintió defraudado. Las aguas profundas entrañan peligros y el peligro es más real que la belleza en la imaginación de un niño. Pero esta decepción quedó de inmediato olvidada, pues nada de aquello hubiera sido posible de no haber sido el lago más que una simple capa de agua.

La mascarada de las cuatro figuras había sido ideada, muchos siglos antes, para aquel escenario nocturno entre los castaños. Los gestos del León, grandilocuentes y absurdos pero aun así impresionantes, como cuando sacudía su melena púrpura, asombrosa operación ante la cual los otros invariablemente retrocedían; el terrible avance del Lobo con el frasco de veneno mientras se acercaba disimuladamente al Cordero dorado; los extravagantes andares del Caballo con su ornado sombrero cruzando el lago de una orilla a otra leyendo su libro de poemas al tiempo que marcaba el ritmo de los versos en el aire a golpe de paraguas…, todo aquello era una fórmula tan antigua como los muros del castillo.

Y mientras este drama de máscaras se representaba, ejecutado sobre zancos altos como árboles y sobre un lago que no sólo reflejaba las evoluciones de los actores, sino también la luna sobre cuya imagen líquida invariablemente tropezaba el monstruoso Caballo, como si le hubiesen puesto una zancadilla… el silencio era inquebrantable. Porque, aunque el espectáculo transmitía una intensa sensación de ridículo, no era aquélla la impresión predominante. Cuando el Caballo tropezaba o agitaba su paraguas, cuando los planes del Lobo eran frustrados y su mandíbula inferior se abría como un puente levadizo, cuando el Cordero alzaba sus ojos a la luna sólo para verse distraído de sus ansias de santidad por el León sacudiendo su melena, cuando estas cosas sucedían, no había risas sino una especie de alivio, porque la grandeza del espectáculo y los ritmos divinos de cada escena eran de tal naturaleza que pocos entre los presentes escapaban de verse afectados como si de un doloroso recuerdo de infancia se tratara.

Por fin el venerable ritual llegó a su fin y las altas criaturas salieron de las aguas poco profundas del lago. Pero antes de desaparecer en el bosque, se volvieron y saludaron con una reverencia a Titus, como podrían haberse saludado los dioses de la Poesía y la Batalla, como iguales a través de aguas encantadas.

Con su partida, los cuatro se llevaron el silencio. El resto de la velada se consagraba a liberarse de la perfección entregándose a todo tipo de actividades.

Se encendieron nuevos fuegos entre las hogueras que rodeaban el lago y calentaban la atmósfera del castañar, y bajo las ramas próximas al lago se abrían cestas y canastas de provisiones.

La condesa de Groan, que durante la representación había permanecido imperturbable como el tronco que le servía de asiento, volvió ahora la cabeza.

Pero Titus ya no estaba en la tarima ni Fucsia continuaba a su lado.

Se levantó pues del tronco, el tradicional lugar de honor, y bajó hasta la orilla del lago pasando con aire distraído entre las hileras de funcionarios que, al verla alejarse, supieron que disponían del resto de la noche para entretenerse como les pareciera.

La voluminosa figura de la condesa se recortaba oscuramente contra el lago centelleante y sólo sus hombros y sus cabellos rojos brillaban a la luz de la luna.

Miró a su alrededor, pero no pareció reparar en el gentío que atestaba la orilla del agua.

Se estaba organizando un picnic gigantesco y, bajo los árboles se disponía el pescado y la fruta, y las hogazas de pan y las tartas, y no pasó mucho tiempo antes de que el lago estuviera rodeado por una fiesta continua.

Mientras se desarrollaban todos estos preparativos, las ruidosas pandillas de chicuelos correteaban entre los árboles, se colgaban de las ramas o, saliendo en tropel de los bosques, se dirigían hacia el centro del lago dando saltos y volteretas, con sus reflejos flotando debajo y el agua salpicándoles los pies. Y cuando una pandilla tropezaba con una banda rival, un centenar de combates cuerpo a cuerpo agitaba las aguas mientras, dispersos por aquella arena acuática, los niños se peleaban y la luna se deslizaba sobre sus resbaladizos miembros.

Viendo esto, Titus deseó con toda su alma ser alguien anónimo, perderse entre los niños de aquella casta, poder vivir, correr y pelear, reír y, si era necesario, llorar en soledad. Porque ser uno de esos niños salvajes habría significado estar solo entre compañeros. Como conde de Gormenghast, nunca lo estaría. Sólo podría sentirse solo. Incluso si decidía perderse, aquel otro niño lo acompañaba, aquel símbolo, aquel fantasma, el septuagésimo séptimo conde de Gormenghast, siempre pegado a su sombra.

Fucsia le había indicado por señas que saltara de la tarima y juntos corrieron hacia los castañares que tenían detrás; durante un momento, se abrazaron en la profunda oscuridad de los árboles y escucharon el latido de sus corazones.

—He hecho mal —dijo Fucsia finalmente—. Y es peligroso. Se supone que tenemos que cenar en la gran mesa, con nuestra madre, a medianoche. Tenemos que regresar pronto.

—Hazlo tú, si quieres —dijo Titus, que temblaba de odio por el rango que ostentaba—. Pero yo me marcho.

—¿Que te marchas?

—Me marcho para siempre —dijo Titus—. Para siempre jamás. Me voy a vivir a los bosques, como… Excorio… y como…

Pero no supo cómo describir a la diminuta criatura que había visto volando en un bosque de robles de oro.

—No puedes hacer eso —dijo Fucsia—. Morirías y yo no lo permitiría.

—¡No podrás detenerme! —gritó Titus—. ¡Nadie me detendrá! —Y comenzó a desgarrar su larga túnica gris como si ésta fuera un obstáculo en su camino.

Pero Fucsia, con los labios temblorosos, le sujetó los brazos a los lados.

—¡No!, ¡no! —susurró con vehemencia—. Ahora no, Titus. No puedes…

Con un tirón, Titus se soltó pero, al volverse, tropezó en la oscuridad y cayó de bruces. Cuando se incorporó y vio a su hermana inclinada sobre él, tiró de ella hasta que ésta se arrodilló a su lado. A lo lejos se oían los gritos de los niños que jugaban junto al lago y, de pronto, el áspero tañido de una campana.

—Es el aviso para la cena —susurró Fucsia finalmente, tras esperar en vano que Titus dijera algo—. Después de la cena pasearemos juntos por la orilla del lago y veremos el cañón.

Titus lloraba. La larga jornada que había pasado solo, lo avanzado de la hora, la percepción de su esencial aislamiento…, todo se había conjugado para debilitarle. Pero asintió. Si Fucsia vio la silenciosa respuesta a su pregunta o no, no hizo ningún comentario, sin embargo, ayudando a su hermano a levantarse, le secó los ojos con la amplia manga de su vestido.

Juntos echaron a andar hacia la linde del bosque. Allí estaban de nuevo las hogueras, el gentío y el lago rodeado de castaños, y allí estaba la tarima donde Titus había permanecido solo, y allí estaba su madre, sentada a la larga mesa con los codos sobre el mantel iluminado por la luna y la barbilla apoyada en las manos mientras ante ella, sin que aparentemente se diera cuenta, pues tenía la vista fija en las lejanas colinas, el tradicional banquete se desplegaba en todo su esplendor, una opulenta y recargada obra maestra en la que la vajilla de los Groan relumbraba con un fuego dorado y las copas color carmesí brillaban como brasas a la luz de la luna.