Sólo cuando el día estaba muy próximo supo Titus que se estaba preparando algo muy especial para su décimo aniversario. A esas alturas, estaba ya tan acostumbrado a ceremonias de una u otra clase que la idea de tener que pasar el día de su cumpleaños ejecutando o viendo como otros ejecutaban algún antiguo ritual no estimulaba demasiado su imaginación. Pero Fucsia le había contado que cuando un niño del Linaje cumplía los diez años, sucedía algo muy distinto. Ella lo sabía porque lo había vivido, aunque en su caso la lluvia deslució mucho los festejos.
—No te contaré nada, Titus —le había dicho—, pues si lo hago estropearé la sorpresa. ¡Oh, es tan bonito!
—¿Qué quieres decir con bonito? —preguntó Titus con suspicacia.
—Espera y verás —respondió Fucsia—. Cuando llegue el momento te alegrarás de que no te lo haya contado. Ojalá las cosas fueran siempre así.
Cuando llegó el día, Titus se enteró, para su sorpresa, de que pasaría doce horas confinado en una gran sala de juegos que le era desconocida.
El guardián de las Llaves Exteriores, un hosco anciano con el ojo izquierdo ligeramente estrábico, abrió la estancia en cuanto el alba asomó sobre las torres. Exceptuando la celebración del décimo aniversario de Fucsia, la puerta había permanecido cerrada desde que su padre, lord Sepulcravo, era un niño. Pero ahora, una vez más, la llave había girado con un chirrido de herrumbre y hierro y los goznes rechinaron y la gran sala de juegos mostró de nuevo sus polvorientas glorias.
Aquella era una extraña manera de agasajar a un niño en el día de su décimo aniversario: emparedarlo durante todo el día en una tierra extraña, por muchas maravillas que ésta guardara. Cierto es que había juguetes con ingeniosos y raros mecanismos, cuerdas con las que podía balancearse de pared a pared y escalas que conducían a vertiginosos balcones, pero ¿de qué valía todo aquello si la puerta estaba cerrada y la única ventana de la habitación estaba a una altura inalcanzable?
Y sin embargo, aunque la jornada prometía ser larga, a Titus le alentó saber que no estaba allí únicamente a causa de alguna tradición obsoleta sino por el excelente motivo de que no debía ver lo que se preparaba fuera. Si hubiese estado por el castillo, no habría dejado de descubrir alguna cosa, si no sobre lo que le esperaba aquella tarde, sí al menos sobre la magnitud de los preparativos.
La actividad en la fortaleza era fabulosa. De haber visto Titus una décima parte de lo que se estaba haciendo, ello hubiese reducido, no sólo su asombro o sus especulaciones, sino la impresión de la sorpresa que finalmente recibiría al caer la noche. Ignoraba por completo la naturaleza de las actividades que se estaban desarrollando. Fucsia no se había dejado sonsacar. Recordaba con demasiada intensidad el placer que había experimentado ella como para sabotearle a su hermano una centésima parte del suyo.
Así, Titus pasó el día solo y, a excepción de cuando le trajeron las comidas en las bandejas doradas especiales para la ocasión, no vio a nadie hasta una hora antes del atardecer. En ese momento entraron cuatro hombres. Uno llevaba una caja que, al ser abierta, reveló unas prendas que Titus fue invitado a ponerse. Otro cargaba un ligero palanquín o litera de mimbre que descansaba en dos largas varas. De los dos restantes, uno llevaba un largo pañuelo verde y el otro una bandeja con un vaso de agua y unos pastelillos.
Se retiraron para que Titus se pusiera las ropas ceremoniales, que eran bastante sencillas: un pequeño gorro rojo y una túnica sin costuras de un tejido de color gris que le llegaba hasta los tobillos. Una hermosa cadena de eslabones de oro le ceñía la túnica a la cintura. Un par de sandalias completaban el atuendo y, mientras se abrochaba las sandalias, llamó a los hombres para que volvieran a entrar.
Lo hicieron al momento y uno de ellos se acercó a Titus con el pañuelo en la mano.
—Señoría —dijo.
—¿Para qué es eso? —preguntó Titus señalando el pañuelo.
—Forma parte de la ceremonia, señoría. Hay que vendarle los ojos.
—¡No! —gritó Titus—. ¿Por qué?
—No es cosa mía —puntualizó el hombre—. Es la ley.
—¡La ley!, ¡la ley!, ¡la ley!… ¡cuánto detesto la ley! —exclamó el muchacho—. ¿Por qué exige que me venden los ojos, después de tenerme todo el día en prisión? ¿Adónde me lleváis? ¿Qué es todo esto? ¿Es que no podéis hablar? ¿Es que no podéis hablar?
—No es cosa mía —dijo el hombre; aquélla era su frase favorita—. Veréis —añadió—, es que, si no os vendamos los ojos, la sorpresa no sería tan grande como lo será cuando su señoría llegue allí y le quitemos el pañuelo. Además —continuó, como si de pronto le interesara lo que decía—, veréis, con los ojos vendados no sabréis adónde vais y la muchedumbre guardará un silencio sepulcral y…
—¡Silencio! —dijo otra voz; era el hombre que cargaba con la litera—. ¡Te has extralimitado! Básteme con decir, señoría —continuó, volviéndose hacia el muchacho—, que todo esto será para vuestro disfrute y vuestro bien.
—Mejor que así sea —dijo Titus—, ¡después de todo esto!
Su deseo de salir de la sala de juegos mitigó su desagrado ante la perspectiva de que le vendaran los ojos y, después de tomar un sorbo de agua y de meterse un pastelillo en la boca, dio un paso adelante.
—De acuerdo —dijo y, colocándose delante del hombre del pañuelo, consintió en que lo vendaran. La segunda vuelta de la tela lo sumió en una total oscuridad. Después de la cuarta, sintió que le anudaban la prenda en la nuca.
—Os vamos a llevar en el palanquín, señoría.
—Muy bien —dijo Titus.
En cuanto se hubo sentado en el palanquín de mimbre, Titus notó que lo levantaban del suelo y luego, a una orden de uno de ellos, sintió que avanzaba a través del negro espacio y el ligero balanceo de los hombres que lo cargaban. Sin una palabra o pausa, cada uno de los que llevaban los extremos de las largas varas de bambú descansando sobre su hombro empezó a moverse aún más de prisa.
Titus no había notado el momento en que salieron de la habitación, aunque sabía que para entonces debían de haberla dejado muy atrás. Estaba claro que continuaban en el recinto de las murallas del castillo, porque percibía los frecuentes cambios de dirección que los tortuosos corredores hacían necesarios y oía también el hueco eco de los pies de los porteadores, un eco que a Titus le parecía tan sonoro en su ceguera que no pudo evitar sentir que el castillo estaba vacío. En todo el laberíntico lugar no había sonido ni murmullo que compitiera con las huecas pisadas de los hombres, con el sonido de su respiración o con el regular crujido de las varas de bambú.
Parecía que aquella oscuridad y aquellos sonidos no fueran a terminar nunca pero, de pronto, una bocanada de aire fresco en el rostro le indicó que había salido al exterior. Al mismo tiempo notó que lo bajaban por un tramo de escalera y, cuando llegaron a terreno llano y los cuatro hombres empezaron a trotar, experimentó por primera vez la sensación de que corrían por un espacio vacío.
Y, en efecto, el paisaje estaba tan desierto como el castillo. La actividad febril del día había terminado. Los gentilhombres, los dignatarios, los funcionarios, los trabajadores, los actores, el populacho, hombre, mujer y niño…; no había nadie que no ocupara ya el lugar que le había sido asignado.
Los porteadores seguían corriendo sobre el terreno en penumbra. Arriba en el cielo, una gran lengua de luz amarilla se alargaba ya hacia el oeste.
Con cada nuevo movimiento el brillo iba apagándose y la luna comenzó entonces su ascensión en la oscuridad del este; la luz que caía sobre el rostro de Titus, vuelto hacia arriba, fue haciéndose cada vez más desapacible y fría.
Mientras, los porteadores seguían corriendo sobre la tierra en sombras.
Ya no se oían ecos, sólo los sonidos aislados de la noche: la huida de algún animalillo entre el sotobosque o la voz lejana de un zorro. De cuando en cuando, Titus sentía las frescas y agradables ráfagas de la brisa nocturna alborotándole los cabellos.
—¿Cuánto queda? —preguntó en voz alta. Tenía la sensación de que llevaba una eternidad en aquella silla de mimbre flotante—. ¿Cuánto queda? ¿Cuánto queda? —volvió a preguntar, pero no hubo respuesta.
Era imposible transportar una carga tan valiosa como el septuagésimo séptimo conde por los senderos del bosque, a través de vados precarios y sobre las laderas de piedra de las montañas y, al mismo tiempo, tener cabida en la mente para cualquier otra cosa. Toda la atención de los porteadores se concentraba en la seguridad del muchacho y en la mesurada fluidez de su rítmica carrera. Ni gritándoles con una voz diez veces más alta lo habrían oído.
Pero Titus se acercaba al final de su viaje a ciegas. Él lo ignoraba pero los cuatro hombres, que más o menos durante el último kilómetro habían estado corriendo entre pinares, habían alcanzado de pronto una estribación despejada. El terreno descendía suavemente a sus pies en franjas de helechos iluminados por la fría luz de la luna y en la base de esta pendiente se abría lo que parecía un anfiteatro natural, pues la tierra se elevaba a su alrededor. A primera vista, el suelo de esta cuenca gigantesca parecía enteramente cubierto de vegetación y, sin embargo, los ojos de los porteadores ya habían vislumbrado los innumerables y microscópicos puntos de luz, no mayores que cabezas de alfiler, que destellaban aquí y allá entre las ramas de la lejana arboleda. Y vieron aún más: el cambio de tonalidad del aire sobre la cuenca arbolada. En la oscuridad que se cernía sobre las ramas se advertía una sutil calidez, los rescoldos de un crepúsculo que, en contraste con la fría luna o con los destellos de luz entre los árboles, parecía casi rosado.
Pero Titus nada sabía de esa luz. Ni sabía tampoco que lo estaban bajando por un empinado sendero bordeado de helechos hacia un territorio en el que los grandes castaños, lejos de formar un bosque compacto, como falsamente parecía desde las laderas circundantes, flanqueaban ordenadamente la orilla de una amplia superficie de agua en hileras de unos ciento cincuenta metros de profundidad. Los puntos de luz que habían llamado la atención de los porteadores eran cuanto habían podido ver del lago iluminado por la luna cuando se detuvieron un instante sobre la elevada estribación.
Pero ¿y el resplandor? Titus no tardaría en saber cuanto a éste concernía. En ese momento se encontraban ya entre los oscuros grupitos de castaños moteados por la luz lunar. Los exhaustos porteadores, cubiertos de un sudor que les cegaba, enfilaron un sendero flanqueado de vetustos árboles que conducía al centro de la ribera meridional.
Si Titus hubiera llevado los ojos descubiertos, habría visto a su izquierda, atados a las ramas bajas de los árboles cercanos, algo más de un centenar de caballos cuyos arneses, bridas, frenos y sillas colgaban de las ramas más altas. Aquí y allá la luz de la luna que se colaba entre las copas hacía brillar un estribo en la oscuridad o se recreaba en el cuero de los largos arreos. Y en el mismo sendero, algo más adelante, donde los árboles no eran tan numerosos, dispuestos en hileras, como para pasar revista, había estacionados una gran variedad de carruajes, carretas y cabriolés. Allí, donde había menos árboles, la luz de la luna brillaba casi sin impedimento y en ese instante estaba tan alta y arrojaba una luz tan potente que hasta se podían distinguir los distintos colores de los carruajes. Las ruedas de todos ellos se veían decoradas por las hojas de los árboles cuyas ramas nuevas se habían ido enredando en los radios y también por girasoles; durante la larga cabalgata que unas horas antes había llevado los vehículos hasta los castañares, no hubo rueda de los muchos centenares de ellas que no atrapara follaje y cabezas de girasol en su giro.
Todo esto se lo perdió el muchacho, todo esto y muchas otras fantasías que, a lo largo de las horas del día, fueron representadas o puestas en marcha siguiendo viejas costumbres cuyos orígenes o significado se habían olvidado hacía tiempo.
Pero, por primera vez, los porteadores aminoraron la marcha. Una vez más, Titus se inclinó hacia delante con las manos aferradas al borde de su silla de mimbre.
—¿Dónde estamos? —gritó—. ¿Cuánto falta todavía? ¿Es que nadie va a responderme?
Aunque de una naturaleza distinta, el silencio que lo rodeaba le zumbaba en los tímpanos. No era el silencio de la monotonía, del vacío o la negación, sino algo positivo, un silencio consciente de sí mismo, cargado de sentido, alerta.
De repente, los porteadores se detuvieron y, casi al instante, Titus oyó, en medio del silencio, el sonido de unos pasos que se acercaban, y entonces…
—Mi señor Titus —dijo una voz—, estoy aquí para daros la bienvenida y para ofreceros, en nombre de vuestra madre, vuestra hermana y de todos los aquí reunidos nuestras felicitaciones por vuestro décimo aniversario. Esperamos que disfrutéis de cuanto hemos preparado para vuestra diversión y juzguéis que ha merecido la pena sufrir el tedio de la larga y solitaria jornada que dejáis atrás. En resumen, milord Titus, vuestra madre, la condesa Gertrude de Gormenghast, lady Fucsia y todos vuestros súbditos os desean mucha felicidad en lo que os queda de cumpleaños.
—Gracias —dijo Titus—. Me gustaría bajar.
—Inmediatamente, señoría —dijo la misma voz.
—Y me gustaría que me quitaran el pañuelo de los ojos.
—En un instante. Vuestra hermana viene a reunirse con vos. Ella os lo quitará cuando os haya llevado a la plataforma sur.
—¡Fucsia! —La voz de Titus sonó aguda y forzada—. ¡Fucsia! ¿Dónde estás?
—Ya voy —gritó ella—. ¡Eh, buen hombre, agárrelo del brazo! ¿Cómo cree que va a poder caminar estando a oscuras? Déjemelo a mí, déjemelo a mí. ¡Oh, Titus! —dijo sin aliento, abrazando estrechamente a su vendado hermano—, ¡ya no falta mucho!… Y, ¡oh, es maravilloso!, ¡maravilloso! Tan maravilloso como cuando todo era para mí, hace años, y hace mejor noche que entonces, absolutamente serena y con una gran luna blanca brillando en lo alto.
Fucsia iba guiando a su hermano mientras hablaba y pronto los árboles de la linde quedaron atrás. Cada paso que daban y cada movimiento que hacían era observado por una multitud.
Mientras, Titus, que iba avanzando a trompicones junto a su hermana, trataba de imaginar en qué clase de lugar se encontraba. No había logrado formarse una imagen a partir de los comentarios inconexos de Fucsia. Lo único que había conseguido colegir era que lo llevaban a algún tipo de tarima, que había luna llena y que todo el castillo parecía resuelto a compensar la larga jornada preliminar que había pasado solo.
—Hay que subir doce escalones —dijo Fucsia, y Titus notó que su hermana le colocaba el pie en el primero de los toscos peldaños.
Subieron juntos, cogidos de la mano, y, cuando alcanzaron la tarima, ella lo condujo hasta una gran silla de crin de caballo moteada por la luz de la luna, un objeto feo donde los haya, un pesado asiento cubierto con una piel de color púrpura que había reventado a los dos caballos de tiro que lo transportaban cuando apenas llevaban cubierta la mitad del trayecto.
—Siéntate —dijo Fucsia, y, a ciegas, Titus se acomodó cautelosamente en el borde del feo sillón.
Fucsia se apartó de su hermano y alzó los brazos por encima de la cabeza. En respuesta a su señal, una voz exclamó en la oscuridad:
—¡Ha llegado el momento! ¡Que el pañuelo le sea retirado de los ojos!
Y otra voz, veloz como un eco, exclamó:
—¡Ha llegado el momento! ¡Que dé inicio su cumpleaños!
Y otra:
—¡Porque su señoría ha cumplido diez años!
Titus sintió los dedos de su hermana deshaciendo el nudo y después cómo la prenda se aflojaba sobre sus ojos. Durante un momento permaneció con los párpados cerrados, luego los fue abriendo despacio y, al hacerlo, se puso de pie involuntariamente con un grito de asombro.
Ante él, que estaba de pie, con una mano en la boca y los ojos redondos como monedas, se extendía un lienzo, por así decir, mudo y sobrenatural, un lienzo de gran profundidad, de una anchura que iba de este a oeste y de una altura que se perdía más allá de la luna. Estaba pintado con fuego y luz de luna sobre una oscura superficie impalpable. Los ritmos lunares iban surgiendo y desplazándose en la oscuridad. Un contrapunto de hogueras ardía como anclas que sujetaran el bosque movedizo.
¡Y el resplandor! ¡El resplandor sobrenatural de aquel lago nocturno! Y la multitud del otro lado del agua, inmóvil a la sombra de los castaños esculpidos. ¡Y las hogueras encendidas!
Y entonces, una voz brotó del cuadro y gritó: «¡Fuego!», y un cañón rugió, retrocedió y humeó en la orilla. «¡Fuego!», volvió a gritar de nuevo la voz, y así una y otra vez, hasta que el cañón hubo bramado diez veces.
Era la señal para que, de pronto, como tocado por la vara de un mago, el cuadro cobrara vida. El lienzo se estremeció y unos fragmentos se disgregaron y otros se recompusieron. Desde las alturas a las profundidades, esto fue lo que vio Titus.
Primero la luna, situada en el centro del cielo, tan grande como un plato e igual de blanca excepto allí donde se proyectaban las sombras de sus montañas. La luna, cuyo brillo lo cubría todo como un manto de nieve.
Rodeando la luna, el cielo nocturno, que caía como un telón, expansivo como Némesis, y bajo el cielo, las cimas de las colinas que, envueltas en una maraña de helechos cuyas frondas se superponían unas a otras, descendían en sucesivos pliegues hasta el frondoso bosque de castaños cuyas copas relumbraban en la noche y que se abrían ante Titus en un gran semicírculo. Y bajo estos árboles, bordeando la orilla del lago, apretados sobre el terreno como las ortigas en un campo baldío, se aglutinaba la vida del castillo, el bullicioso populacho. La sombra de un solo árbol contenía un centenar de ellos y un centenar más era iluminado por cada rombo de luz de luna. Allí estaban los enjambres de rostros, bullendo como abejas en un panal, alternativamente alumbrados y sofocados por la luz rojiza de las hogueras encendidas junto al lago. En cuanto el cañón hubo lanzado su saludo, esa larga franja del lienzo empezó a hormiguear. La otra orilla del lago estaba demasiado alejada para que Titus distinguiera una sola criatura, pero sí veía el movimiento ondulante de la muchedumbre como un campo de cizaña mecido por el viento. Pero eso no era todo. Porque esas ondas, esos trémulos parches de sombra y luz de luna, esos impulsos junto a la orilla se repetían a su vez en los lagos. Al menor movimiento de una cabeza bajo los árboles, su fantasma se movía sobre las aguas, y a la danza de las hogueras tampoco le faltaba su reflejo en el agua.
Y ese espejo nocturno en cuyas profundidades brillaba el follaje de los castaños bañados por la luna absorbía toda atención. Porque era la nada, una sábana de muerte, y lo era todo, Ninguna de las cosas que contenía le pertenecía aunque hasta la hoja más insignificante se reflejaba en él con microscópico detalle. Y, como para iluminar aquellas formas acuosas con una luz propia, una luna fantasmal reposaba sobre las aguas, tan grande como un plato e igual de blanca, excepto allí donde se proyectaban las sombras de sus montañas.