II

La condesa esperaba en el descansillo de la escalera y despachó al mensajero con un cansino gesto de la cabeza.

Miró a Titus con una curiosa falta de expresión, como si lo que viera le interesara, pero del mismo modo en que una piedra interesaría a un geólogo o una planta a un botánico. Su expresión no era ni amable ni desagradable, simplemente carecía de ella. Ni siquiera parecía ser consciente de que tenía una cara, pues sus rasgos no hacían el menor esfuerzo por comunicar nada.

—Los llevo a dar un paseo —dijo la mujer con su grave y distraída voz de piedra de molino.

—Sí, madre —dijo Titus, dando por supuesto que hablaba de sus gatos.

Una fugaz sombra pasó por el ancho ceño de la condesa. La palabra madre la había dejado perpleja, pero el muchacho tenía razón.

Su mole imponente siempre había impresionado a Titus. Las telas colgantes y las sombras festoneadas, las franjas de mohosa oscuridad…, todo eso le parecía extraordinario.

Su madre le fascinaba, pero Titus no tenía con ella puntos de contacto. Cuando la condesa hablaba era para afirmar algo. Carecía de conversación.

La condesa volvió la cabeza y, frunciendo los labios, emitió un peculiar silbido. Titus miró la mole de pesados ropajes que se cernía sobre él, preguntándose por qué habría querido que la acompañara. ¿Es que quería que le dijera algo? ¿Es que ella tenía algo que decirle? ¿Se trataba sólo de un capricho?

Pero su madre había empezado a bajar ya la escalera y Titus la siguió.

Desde un centenar de oscuros recovecos, desde cornisas favoritas, desde estantes y rincones resguardados de las corrientes, de las entrañas de viejos sofás destripados, de la felpa desgarrada de las sillas, del interior de los pies de los relojes, desde tragaluces inmemoriales y desde nidos de papel desgarrado…, desde el interior de sombreros perdidos, de entre las vigas, del interior de marmitas herrumbrosas y desde cajones entreabiertos, los gatos fueron saliendo, convergieron, se desparramaron como la espuma y llenaron los pasillos con el rápido patear de sus patitas blancas como la leche. Unos momentos después habían alcanzado el rellano y, siguiendo los pasos de su ama, bajaban la escalera, que cubrían por completo.

Una vez fuera y cuando, después de franquear una de las arcadas de la muralla exterior, se abrió ante ellos una clara vista de la Montaña de Gormenghast, con las crueles cumbres cubiertas de nieve gris, la condesa extendió el brazo como quien esparce grano y, al instante, los gatos se desplegaron en abanico y corrieron en todas direcciones; dieron volteretas en el aire y retozaron, alegres por aquella única salida del castillo desde que cayeran las primeras nieves. Y aunque algunos jugueteaban juntos, rodando uno sobre otro o, erguidos sobre los cuartos traseros y con las cabezas echadas atrás, se golpeaban como boxeadores sólo para de pronto perder interés y ensimismarse de nuevo, la mayor parte de aquellas blancas criaturas se comportó como si estuviesen totalmente solas, totalmente felices de estar solas, cada una consciente sólo de su conducta, de su salto en el aire, de su agilidad, absortas, solitarias, envidiables y legendarias por su belleza a la vez heráldica y fluida como el agua.

Titus caminaba junto a su madre. A pesar del innegable interés de la escena que se abría ante sus ojos, no podía apartar la vista del rostro de su progenitora. Empezaba a sospechar que su naturaleza indefinida, casi de máscara, no era índice de su estado de ánimo. En más de una ocasión, le había aferrado el hombro con su gran mano para apartarlo del sendero y, sin una palabra, le había mostrado un negro cojín de musgo estrellado casi cubierto por la hiedra en el tronco de un árbol. Había enfilado un sendero escabroso y le había señalado una pequeña hondonada cubierta de nieve en la que había descansado un zorro. De cuando en cuando se detenía y examinaba el suelo o las ramas de algún árbol pero, por más que miraba, Titus no alcanzaba a ver nada destacable.

Pese a que las aves habían muerto a millares, cuando Titus y su madre se acercaron a una franja de bosque donde la nieve de las ramas se había fundido y unos arroyuelos discurrían sobre las piedras y la hierba aplastada por la nieve, descubrieron que los árboles distaban mucho de estar vacíos.

La condesa se detuvo, agarró a Titus del codo y ambos se quedaron quietos. Un pájaro cantó, y luego otro, y de pronto, como una leyenda azul, el martín pescador sobrevoló como un rayo un arroyo.

Los gatos estaban a leguas de distancia, llenándose los pulmones de aire fresco. Vagaban en todas direcciones. Empolvaban los horizontes.

La condesa silbó una nota aguda y melodiosa y, primero uno y luego otro, dos pájaros volaron hacia ella, que los examinó sosteniéndolos en el hueco de sus manos. Estaban enflaquecidos y débiles. Silbó distintas llamadas y los pájaros fueron respondiendo mientras daban saltitos a su alrededor o descansaban posados en sus hombros. De pronto, una voz nueva surgida de los bosques silenció a los pájaros. Cada silbido de la condesa era seguido por esa nueva respuesta, rápida como un eco.

El efecto de esto en la condesa pareció desproporcionado.

Volvió la cabeza y silbó de nuevo, y su silbido fue respondido una vez más con la rapidez del eco. Emitió las llamadas de una docena de pájaros y una docena de voces las repitieron con insolente precisión. Los pájaros, a sus pies o sobre sus hombros, se habían puesto rígidos.

Su mano atenazaba el hombro de Titus y el niño trató de no gritar. Volvió la cabeza con dificultad y miró el rostro de su madre: el rostro que se había mostrado sereno como la nieve estaba ahora ensombrecido.

No era un pájaro lo que contestaba, de eso estaba segura. Aunque hábil, la imitación no podía engañarla ni parecía que quienquiera que emitiese los distintos reclamos pretendiera hacerlo. Había algo burlón en la rapidez con que cada silbido de la condesa había sido devuelto desde el bosque.

¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué le atenazaban el hombro? Titus, que se había sentido fascinado por el ascendiente de su madre sobre los pájaros, no comprendía por qué las llamadas que venían del bosque la habían encolerizado tanto. Porque mientras lo sujetaba, la condesa temblaba. Era como si lo estuviese reteniendo, como si el bosque escondiera algo que pudiera lastimarlo… o alejarlo de ella.

Y entonces levantó los ojos a los árboles con una mirada furibunda.

—¡Cuidado! —gritó.

—¡Cuidado! —le respondió una voz extraña, y volvió a hacerse el silencio.

Desde la vertiginosa altura de una rama de pino, espiando entre las frías agujas, la Criatura observó el regreso de la voluminosa mujer y del niño al distante castillo.