Una sombría mañana de invierno, Titus y su hermana estaban sentados en el ancho banco de la ventana de uno de los tres aposentos de Fucsia que daban a los Bosques del Sur. Poco después de la muerte de Tata Ganga, Fucsia se había trasladado, no sin mucho discutir y con una penosa sensación de desarraigo, a un sector más hermoso y a un conjunto de habitaciones que, a diferencia del viejo y desordenado dormitorio lleno de recuerdos, eran amplias y luminosas.
Fuera, la campiña aparecía salpicada aún por manchas de las últimas nieves. Con la barbilla apoyada en las manos y los codos en el alféizar, Fucsia observaba las oscilaciones de un delgado hilo de agua del color del acero que se precipitaba desde más de treinta metros por el canalón de un edificio cercano. Una brisa inquieta soplaba erráticamente y hacía que, unas veces el chorro de nieve fundida cayera en una perfecta línea recta hasta un depósito situado en el patio y, otras, se desviara hacia el norte cuando una violenta ráfaga lo arrastraba en esa dirección; en otras ocasiones, la cascada se abría en un abanico de innumerables gotas de color plomizo. De repente, el viento cesaba, y el continuo chorro tubular volvía a caer en vertical, como un cable tendido, y el agua chorreaba de nuevo con un ruido sordo en el tanque.
Titus, que había estado hojeando un libro, se puso de pie.
—Me alegro de que hoy no haya escuela, Fus —dijo (así era como había empezado a llamarla)—. Hubiera tenido a Percha-Prisma con su química apestosa y a Florimetre por la tarde.
—¿Por qué tenéis fiesta? —preguntó Fucsia sin dejar de mirar el agua que, en ese momento, oscilaba de un lado a otro del tanque.
—No estoy seguro —dijo Titus—. Algo relacionado con nuestra madre. Su cumpleaños o algo así.
—Oh —dijo Fucsia y, tras una pausa, añadió—: Tiene gracia que nos lo tengan que decir todo. No recuerdo que haya celebrado nunca su cumpleaños. Es todo tan inhumano.
—No te entiendo —dijo Titus.
—No —dijo ella—. Supongo que no puedes. No es culpa tuya y, en cierto modo, eres afortunado. Pero yo he leído mucho y sé que la mayoría de los niños ven mucho a sus padres… por lo menos, más que nosotros.
—Pues yo no recuerdo a nuestro padre —dijo Titus.
—Yo sí —dijo Fucsia—. Pero él también era difícil. Apenas hablé con él. Creo que hubiera preferido que yo fuera un chico.
—¿De veras?
—Sí.
—Oh… no entiendo por qué.
—Para ser el siguiente conde, naturalmente.
—Oh…, pero si lo soy yo…, así que el asunto está solucionado, supongo.
—Ya, pero cuando yo era niña, él no sabía que tú nacerías. No podía saberlo. Cuando tú naciste yo tenía catorce años.
—¿De verdad tenías…?
—Pues claro. Y supongo que durante todo ese tiempo él deseó que yo fuese tú.
—Tiene gracia, ¿no? —dijo Titus.
—No, no tenía ninguna gracia…, y tampoco la tiene ahora. No era culpa tuya…
En ese momento llamaron a la puerta y entró un mensajero.
—¿Qué quieres? —dijo Fucsia.
—Traigo un mensaje, milady.
—¿De qué se trata?
—Su señoría la condesa, vuestra madre, desea que lord Titus venga conmigo a su habitación. Quiere salir con él de paseo.
Titus y Fucsia miraron al mensajero y luego se miraron. Abrieron varias veces la boca para hablar, pero la cerraron sin decir nada. Finalmente Fucsia volvió a concentrarse en la nieve fundida y Titus franqueó la puerta entreabierta seguido de cerca por el mensajero.