CUARENTA Y OCHO

—Estoy viviendo momentos emocionantes, Alfred. He dicho que estoy viviendo momentos emocionantes… ¿Me escuchas o no? ¡Oh, es demasiado mortificante que una mujer esté siendo cortejada tan espléndida, tan noblemente por su amante y que a su propio hermano esto parezca interesarle tanto como una mosca en la pared, Alfred, he dicho una mosca en la pared!

—Carne de mi carne —dijo el médico tras un silencio, pues se encontraba perdido en cavilaciones—, ¿qué es lo que quieres saber?

—¿Saber? —respondió Irma con supremo desdén—. ¿Por qué querría yo saber nada?

Los largos dedos de Irma alisaron sus cabellos de color gris metálico y luego se abalanzaron súbitamente sobre su moño bajo, donde juguetearon con tan extraña pericia que podría haberse pensado que sus nerviosos dedos estaban provistos de ojos, pues revoloteaban sin esfuerzo por los contornos del hirsuto moño.

—No te he preguntado nada, Alfred. A veces pienso por mi cuenta. A veces hago afirmaciones. Sé que menosprecias mi intelecto, pero no todo el mundo es como tú, eso puedo asegurártelo. No puedes ni imaginar lo que me está sucediendo, Alfred. Estoy floreciendo, estoy descubriendo tesoros dentro de mí. Soy como una mina rica y productiva, Alfred, lo sé, lo sé. Y tengo capacidades mentales que todavía no he usado.

—Irma, conversar contigo es especialmente difícil —dijo su hermano—. Querida, no dejas cabos sueltos al final de tus frases, nada que ayude a tu amante hermano, nada para su brillante anzuelo, siempre dispuesto, siempre ansioso. Siempre tengo que empezar desde cero, querida trucha. Tengo que abrirme camino. Pero lo intentaré de nuevo. Veamos, ¿decías?

—Oh, Alfred, aunque sólo sea por un momento, haz algo para complacerme. Habla de un modo normal. Estoy harta de que digas las cosas con tanta figura pletórica.

—¡Figura retórica!, ¡retórica!, ¡retórica! —exclamó el médico poniéndose de pie y retorciéndose las manos—. ¿Por qué siempre dices «figura pletórica»? Bendita sea mi alma, ¿qué les pasa a mis nervios? Sí, pues claro que haré algo para complacerte. ¿De qué se trata?

Pero Irma había hundido la cara en un mullido cojín gris y lloraba. Por fin levantó la cara y, quitándose las gafas, dijo entre sollozos:

—¡Esto es demasiado! ¡Que tu propio hermano te abandone! ¡Confiaba en ti! —exclamó—. Y ahora tú también me abandonas. Sólo quería tu consejo.

—¿Quién te ha abandonado? —dijo el médico bruscamente—. ¿No se tratará del director?

Irma se enjugó las lágrimas con un pañuelo bordado del tamaño de un naipe.

—Es porque le dije que tenía el cuello sucio, mi querido y dulce señor…

—¡Señor! —exclamó Prunescualo—. No lo llamarás así, ¿verdad?

—Por supuesto que no, Alfred…, sólo en mi pensamiento… Después de todo, él es mi señor, ¿no es así?

—Si tú lo dices —respondió su hermano pasándose la mano por la frente—. Supongo que puede ser cualquier cosa.

—Oh, lo es. Es cualquier cosa… o, mejor dicho, lo es todo.

—Pero lo has avergonzado y se siente herido, orgulloso y herido, ¿no es así, mi querida Irma?

—Sí, oh, sí. De eso se trata exactamente. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?

El doctor juntó las yemas de los dedos.

—Querida Irma, ya estás saboreando las mieles del matrimonio —dijo—. Y también él. Sé paciente, dulce flor. Aprende cuanto puedas. Utiliza el tacto que Dios te ha dado y recuerda tus errores y qué te llevó a cometerlos. No menciones más su cuello, sólo empeorarías las cosas. Su resentimiento se debilitará. Su herida sanará con el tiempo. Si le quieres, limítate a quererlo y no le des más vueltas al pasado. Después de todo, le quieres a pesar de tus defectos, no de los suyos. Los defectos de los demás pueden ser fascinantes. Los propios son terribles. Cállate un poquito. No hables demasiado y ¿no podrías dejar de caminar como una boya en plena marejada?

Irma se levantó de la silla y se dirigió a la puerta.

—Gracias, Alfred —dijo, y desapareció.

El doctor Prunescualo volvió a apoltronarse en el sofá que había junto a la ventana y, con una sorprendente facilidad, expulsó de su pensamiento el problema de su hermana y volvió a sumirse en la ensoñación reflexiva que ella había interrumpido.

Había estado pensando en la ascensión de Pirañavelo a la posición clave que en ese momento ocupaba. También había reflexionado sobre su comportamiento como paciente. Su fortaleza había sido inigualable y su voluntad de vivir, feroz. Pero sobre todo, el médico le daba vueltas a algo muy distinto. Se trataba de una frase que, en medio del delirio, había surgido entre el caos de los desvaríos de Pirañavelo. «¡Y con las gemelas serán cinco! —había gritado el joven—, ¡y con las gemelas serán cinco!».