Con el paso de los días, Titus se iba haciendo más y más incontrolable. En los vastos dormitorios en los que, después de anochecer, los muchachos de su misma edad encendían sus velas a escondidas, se sentaban en grupitos, llevaban a cabo extraños ritos o se comían los pastelillos que habían hurtado, Titus no se limitaba a mirar la escena. No era un mero observador desde la seguridad de su cama cuando, en feroz y secreto abrazo, se ajustaban viejas cuentas en medio de un silencio mortal aprovechando que, en su cubículo junto a la puerta del dormitorio, el formidable bedel dormía boca arriba como un cocodrilo. La errática respiración del hombre, sus vueltas en la cama, sus jadeos y murmullos eran un libro abierto para Titus y sus compinches, pues sugerían una cierta profundidad de sueño que, en el mejor de los casos, era bastante ligero. Era el silencio lo que temían, pues el silencio significaba que los ojos del bedel estaban abiertos en la oscuridad.
Tan sagrada como el hecho de que siempre había habido un conde de Gormenghast y siempre lo habría y de que, cuando llegara el momento, sería prácticamente inabordable, un hombre inalcanzable tanto por motivos sociales como por su diferencia intrínseca, era la tradición por la cual, durante su niñez, el conde de Gormenghast no debía recibir un tratamiento distinto a los demás. Los Groan se enorgullecían de que su infancia no hubiera sido un lecho de rosas.
Por lo que a los muchachos se refiere, no tenían dificultad para llevar eso a la práctica. Sabían que no había ninguna diferencia entre Titus y ellos. Sólo más tarde pensarían de otro modo y, en cualquier caso, lo que un niño pueda llegar a ser en años posteriores interesa poco a sus amigos o enemigos de infancia. Lo que importa es el mundo del aquí y ahora. Por eso Titus peleaba con los demás en el sofocante dormitorio y en alguna ocasión lo sorprendían fuera de la cama y era azotado por el bedel.
Asumía los riesgos y también el castigo. Pero lo odiaba. Odiaba tanta ambigüedad. ¿Qué era, un señor o un pillastre? Se rebelaba contra aquel mundo en el que no era ni una cosa ni otra. Que sus tempranas dificultades lo preparasen para sus futuras responsabilidades le importaba bien poco. No le interesaba su vida posterior ni tampoco tener responsabilidades. Se mirara como se mirase, era una injusticia.
Y por eso se decía: «¡Muy bien! Así que soy como todos los demás, ¿no? Entonces ¿por qué tengo que presentarme ante Pirañavelo cada tarde, como si fuera a desaparecer? ¿Por qué tengo que hacer cosas después de las clases que nadie más tiene que hacer? Meter llaves en viejos candados oxidados. Derramar vino sobre los torreones… ¡Ir de acá para allá hasta quedar rendido! ¿Por qué tengo que hacer todo ese trabajo adicional si soy como los otros? ¡Es una podrida tomadura de pelo!».
Los profesores lo consideraban díscolo, difícil y, en ocasiones, insolente. Todos menos Bellobosque, por quien Titus sentía un afecto y un respeto inexplicables.