CUARENTA Y CINCO

Pasaban los días y los muros de Gormenghast se volvieron fríos al tacto cuando el verano dio paso al otoño y el otoño, a un invierno oscuro y glacial. Durante largos períodos, el viento soplaba noche y día, haciendo añicos el cristal de las ventanas, descolocando la mampostería, silbando y rugiendo entre las torres y chimeneas y sobre el lomo del castillo.

Y entonces, no menos pavoroso, el viento se detenía de pronto y el silencio se apoderaba del lugar. Un silencio inquebrantable, pues el ladrido de un perro, el súbito estrépito de un balde o el llanto lejano de un niño sólo parecían reales en la medida en que acentuaban la quietud general en la cual estos sonidos se alzaban por un instante, como cabezas de peces asomando en el agua helada, sólo para hundirse de nuevo sin dejar rastro.

En enero la nieve cayó de tal manera que quienes la contemplaban desde detrás de innumerables ventanas empezaron a dudar de la existencia de las formas angulosas que yacían bajo el borroso manto o de los colores sumidos en la oscuridad de aquella blancura. El aire parecía sofocado por copos del tamaño de un puño infantil y el terreno se hinchaba sobre los accidentes sumergidos de un paisaje apenas recordado.

En los extensos campos blancos que circundaban el castillo, los pájaros yacían muertos o se inclinaban próximos a la rigidez de la muerte. Aquí y allá se veía el movimiento de alguno de ellos avanzando a duras penas o la postrera y frenética agitación de un ala cubierta de hielo.

Desde las ventanas del castillo, la nieve cegadora parecía sembrada de carboncillos y los campos, picados por la viruela de las huestes aniquiladas por el invierno. No había extensión despejada de nieve que no hubiera sido tocada por la ubicua muerte ni ventisquero que no tuviera su cementerio.

Contra aquel trasfondo cegador, todos los pájaros, fuere cual fuese su plumaje natural, parecían negros como el azabache y sólo diferían las siluetas, cuyos contornos, exquisitamente cincelados, mostraban sus picos semejantes a espinas, las ahuecadas plumas y las delicadas garras y cabezas.

Era como si, sobre la vasta mortaja del paisaje nevado, cada una de las aves de aquellas huestes hubiese firmado, con exquisita y trágica destreza, la prueba de su muerte en un lenguaje a la vez indescifrable y elocuente, un jeroglífico de fantástica belleza.

Luego, la nieve que los había matado los cubría, con una ternura que la haría aún más terrible. Pero pese a las infinitas capas que se iban amontonando una sobre otra, siempre había pájaros al borde de la muerte, una dispersa multitud de color azabache. Y por todas partes se veía a algunos que cojeaban aún o que, inmóviles, tiritaban o que, hundidos hasta el pecho en aquel manto voluminoso y letal, persistían en su agónico avance dejando tras de sí las pequeñas trincheras que mostraban el lugar que habían ocupado.

Y también, a pesar de tanta mortandad, el castillo estaba lleno de pájaros. Dolida en el alma por la noticia de tanta aflicción, la condesa no desaprovechó ninguna oportunidad para alentar a las aves salvajes a refugiarse en su castillo. El hielo que se formaba en los centenares de bañeras y palanganas colocadas por todo el castillo era quebrado inmediatamente. Se dispuso carne, migas de pan y grano formando caminos para animar a los pájaros a acercarse y disfrutar del aire más cálido del interior del castillo. No obstante, a pesar de aquellas tentaciones (y de que, envalentonadas por el hambre, miles de aves, entre ellas búhos, garzas e incluso aves de presa, se habían refugiado en el recinto de las murallas), el castillo seguía rodeado de muertos y moribundos. Los rigores de la estación habían convertido Gormenghast en punto de atracción, no sólo para los plumíferos de las regiones cercanas, sino también para los de los bosques y páramos más lejanos. Pero aunque Gormenghast fuese un santuario abierto, el número de estas aves migratorias, que descendían incesantemente sobre el castillo desde el cielo cargado de nieve, cegadas por la nieve, hambrientas y exhaustas, bastaba para alimentar aquella elevada mortandad.

Para gran inconveniente de los afectados, la condesa decretó que el gran comedor sería su hospital. Allí, su solitaria figura, descomunal y pelirroja, se movía entre las aves, que cuidaba hasta que recobraban las fuerzas. Se trajeron ramas de árboles y se apoyaron contra las paredes, y se voltearon las mesas para que las aves pudieran posarse sobre las patas. Al poco tiempo, el estrépito del canto de los pájaros llenaba el lugar, mezclándose con los gritos estridentes de cuervos y cornejas y un centenar de voces distintas, débiles o melodiosas.

Se salvó de las nieves a los pájaros que se pudo, pero el manto de ésta era demasiado profundo y poco consistente para permitir cualquier rescate que no fuera el que podía llevarse acabo extendiendo la mano desde una ventana baja.

Durante más de un mes el castillo estuvo aprisionado por las nieves. Algunas de las puertas que se abrían al mundo exterior cedieron al peso de la nieve acumulada. De las que soportaron la presión, ninguna era practicable. Las luces ardían por doquier en el interior de Gormenghast, pues no había ventana que no estuviese cegada con tablones o bien cubierta con recias colgaduras.

Es difícil decir qué habría hecho el señor Excorio si el túnel subterráneo no hubiera sido descubierto o si Titus nunca le hubiera hablado de él. Los ventisqueros que rodeaban su cueva eran de tan peligrosas y voluminosas dimensiones que es poco probable que no se hubiera visto obligado a abandonar su refugio tarde o temprano. Por otra parte, sus posibilidades de sobrevivir al cruel frío y de no morirse de hambre hubiesen sido escasas a pesar de sus muchos recursos.

Pero la existencia del túnel resolvió todos esos problemas. Recorrer, con una vela en la mano, el largo trecho con olor a tierra se convirtió en la cosa más natural del mundo para él. Del techo colgaban miles de raíces y el suelo estaba cubierto por los cráneos y huesos de pequeños animales, pues muchas partes del túnel habían sido guarida de zorros, roedores y toda clase de alimañas que lo habían utilizado para refugiarse tanto de inclemencias del tiempo como las que en ese momento sufrían, como de sus enemigos. Su vela, que sostenía ante él con el brazo extendido, alumbraba formaciones de raíces que le eran familiares y le descubrían la existencia de un bosquecillo en la superficie o revelaban las ciudades secretas de las hormigas.

Aunque libre de nieve e inestimable como medio para acceder al castillo, la oscuridad estaba saturada de muerte y putrefacción y no había motivo para que Excorio se demorase en aquellos largos y solitarios viajes bajo tierra.

La primera vez que, tras recorrer el pasadizo, llegó a las cercanías de aquella región de salones y corredores sin vida del castillo y, como Titus hiciera, se adentró aún más en el silencio, sintió algo del pavor que tanto había aterrorizado al muchacho, lo que le hizo alzar los huesudos hombros hasta las orejas y adelantar la mandíbula mientras sus ojos se volvían a un lado y a otro como si lo amenazara un enemigo invisible.

Pero cuando, tras una docena de viajes diurnos, hubo explorado una sección del abandonado territorio a su satisfacción, no le quedó ningún vestigio de la aprensión que al principio experimentara. Por el contrario, empezó a hacer suyos los silenciosos salones de la misma manera en que, inconscientemente, se había identificado con el humor cambiante del bosque de Gormenghast.

No estaba en su naturaleza lanzarse precipitadamente a la búsqueda del mal que se escondía en el castillo. Tales empresas no pueden emprenderse a la ligera. Primero debía establecer el curso a seguir sobre la marcha.

Y por eso, después de dar con los escasos escalones que llevaban a la parte trasera del monumento del corredor de las estatuas, durante las primeras semanas dedicó sus expediciones nocturnas a descubrir qué cambios se habían producido en los hábitos nocturnos del populacho desde que él faltaba de Gormenghast. Su vida en los bosques le había enseñado a ser paciente y había acentuado aún más aquella habilidad que siempre había tenido de confundirse con su entorno. Salvo a plena luz del día, no tenía necesidad de esconderse; le bastaba con permanecer quieto para quedar asimilado a una pared, una sombra o el podrido enmaderado. Cuando bajaba la cabeza, sus cabellos y su barba se convertían en una telaraña más en la penumbra y sus harapos, en las sombrías frondas de moho que crecían en los grises y húmedos corredores.

Para él era una experiencia extraña observar, desde un escondrijo u otro, los rostros familiares que en otro tiempo había conocido tan bien. A veces pasaban a poca distancia de él, algunos un poco más viejos, otros un poco más jóvenes y aún otros ligeramente distintos de como los recordaba. Los que eran niños o jóvenes en el momento del exilio de Excorio, a duras penas los reconocía.

Pero, a pesar de su habilidad para ocultarse, no corría riesgos y pasó mucho tiempo antes de que se aventurase en sus largas expediciones nocturnas de reconocimiento y comenzase a descubrir dónde podían ser localizadas a distintas horas del día o de la noche casi todas las personas que le interesaban. La habitación de su difunto señor no se había abierto desde su muerte. Excorio se percató de este hecho con lúgubre aprobación. Contempló el lugar del suelo, ante la puerta de Sepulcravo, donde, durante más de veinte años, se había tendido para dormir. Recorrió el pasillo con la mirada y el recuerdo de la pavorosa noche volvió a su memoria: la noche en que el conde se levantó, sonámbulo, y se entregó a los búhos y la noche en que él, Excorio, se batió con el chef de Gormenghast y lo pasó a espada. Excorio se vio forzado a convertirse en ladrón y acaparador. No es que ello fuera de su gusto, pero era necesario si quería seguir con vida. En poco tiempo descubrió cómo entrar en el Cuarto de los Gatos por la puerta de una buhardilla y llegar a la Gran Cocina por los Pasadizos de Piedra.

Hacer cada mañana el viaje de regreso por el túnel para pasar el día en su cueva se había convertido en algo absurdo. Poco podía hacer en la cueva, rodeada como estaba de profundos ventisqueros. No podía cazar para alimentarse ni recoger leña suficiente para calentarse, mientras que en los Salones Vacíos tenía cuanto necesitaba.

Había encontrado una pequeña habitación totalmente cubierta de polvo, un lugar cuadrado y recoleto con una chimenea tallada y un hogar abierto. Había allí varias sillas, una librería y una mesa de nogal sobre la cual había dispuestos, bajo el polvo, cubiertos y vajilla para dos.

Fue allí donde se instaló Excorio. Su despensa consistía en poco más que pan y carne, de los que nunca faltaban suministros abundantes en la Gran Cocina.

Sin embargo, no se aprovechó de las múltiples oportunidades que tenía para variar su dieta. En cuanto al agua que bebía, no tenía más que salir a cualquier hora pasada la medianoche y llenar su lata con el agua de lluvia de una cisterna cercana.

Calculando la distancia que cubría durante sus idas y venidas por las salas vacías y teniendo en cuenta sobre todo la que había entre la habitación de la chimenea y la abertura en el corredor de las estatuas (la única entrada que había hallado al mundo que en otro tiempo conociera), sabía que encender fuego en su habitación no comportaba ningún riesgo. Aun en el caso de que alguien hubiese visto humo elevándose en el aire sobre un sector olvidado del castillo y que ello le hubiese llamado la atención, al hipotético observador le habría sido tan difícil encontrar la chimenea y luego el modo de dar con el distante aposento como a una rana tocar el violín.

Allí, en las rigurosas tardes de invierno, el señor Excorio disfrutaba de una comodidad desconocida para él. De no ser porque su exilio en los bosques lo había habituado a la soledad, aquellas largas jornadas le habrían resultado insoportables, pero el aislamiento se había convertido en parte de él.

El silencio de los Salones Sin Vida, al igual que el del nevado mundo exterior, no tenía límites. Era una especie de muerte. La misma extensión de aquellos territorios huecos, el laberinto inexplorado que, por así decir, hacía visible el silencio, bastaba para erizar los cabellos de la nuca de cualquiera que no estuviese muy habituado a la falta de compañía. Pero, a pesar de sus numerosas expediciones a través de aquel mundo muerto, el señor Excorio fue incapaz de dar con los límites de aquel olvidado dominio de Gormenghast. Es cierto que, tras una larga búsqueda y guiado hasta cierto punto por las instrucciones de Titus, había encontrado los escalones que llevaban al corredor de las estatuas, pero, aparte de eso y de las pocas puertas cerradas a través de las que había oído voces, no había encontrado más zonas fronterizas entre su mundo y el de los habitantes del castillo.

Sin embargo una madrugada, cuando regresaba a su cuartito después de una incursión en la cocina, sucedió algo que convirtió el resto del invierno en un poco menos solitario pero más terrible. Había dejado el corredor de las estatuas más o menos un kilómetro atrás y avanzaba por el corazón de sus dominios cuando decidió que, en lugar de tomar el camino habitual por el largo y angosto pasadizo que corría hacia el este, exploraría un corredor alternativo que, imaginaba, a su debido tiempo le llevaría de vuelta a su distrito.

Según su costumbre, a medida que avanzaba iba trazando en la pared las toscas marcas de tiza blanca que en más de una ocasión lo habían ayudado a encontrar el camino de vuelta a terreno conocido.

Tras una hora de dar vueltas, de pasar por confluencias de pasadizos radiales, de hacer un centenar de elecciones arbitrarias entre esta entrada o aquélla, esta sinuosa pendiente y aquel frío declive que llevaba a un corredor más ancho, empezó a sudar de miedo sólo de pensar en cuál sería su situación si no hubiese tomado precauciones para su regreso. Sabía que nunca habría encontrado el camino de vuelta sin las marcas de tiza. De pronto comenzó a sentir hambre. Al mismo tiempo, viendo que su vela estaba casi consumida, sacó otra de la media docena o más que siempre llevaba en el cinturón y, sentándose en el suelo, colocó cuidadosamente la vela recién encendida ante él y, abriendo un largo cuchillo de hoja estrecha, se cortó una rebanada de pan.

La oscuridad, densa como la tinta, lo rodeaba a derecha e izquierda y, a su espalda, su sombra flotaba pesadamente sobre la pared. Iluminado por el aura de la llama de la vela, con el rostro, los harapos, las manos y los cabellos dramáticamente alumbrados, había extendido las piernas y se disponía a hincar el diente en el pan por segunda vez cuando oyó una carcajada.

De no haber sido por su terrible vigor y por el hecho de que procedía de detrás de él, del otro lado de la pared contra la que se apoyaba, no habría tenido más remedio que reconocerla como un grito de locura de su cerebro, algo que había escuchado con los oídos de su mente.

Pero no era nada de eso. No tenía nada que ver con él ni con su imaginación. Él no estaba loco, pero sí supo que se hallaba en presencia de la locura, porque aquel grito o aullido demoníaco hizo que Excorio se pusiera de pie como si tirasen de él con un anzuelo y que, sin que supiera siquiera que se había movido, lo llevó a pegarse a la pared del lado opuesto del pasadizo, como acorralado, y a mirar, con la cabeza gacha, los fríos ladrillos contra los que había estado apoyado como si la pared estuviese afectada por la locura que ocultaba y sus trastornados ladrillos lo observaran.

El señor Excorio oía su sudor gotear sobre las piedras a sus pies. Tenía la boca seca como el cuero y el corazón le martilleaba como un tambor, pero lo único que se veía era la luz de la vela brillando serena al pie de la pared opuesta.

Y entonces volvió a oírse el sonido con una especie de nota doble, como si la garganta que daba rienda suelta a aquella pavorosa risa estuviera curiosamente formada y pudiese emitir dos voces a un tiempo.

No podía tratarse de un eco, porque no hubo repetición ni superposición, sino una especie de horror doble.

Esta vez, la nota aguda de la carcajada se fue apagando hasta convertirse en una especie de gimoteo, pero incluso esa espectral conclusión transmitía esa cualidad dual, la terrible y paralizante sensación de una doble locura.

Después de que volviera a hacerse el silencio, pasó un rato antes de que el señor Excorio pudiera moverse. Estaba anonadado. Su sensación de intimidad se había hecho añicos y su incapacidad para racionalizar y dar sentido a lo sucedido en la madrugada era como un insulto lanzado contra su mentalidad estrecha de miras pero orgullosa. Y era su miedo, puro miedo a algo que no podía ver pero que estaba a pocos metros de distancia, lo que paralizaba sus miembros.

Pero el silencio no se vio alterado de nuevo y no hubo repetición y, al fin, recogió la vela del suelo y, volviendo la vista atrás no pocas veces, deshizo rápidamente el camino por el que había avanzado siguiendo las marcas de tiza hasta que al fin llegó a la fatídica bifurcación. A partir de ahí, estaba en su terreno y caminó sin vacilación hasta llegar a su aposento.

Por supuesto, era imposible olvidarse del asunto. El enigmático horror de aquella risa le acompañaba en todo momento y aquella mañana, en cuanto salió el sol, el tétrico lugar lo atrajo de nuevo. No es que deseara recrearse en la rastrera emoción de volver a escuchar aquella risa, sino más bien que el misterio debía ser expuesto a la luz racional del día y que fuera lo que fuese, animal o humano, debía revelarse, pues los intereses de Excorio seguían siendo los del antaño primer sirviente de Gormenghast, los de un hombre leal que no podía soportar la idea de que en el vetusto castillo operasen fuerzas o elementos y sucesos apartados de la vida ceremonial; secretos y prácticas que, por lo que sabía, eran un veneno mortal en el cuerpo del castillo.

Se proponía explorar más a fondo el aterrador pasadizo y, si era posible, volver sobre sus pasos por alguna arteria paralela cuando tuviese oportunidad y así descubrir, si podía, alguna pista sobre lo que había al otro lado del muro.

Y eso hizo, pero sin éxito. Día tras día recorrió los fríos callejones de ladrillo, volviendo sobre sus pasos una y otra vez, extraviándose una veintena de veces durante la jornada, regresando repetidamente al corredor original como punto de referencia, incapaz de asimilar el carácter tortuoso de la arquitectura. De cuando en cuando, al regresar al lugar donde había escuchado la risa extraviada se paraba a escuchar, pero no se oía otra cosa que el latido de su corazón.

No parecía quedarle otra opción que regresar a aquel lugar espantoso, no a la luz del día, sino a la misma hora que la primera vez, cuando la madrugada chupa el valor del corazón y los miembros. Si oía de nuevo aquella risa enloquecida y si se repetía una y otra vez, con ese sonido como guía tal vez descubriría por fin, en la oscuridad, lo que se le escapaba de día.

Y así, reprimiendo su terror, emprendió el camino en la gélida oscuridad de la madrugada. Llegó a las proximidades del pasadizo de ladrillo y, mientras estaba aún a cierta distancia, oyó un sonido de llantos y gritos y, al acercarse más, una chillona llamada que parecía reverberar, como si algo se llamara a sí mismo, pues la voz que respondía parecía la misma.

Pero había miedo en la voz, o las voces, y, mientras escuchaba con la oreja pegada a la pared, lo que más llamó la atención del señor Excorio es que los gritos eran más débiles que la otra vez. Fuera lo que fuese lo que gritaba, había perdido mucha fuerza. En vano trató de seguir los sonidos hasta su origen. Su búsqueda por los laberintos de mampostería que había recorrido de día también de noche resultó infructuosa. En cuanto salió del corredor, el silencio descendió como un peso impalpable y de nada le sirvió su agudo oído.

Una y otra vez trató de localizar a la sufriente criatura, pues Excorio había empezado a comprender que era alguien que estaba al límite de sus fuerzas. Más que terror, lo que ahora sentía era una compasión ciega, una compasión que lo llevó al lugar noche tras noche, como si aquella tragedia innominada le pesara en la conciencia, como si estar allí para escuchar la voz cada vez más débil sirviera de algo. Sabía que no era así, pero no podía mantenerse al margen.

Llegó una noche en que, a pesar de sus esfuerzos, ya no pudo escuchar nada y, a partir de ese momento, nada volvió a quebrar el silencio.

Supo que, de alguna manera, le había llegado el fin a alguna criatura desquiciada. Nunca supo qué se había reído con aquella doble nota y qué había llamado y se había respondido con la misma voz terrible y apagada. Nunca supo que fue el último en oír las voces de sus señorías Cora y Clarisa ni que había estado tan sólo a unos metros de los aposentos a los que habían sido atraídas con engaños. Nunca supo que las gemelas habían languidecido tras las puertas cerradas de aquella prisión, que habían ido perdiendo la escasa cordura que les quedaba y su locura había ido aumentando hasta que, cuando las provisiones empezaron a faltarles y Pirañavelo dejó de visitarlas, supieron que la muerte estaba en camino. Cuando la debilidad las dominó, se tendieron una junto a la otra y, mirando el techo, murieron al mismo tiempo, al otro lado del muro.