El señor Excorio llevaba más de una hora sentado a la entrada de su cueva. El aire estaba inmóvil y las tres nubecillas que flotaban en el claro cielo gris llevaban allí todo el día.
La barba le había crecido mucho y los cabellos, que en otro tiempo llevara muy cortos, le caían ahora sobre los hombros. El sol le había tostado la piel y las penalidades de los últimos años habían añadido nuevas arrugas a su rostro.
Ahora formaba parte de los bosques: su vista era penetrante como la de un pájaro y su oído igual de agudo. Sus pasos se habían vuelto silenciosos y el crujido de sus rodillas había desaparecido. Tal vez el calor del verano había calentado la afección hasta hacerla desaparecer, porque, como sus ropas estaban desgarradas como follaje, sus rodillas quedaban en su mayor parte expuestas al sol.
Con tal coherencia se había fundido en un mundo de ramas, helechos y arroyos que no cabía duda de que había nacido para los bosques. Y sin embargo, a pesar de su dominio de los mismos, a pesar de que había sido incorporado a la soledad de los árboles innumerables como si fuera una rama más, a pesar de todo esto, sus pensamientos nunca se alejaban de aquel sombrío montón de mampostería que, aunque imponente y ruinoso, era, sin embargo, el único hogar que había conocido.
Pero a pesar de su anhelo de regresar a su lugar de nacimiento, Excorio no era un exiliado que se dejara llevar por el sentimentalismo. Sus pensamientos, cuando se volvían al castillo, no tenían en absoluto la naturaleza de los sueños. Eran pensamientos severos, turbulentos y especulativos que, lejos de volver a sus primeros recuerdos del lugar, se concentraban en el actual estado de cosas. En no menor medida que Bergantín, era tradicionalista hasta la médula y el corazón le decía que las cosas no marchaban como debieran.
¿Qué oportunidad había tenido de tomar el pulso de salones y torres? Aparte del fuego fatuo de su intuición y la innata taciturnidad de su temperamento, ¿en qué más basaba sus sospechas? ¿Se trataba simplemente de su arraigado pesimismo y del temor que, comprensiblemente, había ido creciendo desde su destierro de que, con él lejos, el castillo quedara debilitado?
Había poco más. Y, no obstante, de haber sido sus sospechas meras especulaciones, nunca habría emprendido, durante los veinte días anteriores, sus tres viajes ilícitos. Porque se había desplazado por los corredores en tinieblas del lugar y, aunque todavía no había descubierto nada tangible, casi de inmediato había percibido un cambio. Algo había sucedido o estaba sucediendo y era malévolo y subversivo.
Sabía perfectamente que los riesgos a que se exponía si lo encontraban en el castillo tras su destierro eran grandes y que sus posibilidades de descubrir en la oscuridad de los salones y corredores soñolientos la causa de su aprensión eran remotas. No obstante, se había atrevido a burlar la letra de la ley de los Groan con el propósito de descubrir, a su manera solitaria, si, como temía, su espíritu estaba enfermo.
Y mientras, sentado medio oculto entre los helechos que crecían a la puerta de su cueva, iba repasando mentalmente los incidentes de los últimos años que, de un modo u otro, habían hecho fructificar sus sospechas de juego sucio, de pronto tomó conciencia de que lo observaban.
No había oído nada, pero el sexto sentido que había desarrollado en los bosques le advirtió. Era como si algo le hubiese golpeado levemente entre los omoplatos.
Al instante sus ojos recorrieron el escenario que tenía delante y los vio de inmediato, inmóviles en la linde de un bosque a cierta distancia a su derecha. Los reconoció al momento, aunque la muchacha había crecido hasta el punto de resultarle casi una desconocida. ¿Era posible que no lo reconocieran a él? No cabía duda de que lo estaban mirando. No había tenido en cuenta lo distinto que debía de parecerles, sobre todo a Fucsia, con los cabellos largos, la barba y los harapos que vestía.
Pero cuando los jóvenes empezaron a correr en su dirección, él se puso de pie y salió a su encuentro sobre las rocas.
Fue Fucsia la primera en reconocer al demacrado exiliado. Allí estaba ante él, con poco más de veinte años, una muchacha morena y extrañamente melancólica, llena de amor y odio, de valor, rabia y ternura. Estas cosas existían tan puras en su pecho que parecía injusto que alguien llevara una carga tan ardiente.
Para Excorio, Fucsia fue una revelación. Siempre que había pensado en ella la había seguido imaginando como una niña y de pronto tenía delante a una mujer sonrojada, emocionada, con la mirada fija en su rostro y los brazos en jarras mientras recobraba el aliento.
El señor Excorio inclinó la cabeza en deferencia a su visitante.
—Señoría —dijo, pero antes de que Fucsia pudiese responder, Titus se acercó con los cabellos sobre la cara.
—¡Te lo dije! —dijo jadeante—. ¡Te dije que lo encontraría! Te dije que llevaba barba y que había hecho un embalse, y allí está su cueva, que es donde dormí y donde cocinamos y… —se interrumpió para recobrar aliento y luego añadió—: Hola, señor Excorio. ¡Tiene usted un aspecto extraordinario y salvaje!
—¡Ah! —dijo Excorio—. Probablemente, señoría, la vida precaria, no cabe duda. Más días que cenas, señoría.
—¡Oh, señor Excorio! —exclamó Fucsia—. ¡Me alegro tanto de volverlo a ver! Fue usted siempre tan amable conmigo… ¿Está usted bien aquí, viviendo solo?
—Pues ¡claro que está bien! —terció Titus—. Es una especie de salvaje. ¿Verdad que sí, señor Excorio?
—Muy parecido, señoría —dijo Excorio.
—Oh, tú eras muy pequeño y no puedes acordarte, Titus —dijo Fucsia—. Yo lo recuerdo todo. El señor Excorio era el principal sirviente de padre…, estaba por encima de todos los demás, ¿verdad, señor Excorio?… hasta que desapareció…
—Lo sé —repuso Titus—. Lo he oído todo en la clase de Bellobosque, me lo contaron todo.
—Ellos no saben nada —dijo Excorio—. Ellos no saben nada, señoría. —Se había vuelto hacia Fucsia e, inclinando la cabeza de nuevo, añadió—: La invito humildemente a entrar en mi cueva para reposar, resguardarse del sol y beber agua fresca.
El señor Excorio abrió la marcha hacia la cueva y cuando hubieron franqueado la entrada y mostrado a Fucsia la doble chimenea y bebido abundantemente del manantial, pues estaban sedientos y acalorados, Titus se tendió bajo la pared cubierta de helechos del fondo de la cueva y su harapiento anfitrión se sentó a cierta distancia. Con los brazos en torno a las espinillas y el peludo mentón apoyado en las rodillas, miraba fijamente a Fucsia.
Al advertir el infantil escrutinio de Excorio, ella, por su parte, no le dio motivo para sentirse avergonzado, pues sonreía cuando sus ojos se encontraban, aunque su mirada se paseaba por las paredes y el techo o, volviéndose a Titus, le preguntaba si en su anterior visita había reparado en tal o cual cosa.
Pero llegó un momento en que se hizo el silencio en la cueva, uno de esos silencios difíciles de romper que, por extraño que parezca, fue finalmente roto por el señor Excorio, el más reservado de los tres.
—Señorías… —dijo.
—¿Sí, señor Excorio? —dijo Fucsia.
—Yo estado lejos, desterrado muchos años, señoría. —Abrió los severos labios como para continuar, pero tuvo que cerrarlos por falta de una expresión adecuada. Pero al poco comenzó de nuevo—. Perdido contacto, lady Fucsia, pero perdonadme… debo haceros preguntas.
—Por supuesto, señor Excorio. ¿Qué clase de preguntas?
—Yo sé de qué clase —dijo Titus—. Sobre lo que ha ocurrido desde la última vez que estuve aquí y sobre lo que se ha descubierto, ¿no es verdad, señor Excorio? Y sobre la muerte de Bergantín y…
—¿Bergantín muerto? —La voz de Excorio sonó brusca y áspera.
—Oh, sí —dijo Titus—. Se quemó vivo, ¿verdad que sí, Fucsia?
—Sí, señor Excorio. Pirañavelo trató de salvarle.
—¿Pirañavelo? —murmuró la alta y harapienta figura inmóvil.
—Sí —dijo Fucsia—. Está muy enfermo. He ido a visitarlo.
—¡No puede ser! —exclamó Titus.
—Desde luego que sí, y pienso volver. Sus quemaduras son terribles.
—No quiero que lo veas —dijo Titus.
—¿Por qué no? —replicó Fucsia; la sangre empezaba a subírsele a las mejillas.
—Porque es un…
Pero Fucsia le interrumpió.
—¿Qué… sabes… tú… de… él? —dijo serenamente, aunque le temblaba la voz—. ¿Es un crimen que sea más brillante de lo que nunca llegaremos a ser? ¿Es culpa suya que esté desfigurado? —Y, en un arrebato, añadió—: ¿O que sea tan valiente?
Volvió la mirada a su hermano y vio en sus rasgos algo infinitamente cercano a ella, algo que parecía un reflejo de su propio corazón, y se sintió como si estuviese mirándose a los ojos.
—Lo siento —dijo—, pero no hablemos más de él.
Pero eso era justamente lo que Excorio quería hacer.
—Señoría —dijo—. El hijo de Bergantín… ¿entiende…? ha sido formado como… Guardián de los Documentos… Custodio de la ley de los Groan… ¿va todo bien?
—Nadie ha podido encontrar a su hijo, si es que llegó a tenerlo —dijo Fucsia—. Pero todo va bien. Bergantín llevaba varios años instruyendo a Pirañavelo.
Excorio se puso de pie bruscamente, como si una cuerda invisible hubiera tirado de él desde lo alto, y volvió la cabeza para ocultar su cólera.
—¡No! ¡No! —exclamó para sí, y luego, con voz audible, añadió—: Pero ¿Pirañavelo no estaba enfermo, señoría?
Fucsia lo miraba sorprendida. Ni Titus ni ella comprendían por qué repentinamente se había puesto de pie.
—Sí —respondió—. Se quemó al intentar salvar a Bergantín de las llamas y guarda cama desde hace meses.
—¿Cuánto tiempo más, señoría?
—El doctor dice que podrá levantarse dentro de una semana.
—¡Pero el Ritual! ¡Las instrucciones…! ¿Quién las ha dado? ¿Quién ha dirigido los Procedimientos, día tras día, interpretado los Documentos…? ¡Oh, Dios! —exclamó Excorio, incapaz de seguir controlándose—. ¿Quién ha dado vida a los símbolos? ¿Quién ha hecho girar los engranajes de Gormenghast?
—Todo va bien, señor Excorio. Todo va bien. Pirañavelo no se concede reposo. No fue instruido en vano. Está cubierto de vendajes pero lo dirige todo desde su lecho de enfermo. Cada mañana, treinta o cuarenta hombres acuden allí a la vez y los entrevista a todos. Tiene junto a él centenares de libros y las paredes están cubiertas de mapas y diagramas. No hay nadie más que pueda hacerlo. Trabaja sin descanso allí tendido. Trabaja con su cerebro.
Pero Excorio golpeó la pared con la mano, como para descargar su ira.
—¡No! ¡No! —dijo—. No es Maestro del Ritual, señoría, no para siempre. No tiene amor, señoría, no tiene amor por Gormenghast.
—Quisiera que no existiese ningún Maestro del Ritual —dijo Titus.
—Señoría —dijo Excorio tras un silencio—, no sois más que un muchacho. No tenéis conocimiento. Pero aprenderéis de Gormenghast. Agrimoho y Bergantín, ambos quemados —continuó, casi sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—. Padre e hijo… padre e hijo…
—Puede que no sea más que un muchacho —dijo Titus con vehemencia—, pero si supiera que hemos llegado hasta aquí por el pasadizo secreto debajo de la tierra que yo descubrí, ¿verdad, Fucsia?, entonces… —pero tuvo que callar, porque la frase era demasiado complicada para él—. Pero ¿sabe? —continuó, empezando de nuevo—, para salir del castillo hemos avanzado en la oscuridad iluminándonos con velas, a veces gateando, pero la mayor parte del camino andando derechos, excepto la última milla, donde el túnel desemboca, aunque usted no lo descubriría nunca, al pie de una loma, como la boca de una madriguera de tejón, no lejos de aquí, al otro lado del bosque donde usted nos vio. Por eso nos ha costado encontrar su cueva, señor Excorio, porque la última vez que vine hice casi todo el camino a caballo y luego por el robledal… y, oh, señor Excorio, ¿fue un sueño o vi de verdad una cosa voladora y le hablé a usted de ella? A veces pienso que fue un sueño.
—En efecto, lo fue —dijo Excorio—. Pesadilla, sin duda —comentó y, reacio a hablarle a Titus de la «cosa voladora», preguntó—: ¿Túnel hasta el castillo, señoría?
—Sí —respondió Titus—, negro y secreto, y huele a tierra y a veces hay vigas de madera para sostener el techo y hormigas por todas partes.
Excorio volvió la vista a Fucsia como en busca de confirmación.
—Es cierto —dijo ella.
—Y ¿está cerca, señoría?
—Sí —contestó Fucsia—. En el bosque que hay del otro lado del valle cercano. Allí es donde acaba el túnel.
Excorio los miró, primero al uno y luego a la otra. La noticia de la existencia del pasaje subterráneo parecía haber tenido en él un efecto considerable, aunque no se les ocurría por qué, pues, aunque para ellos había sido una aventura fantástica y muy real, sabían por amarga experiencia que lo que para ellos era maravilloso por lo común tenía poco interés para el mundo adulto.
Pero el señor Excorio estaba hambriento de detalles: ¿De qué punto del castillo partía el pasadizo? ¿Les había visto alguien en el corredor de las estatuas? ¿Podían encontrar el camino de regreso a ese corredor cuando el túnel se abría en aquel mundo muerto de salones y pasillos silenciosos? ¿Podían conducirle hasta la loma donde concluía el túnel?
Por supuesto que podían. Emocionados por el hecho de que una persona mayor, pues Fucsia no se consideraba adulta, estuviese tan entusiasmada por su descubrimiento como ellos mismos, no tardaron en echar a andar hacia el bosque.
Excorio había visto de inmediato mucho más en el descubrimiento de los jóvenes de lo que éstos podían imaginar. Si era cierto que a pocos minutos de su cueva existía para Excorio, por así, decir, una puerta abierta que conducía al corazón de su venerable hogar, un camino que podía recorrer si lo deseaba cuando la luz del día brillaba sobre los campos y bosques casi dos metros por encima de su cabeza, sin duda sus posibilidades de arrancar de raíz cualquier mal que acechara Gormenghast, de seguirle el rastro hasta su origen, se verían enormemente incrementadas. Pues no había sido fácil entrar en el castillo sin ser visto y hacer, a veces a la luz de la luna, aquellos largos viajes al descubierto desde su cueva hasta las Murallas Exteriores y de allí, a través de los patios y espacios abiertos, hasta los edificios interiores y las habitaciones y pasadizos que tenía en mente.
Pero si lo que ellos decían era cierto, podría salir de detrás de aquella estatua en el corredor de las tallas en cualquier momento del día o de la noche y encontrar la lúgubre anatomía del lugar a su entera disposición.