—Querida —dijo Bellobosque—, sin duda no es serio que hagas esperar a tu prometido tanto tiempo, aunque sólo sea el director de Gormenghast. ¿Por qué demonios te retrasas siempre tanto? Cielo santo, Irma, no soy precisamente un jovenzuelo que encuentra romántico verse regado por los hediondos cielos. ¿Dónde has estado, por el amor de Dios?
—¡Me siento tentada de no contestar! —exclamó Irma—. ¡Qué humillación! ¿Es que no significa nada para ti que quiera enorgullecerme de mi aspecto, que me ponga guapa para ti? Para ti, hombre, para ti. Me rompe el corazón.
—No me quejo a la ligera, amor mío —replicó Bellobosque—. Como he dicho, no puedo soportar las inclemencias del tiempo igual que un jovencito. Citarnos aquí fue idea tuya y no podías haber elegido peor, pues no hay ni un mísero arbusto bajo el que cobijarse. El reumatismo me aqueja, tengo los pies empapados. Y ¿por qué? Porque mi prometida, Irma Prunescualo, una dama de extraordinarias virtudes en otros aspectos (siempre lo son en otros aspectos), quien dispone de todo el día para depilarse las cejas, cosechar los manojos de largos cabellos grises y cosas por el estilo, no puede organizarse… O bien podríamos decir que se ha vuelto informal en lo que atañe a su pretendiente. ¿Podríamos hablar de informalidad, querida?
—¡Eso nunca! —exclamó Irma—. ¡Eso nunca, querido! Es únicamente mi deseo de que me consideres digna lo que alarga mi aseo. Queridísimo, debes perdonarme. Debes perdonarme.
Bellobosque se recogió la toga sobre los hombros en grandes bandas. Mientras hablaba, había estado mirando el cielo encapotado, pero al fin volvió su noble rostro hacia ella. El paisaje que les rodeaba estaba neblinoso a causa de la lluvia y el árbol más próximo era un borrón gris dos campos más allá.
—Me pides que te perdone —dijo Bellobosque, y cerró los ojos—. Y así lo hago, así lo hago. Pero recuerda, Irma, que una esposa puntual me complacería. Quizá podrías practicar un poco para que cuando llegue el momento no tenga motivo de queja. Y ahora ¿verdad que no hablaremos más del asunto?
Volvió la cabeza hacia el otro lado, porque aún no había aprendido a reprenderla sin esbozar una blanda sonrisa de gozo. Y por eso, con la cara vuelta, descubrió sus dientes cariados mirando hacia un seto lejano.
Irma se cogió de su brazo y empezaron a caminar.
—Querido —dijo ella.
—¿Sí, mi amor? —respondió Bellobosque.
—¿Verdad que es mi turno para quejarme?
—¡Tu turno es, mi amor! —Alzó la testa leonina y se sacudió con felicidad la lluvia de la melena.
—No te enfadarás conmigo, ¿verdad, querido?
Él enarcó las cejas y cerró los ojos.
—No me enfadaré, Irma. ¿Qué es lo que deseas decirme?
—Se trata de tu cuello, querido.
—¿Mi cuello? ¿Qué le pasa a mi cuello?
—Está muy sucio, querido. Lo está desde hace semanas… ¿No crees que…?
Pero Bellobosque se había puesto tieso como un palo junto a ella y descubrió sus dientes en una mueca de impotencia.
—Oh, apestosos infiernos —murmuró—. ¡Oh, apestosos y condenados infiernos!