Circundando las murallas exteriores del castillo de Gormenghast, la ciudad de barro de los Moradores de Extramuros se extendía desordenadamente bajo el sol y las miles de chozas que la formaban salpicaban la tierra como los montículos de las toperas. Estos Moradores o Tallistas Brillantes, como a veces se los llamaba, poseían rituales propios tan sacrosantos como los del castillo.
Amargados por la pobreza y propensos a esas enfermedades que medran en la miseria, eran sin embargo un pueblo orgulloso y fanático. Orgulloso de sus tradiciones, de su habilidad para tallar, orgullosos, parecía, de su miseria. Que uno de sus miembros los abandonara y se hiciese rico hubiera sido para ellos causa de vergüenza y humillación. Pero semejante posibilidad era impensable. Su orgullo radicaba justamente en su oscuridad, en su anonimato. Todo lo demás era inferior, a excepción de la familia de los Groan, a quienes rendían vasallaje y bajo cuya protección se les permitía aferrarse a las Murallas Exteriores. Cuando los grandes sacos de mendrugos eran descolgados mediante cuerdas desde lo alto de aquellas murallas, cerca de mil por vez descendiendo simultáneamente, los recibían (se recibía este gesto del castillo honrado por el tiempo) con una especie de desdén. Eran ellos, los Tallistas Brillantes, quienes honraban al castillo; eran ellos quienes condescendían a desenganchar las cuerdas cada mañana del año para que los sacos vacíos pudieran ser izados de nuevo. Y a cada bocado de aquellos mendrugos secos (que, junto con las raíces que encontraban en el bosque vecino, constituían toda su dieta), sabían que estaban honrando los hornos del castillo.
Se trataba, quizá, del orgullo de los sojuzgados, una suerte de compensación, pero para ellos era muy real. Y no es que careciera de base, pues en sus tallas mostraban un genio para el color y la ornamentación que no tenía parangón en la vida del castillo.
Taciturnos y amargados a causa de sus ancestrales antipatías, su enemistad más enconada se dirigía, no obstante, no contra quienes vivían dentro de las murallas, sino contra aquellos de su propia clase que de alguna manera menospreciaban sus costumbres. En el corazón de su vida azarosa e insólita se escondía una ortodoxia dura como el acero. Sus convenciones estaban como atrapadas por el hielo. Moverse entre ellos durante un día sin conocer sus innumerables reglas sería cortejar el desastre. La falta más flagrante del habitual decoro físico coexistía con una innata mojigatería violenta e implacablemente cruel.
Para un niño, ser ilegítimo significaba ser odiado como algo enfermo. Y no sólo eso. Un bebé bastardo era temido. Existía la arraigada creencia de que, de alguna manera, el fruto de amores prohibidos era malévolo. Invariablemente, la madre era condenada al ostracismo, pero sólo al niño había que temer; era, de hecho, un embrión de bruja.
Sin embargo, nunca lo mataban, porque matarlo sería matar sólo el cuerpo y su fantasma acosaría al ejecutor.
En una callejuela llena de moscas que serpenteaba bajo una curva de las Murallas Exteriores, el crepúsculo empezó a depositarse como el polen, y fue ganando intensidad hasta que la callejuela y los irregulares tejados de juncos y barro quedaron anegados en él.
Una hilera de mendigos, sentados a lo largo de la pared de ese callejón o callejuela, parecían brotar del polvo. Éste les cubría tobillos y muslos como un mar gris y muerto, como si hubiera subido la marea, una suave marea de polvo voluptuosamente delicada y liviana.
Y entre este vulgar polvo de color paloma permanecían, con la espalda recostada contra las paredes de barro de alguna choza calentada por el sol. Aquéllos eran sus lujos, el suave polvo y el aire cálido lleno de moscas.
Sentados allí, quietos, en silencio, mientras caía la noche, observaban fijamente unas pocas figuras que al otro lado del callejón, una vez concluida su jornada de talla, recogían sus cinceles, espátulas y mazos y regresaban con ellos a sus respectivas chozas.
Hasta hacía un año, los Tallistas Brillantes no tenían necesidad de guardar las esculturas en la seguridad de sus hogares. Éstas permanecían toda la noche al raso, pues nadie las tocaba. Ni el más ruin de sus vándalos se habría atrevido a tocar o mover siquiera un centímetro el trabajo de otro.
Pero las cosas habían cambiado. Las tallas ya no estaban seguras. Algo terrible había sucedido. Y así, los mendigos sentados junto al muro miraban la retirada de las esculturas de madera. Hacía ya doce meses que sucedía de ese modo, un atardecer tras otro, pero aún no se habían acostumbrado. No lograban hacerse a la idea. Durante toda su vida habían visto la luz de la luna sobre los desiertos callejones y, flanqueando estos callejones, las tallas de madera como centinelas junto a cada puerta. Pero ahora, cuando oscurecía, el corazón de las calles desaparecía; una resonancia, una belleza abandonaba los callejones.
Y por eso, al atardecer, observaban con una especie de asombro impotente cómo los jóvenes se afanaban por guardar los a menudo voluminosos y pesados caballos, con sus crines como manojos de espuma marina, o los moteados dioses del bosque de Gormenghast, con sus cabezas extrañamente ladeadas. Contemplaban todo esto y sabían que una plaga se había abatido sobre la única actividad para la que vivían los Moradores.
Nada decían aquellos mendigos pero, sentados en el blando polvo, en lo más recóndito de sus pensamientos todos tenían la imagen de una niña, una niña ilegítima, una paria, una criatura que aún no tendría doce años pero era un cuervo, una serpiente, una bruja, en suma, una amenaza para ellos y para sus tallas.
Aquel primer ataque a medianoche, secreto, silencioso y de una terrible maldad, se había producido hacía cosa de un año.
Al alba, habían hallado una gran escultura de bruces en el polvo y con el cuerpo marcado por las largas heridas de un cuchillo de sierra, y habían desaparecido algunas tallas más pequeñas. Desde aquel malvado y silencioso asalto, una veintena de obras habían sido mutiladas y robadas un centenar de ellas, tallas no mayores que una mano pero de un virtuosismo, ritmo y color poco corrientes. No había duda acerca de la autoría de tales fechorías. Era la Criatura. Desterrada por bastarda desde el día del suicidio de su madre, aquella niña había sido una espina clavada en la carne de los Moradores. Vivía como un animal salvaje y era igualmente indomable. Ladrona por naturaleza, se había convertido, incluso antes de escapar, en una leyenda, una criatura del mal.
Iba siempre sola, pues parecía inconcebible que pudiera ir acompañada. Su autosufiencia no tenía puntos débiles. Robaba para comer, desplazándose en la noche como una sombra, con el rostro absolutamente inexpresivo y los miembros ligeros y rápidos como una vara de avellano. O bien desaparecía durante meses para, de pronto, reaparecer saltando de terrado en terrado y desgarrar el aire de la tarde con agudos gritos de escarnio.
Los Moradores maldecían el día en que nació; la Criatura que no podía hablar pero sí trepar rauda por el tronco de un árbol sin ramas, según se rumoreaba; y que podía flotar en el aire una veintena de kilómetros en alas de un viento potente.
Maldecían a la madre que la trajo al mundo, Keda, la muchacha oscura, que había sido requerida en el castillo y había amamantado al pequeño Titus. La maldecían a ella y maldecían a la niña, pero tenían miedo, miedo de lo sobrenatural. Y les oprimía una sensación de pavor por el hecho de que la indómita Criatura fuera hermana de leche del conde, lord Groan de Gormenghast, Titus, el septuagésimo séptimo.