CUARENTA

El polvo que cubría el lúgubre lomo del castillo se calentaba al sol y los pájaros dormitaban a la sombra de las torres. Sólo se escuchaba el zumbido de las abejas que sobrevolaban los macizos de hiedra y, en la verde quietud del mediodía, el espíritu del bosque de Gormenghast contenía el aliento como un buceador. No se oía nada. Las horas se sucedían y todas las cosas dormían o estaban sumidas en un estado de trance. Unas sombras de color miel moteaban los troncos de los grandes robles y las prodigiosas ramas se extendían como los brazos de reyes de antaño y parecían doblarse bajo el peso de sus ajorcas de oro, los brazaletes de sol. La tarde dorada parecía no tener fin y, de pronto, algo cayó desde una rama alta y el débil siseo de las hojas por entre las que pasó despertó la región. Durante un momento la quietud había sido traspasada, pero la herida se cerró casi al instante.

¿Qué era lo que había caído a través del silencio? Hasta un gato montés hubiera vacilado antes de dejarse caer desde tanta altura a través de la penumbra verde. Pero no había sido un gato, sino algo humano, lo que se había puesto en pie, salpicado de sombras en forma de hoja, una niña con el espeso cabello cortado a ras de cabeza y el rostro pecoso como un huevo de pájaro. Cuando la niña empezó a moverse, se hubiera dicho que su cuerpo, esbelto y sin duda delgado, carecía de peso.

Los rasgos de su rostro eran indescriptibles, a decir verdad, vacíos. Era como si la niña llevara una especie de máscara, ni agradable ni desagradable, algo que ocultaba sus pensamientos antes que revelarlos. Y sin embargo, al mismo tiempo, aunque no había en su cara nada que mereciera recordarse, nada llamativo, la cabeza estaba colocada de tal modo sobre el cuello, el cuello, tan perfectamente ajustado sobre los esbeltos hombros y los movimientos de estos tres elementos tan expresivos en su relación que se habría dicho no sólo que no faltaba nada, sino que, de haber tenido el rostro vida propia, ello hubiera estropeado el aire distante y sobrenatural que la niña poseía.

Permaneció allí unos instantes, totalmente sola en el robledal soñoliento, y, con movimientos extrañamente rápidos de sus dedos, empezó a desplumar un tordo que, durante su larga caída a través del follaje, había arrancado de una rama y estrangulado con su feroz manita.