En su habitación, Bergantín estaba sentado con la pierna seca encogida bajo la barbilla. Sus cabellos, sucios como una telaraña infecta, le caían por la cara, secos y sin vida. Su piel, igualmente inmunda con sus fisuras legamosas, sus grietas como de queso y sus manchas, también estaba seca: era un terreno árido y en apariencia muerto, tan yermo como la luna y, sin embargo, en su centro brillaban unos lagos malévolos, sus ojos acuosos y repulsivos.
Del otro lado de la ventana rota que había en el otro extremo de la habitación se extendían las aguas estancadas del foso.
Llevaba más de una hora sentado allí, con su única pierna encogida bajo la cara, la muleta apoyada en el respaldo de la silla, las manos entrelazadas en torno a la rodilla y un mechón de su barba entre los dientes. Ante él, desparramados sobre la mesa, había al menos una docena de libros: libros de ritual y precedentes, libros de concordancias, claves y documentos secretos. Pero sus ojos no los miraban. No menos implacables por estar desenfocados y centellear, húmedos, en sus cuencas secas, no pudieron ver que una sombra había entrado en la habitación; que, intangible como el aire aunque perfilada en extremo, se había erguido contra las altas hileras de libros, libros de todas las formas y en todos los estadios de deterioro, que brillaban a la escasa luz excepto allí donde esta sombra se proyectaba sobre ellos, negra como si viniera del infierno.
Y mientras estaba allí sentado, ¿en qué pensaba aquel enano arrugado e inmundo?
Pensaba en el cambio que se había producido en los mecanismos de Gormenghast, en los mecanismos de su corazón y en el carácter de su pensamiento. Algo tan sutil que le resultaba imposible determinar qué era. Algo que no alcanzaba a localizar utilizando su raciocinio y que sin embargo le llenaba las narices con su olor. Sabía que era malévolo, pues cualquier cosa que oliera a insurrección, que desafiase o conspirase para contravenir los antiguos procedimientos, era malévola a los ojos de Bergantín.
Gormenghast ya no era como antes, lo sentía. Algo diabólico se escondía entre las frías piedras. Y sin embargo, Bergantín no podía concretarlo, no podía precisar qué era lo que tanto había cambiado. No era porque fuese un anciano. No se mostraba sentimental con respecto a los días de su juventud. Habían sido oscuros y sin amor, pero no se compadecía. El sólo sentía amor, uno ciego, apasionado y cruel, hacia la letra muerta de la ley del castillo. La amaba con una pasión tan ardiente como su odio. Por los miembros del linaje de Groan sentía menos respeto que por el más vulgar y aburrido de los rituales que estaban destinados a ejecutar. Sólo en la medida en que eran símbolos inclinaba ante ellos su andrajosa cabeza. No sentía ningún afecto por Titus, sólo por lo que significaba como el último eslabón de la gran cadena. Había algo en la forma de moverse del muchacho, una inquietud, una independencia que le irritaba. Era casi como si aquel heredero de un mundo de torreones hubiera conocido otros climas, tierras cálidas y clandestinas, y los movimientos febriles y erráticos de los miembros del niño fueran el reflejo de lo que habitaba y se hacía fuerte en su imaginación. Era como si su cerebro, en regiones remotas y seductoras, enviara sus mensajes perturbadores a los pequeños huesos, a los tejidos del muchacho, de manera que había en sus movimientos algo distante y ominoso.
Pero, sabiendo que el septuagésimo séptimo conde nunca se había alejado a más de una jornada de viaje de su lugar de nacimiento, Bergantín escupió, por así decir, estas reflexiones de su perplejo pensamiento. Sin embargo, le quedó un cierto regusto, el regusto de algo ácido, algo rebelde. El joven conde era demasiado autosuficiente, como si el niño imaginara que tenía una vida propia ajena a la vida de Gormenghast.
Y no era el único. Estaba también el joven Pirañavelo, un discípulo ciertamente avispado y útil, pero, por esa misma razón, peligroso. ¿Qué hacer con él? Había aprendido demasiado. Había abierto libros que no le correspondía abrir y medrado demasiado de prisa. Había algo en él que lo apartaba de la vida del castillo, algo sutilmente ajeno, algo oculto.
Bergantín cambió de posición en la silla gruñendo de irritación tanto por la punzada de dolor que el cambio de postura provocó en su pierna seca como por la frustración de no poder hacer otra cosa que roer los filos de sus sospechas. Como maestro de la ley de los Groan, ansiaba pasar a la acción, acabar, si era necesario, con una veintena de descontentos, pero no había nada claro, no existía un objetivo tangible, nada definido a lo que dirigir su fuego. Lo único que sabía era que, si descubría que Pirañavelo había abusado, por poco que fuera, de la confianza que, a regañadientes, había depositado en él, ejercería toda su autoridad y haría despeñar a ese pollo pálido desde la Torre de los Pedernales; lo golpearía con el veneno implacable del fanático para quien no existen en el mundo términos medios, sólo los ciegos extremos de lo negro y lo blanco. Pecar era pecar contra Gormenghast. El mal y la duda eran una misma cosa. Dudar de las piedras sagradas era profanar la divinidad. Y esa maldad rondaba por algún lugar, cercana pero invisible. Sus sentidos la percibían, pero en cuanto volvía el cerebro, por así decir, para mirar sobre el hombro de su pensamiento, desaparecía y ya no quedaba nada palpable, a excepción de los hierofantes, que iban de acá para allá absortos en sus ocupaciones.
¿Es que no había forma de tenderle una trampa a esa maldad esquiva y descubrir su rostro a la luz o bien de acallar sus sospechas? Porque eran dañinas y lo mantenían despierto durante las largas horas de la noche, acosándolo, como si la enfermedad del castillo fuese también la suya.
—Por la sangre del infierno —susurró, y el susurro rechinó como la grava—, lo descubriré aunque se esconda como un murciélago en las criptas o como una rata en las buhardillas meridionales.
Se rascó la entrepierna y el trasero de un modo repugnante y volvió a cambiar de postura en la alta silla.
En ese momento, la sombra que cubría los anaqueles se desplazó ligeramente. La silueta entera se alejó de la puerta y los hombros parecieron elevarse mientras el cuerpo impalpable de la cosa ondeaba sobre un centenar de lomos de cuero.
Los ojos de Bergantín se concentraron durante unos instantes mientras recorrían los documentos que había sobre la mesa e, inoportunamente, le asaltó el recuerdo de haber estado casado. No recordaba qué había sido de su esposa y supuso que había muerto.
No se acordaba de su cara, pero sí —y quizá la visión de los papeles que tenía delante había evocado el imprevisto recuerdo— de que, mientras lloraba, casi sin conciencia de ello, la mujer construía barcos de papel que, humedecidos por sus lágrimas y ennegrecidos por sus manos agrietadas, hacía navegar por el puerto de su regazo o dejaba varados por el suelo o sobre la estera de cuerda de su cama, amontonados, como hojas caídas, húmedos, ennegrecidos y frágiles, en dispersos escuadrones, una armada de pesar y locura.
Y entonces, con un sobresalto, recordó que ella le había dado un hijo. ¿O era una hija? Habían pasado más de cuarenta años desde que hablara con su hijo. Sería difícil encontrarlo ahora, pero tenía que ser hallado. Lo único que recordaba es que tenía una marca de nacimiento que le cubría la mayor parte de la cara y que era bizco.
Con la vista vuelta a los días pasados, una serie de imágenes flotaron vacilantes ante sus ojos y, en todas ellas, se vio como alguien con la cabeza perpetuamente alzada, como alguien que llegaba a la altura de las rodillas de los demás, como blanco de burlas y desprecio. En su imaginación vio el desarrollo del odio, sintió de nuevo que le derribaban la muleta de una patada y los abucheos de los chiquillos detrás: «¡Pierna podrida, espinazo podrido! ¡Ja, ja! ¡Bergantín!».
Todo eso era cosa del pasado. Ahora era temido, temido y odiado.
De espaldas a la puerta y a los anaqueles, no pudo ver que la sombra se movía de nuevo. Alzó la cabeza y escupió.
Cogiendo un trozo de papel, comenzó a construir un barco sin ser consciente de lo que hacía.
«Ya ha durado demasiado —se dijo—, demasiado, por la sangre de las brujas. Tiene que marcharse. Está acabado. Muerto. Ultimado. Finiquitado. He de volver a estar solo o, por la polla del gran mono, pondré en peligro los Secretos Ocultos. Con su condenada eficacia, me arrebatará las llaves».
Y mientras murmuraba para sí, la sombra del joven del que hablaba se fue deslizando inexorablemente sobre los lomos de los libros y se detuvo a una docena de pies de Bergantín, mientras, al mismo tiempo, el cuerpo de Pirañavelo se situaba inmediatamente detrás de la silla del tullido.
No había sido fácil para el joven decidir de qué manera mataría a su amo. Tenía muchos medios a su disposición. Sus incursiones nocturnas al dispensario del doctor le habían proporcionado una siniestra gama de venenos. Su bastón de estoque era de una eficacia casi excesivamente obvia. Su tirachinas no era ningún juguete, sino un instrumento letal como una pistola y silencioso como una espada. Conocía el modo de partir el cuello con el canto de la mano y sabía lanzar una navaja con extraordinaria precisión. No en vano había dedicado un determinado número de minutos cada mañana durante varios años a lanzar su cuchillo contra el maniquí que tenía en su cuarto.
Pero no le interesaba solamente despachar al viejo. Tenía que matarlo de un modo que no dejara rastro, deshacerse del cadáver y, al mismo tiempo, mezclar placer y negocios en una proporción en la que ninguno de los componentes quedara en inferioridad. Tenía viejas cuentas que saldar. Había soportado el escarnio y los escupitajos del marchito tullido. Limitarse a quitarle la vida de la manera más rápida sería un climax vacío, vergonzoso.
Sin embargo, lo que realmente sucedió y el modo en que Bergantín terminó muriendo en presencia de Pirañavelo no tuvo nada que ver con el plan que el joven se había trazado. Porque, cuando él se situó detrás de la silla de su víctima, el anciano se inclinó hacia delante sobre sus libros y papeles y acercó un herrumbroso candelabro de tres brazos; después de no poco rebuscar entre sus harapos, finalmente encendió las velas. Esto produjo el doble efecto de hacer que la sombra de Pirañavelo se deslizara furtivamente por la pared cubierta de libros y de privarla de su fuerza.
Desde donde estaba, Pirañavelo podía ver, por encima del hombro de Bergantín, las llamas de color miel de las tres velas. Parecían hojas de bambú, delicadas y esbeltas, y temblaban en la oscuridad. La silueta de Bergantín se recortaba contra el resplandor de las velas y, de pronto, cuando el anciano cambió de posición y Pirañavelo tuvo una imagen más clara de las llamitas, al joven se le ocurrió una idea que hizo que todos sus planes anteriores, cuidadosamente preparados para despachar al viejo y deshacerse de su cuerpo, le parecieran propios de un aficionado por carecer de aquella engañosa simplicidad que es el sello de todo gran arte; de aficionado a pesar de todo su ingenio y precisamente a causa de éste.
Pero allí, ante él, tenía dispuesto un candelabro con tres llamas de oro que lamían la lóbrega atmósfera. Y allí, al alcance de su mano, estaba el viejo al que deseaba matar, pero no demasiado de prisa, un viejo cuya piel y barba y cuyos harapos estaban tan secos e inflamables que satisfarían al incendiario más exigente. ¿Qué podía ser más fácil para un hombre tan anciano como Bergantín que inclinarse sin querer sobre su trabajo y que su barba se prendiera con las velas? ¿Qué podía ser más entretenido que contemplar al irritable y mugriento tirano presa de las llamas, con los harapos ardiendo, la piel humeando y la barba saltando como un pez carmesí? Sólo quedaría pendiente que, después de un tiempo prudencial, Pirañavelo descubriera el cadáver calcinado y alertara al castillo.
El joven miró alrededor. La puerta por la que había entrado estaba cerrada. A esa hora era poco probable que nadie los molestara. La áspera respiración de Bergantín no hacía sino acentuar el silencio de la habitación.
En cuanto Pirañavelo se dio cuenta de las ventajas de pegarle fuego a la deforme silueta, encogida como la de un gnomo negro, que tenía delante, sacó la hoja del estoque y la levantó hasta que la punta de acero estuvo a unos centímetros del cuello de Bergantín, debajo de su oreja izquierda.
A punto de cometer la tremenda y sangrienta acción, una especie de rabia fría y ponzoñosa invadió a Pirañavelo. Tal vez la raíz seca de una conciencia largo tiempo acallada se agitó por un momento en su pecho. Tal vez, durante aquel segundo crucial, recordó sin quererlo que matar a un hombre conlleva un sentimiento de culpa; y tal vez por aquel momentáneo desvío de su propósito el odio le cruzó por la cara, como si un mar helado se transformara de pronto en un turbulento tumulto de aguas indómitas. Pero las olas se apaciguaron tan de prisa como se habían levantado. Una vez más, su blanco rostro recobró su terrible equilibrio. La punta del estoque había temblado bajo la oreja carcomida por los años, pero volvió a quedar inmóvil.
En ese momento, alguien llamó a la puerta. La vieja cabeza se volvió al oírlo, aunque en dirección contraria al estoque, de manera que Pirañavelo y su arma continuaron siendo invisibles.
—¡Al infierno contigo, seas quien seas! ¡Hoy no pienso ver a ningún hijo de perra!
—Muy bien, señor —dijo una voz amortiguada por la puerta, y luego se oyó el tenue sonido de unos pasos que se alejaban y volvió a hacerse el silencio.
La cabeza de Bergantín recobró su posición anterior y el viejo se rascó la barriga.
—Cuerno de toro impertinente —masculló en voz alta—. Le arrancaré la cara. ¡Le arrancaré su blanca cara! ¡Le quitaré el brillo! Por la hiel de la gran mula que brilla demasiado. «Muy bien, señor», dice. ¿Y qué es lo que está bien? ¿Qué es lo que está bien? ¡Gusano de mierda advenedizo!
De nuevo Bergantín empezó a rascarse entrepierna, trasero, barriga y costillar.
—¡Oh, fuego servil! —exclamó—, ¡me parte el corazón! Un mocoso en lugar de conde. La condesa, loca por los gatos. Y yo, sin más aprendiz que ese bastardo advenedizo de Pirañavelo.
Con la fría y afilada punta del estoque elegantemente suspendida en el aire, el joven frunció los delgados labios y chasqueó la lengua. Esta vez Bergantín volvió la cabeza hacia la izquierda, de manera que un centímetro de acero penetró bajo su oreja. Se puso terriblemente rígido al tiempo que su garganta se hinchaba como si fuera a gritar, pero ningún grito escapó de ella. Cuando Pirañavelo retiró la hoja y mientras un hilo de sangre oscura se deslizaba por el arrugado terreno del cuello de tortuga, el cuerpo del viejo manifestó una repentina y espasmódica actividad: cada parte pareció contorsionarse por su cuenta, sin relación con lo que le sucedía al resto del cuerpo. Fue un milagro que conservara el equilibrio en lo alto de la silla. Pero las convulsiones cesaron de pronto y, retrocediendo con la barbilla entre las manos y a pesar de la sonrisa que se insinuaba en su rostro, Pirañavelo sintió que se le helaba la sangre al ver la más espantosa expresión de odio mortal que jamás hubiera transformado el rostro de un anciano en un nido de serpientes. De pronto, los ojos de Bergantín se congestionaron y sus aguas repugnantes adquirieron el arrebol de un amanecer peligroso. La boca y las arrugas que la rodeaban parecieron hervir. El ceño y el sucio cuello rezumaban veneno.
Pero había un cerebro detrás de todo aquello, un cerebro que, mientras Pirañavelo se quedaba allí, sonriendo como un pasmarote, y a pesar de la ventaja inicial del aprendiz, iba un paso por delante del joven. Pues la única cosa sin la cual se hubiera encontrado indefenso seguía todavía a su alcance. Pirañavelo había cometido un error de partida. Y Bergantín lo cogió totalmente por sorpresa cuando se dejó caer de la silla como un fardo. El anciano aterrizó sobre el objeto que era su única esperanza. La muleta había caído al suelo al ponerse él rígido tras el pinchazo del estoque… y, en ese momento, en un abrir y cerrar de ojos, la cogió, se puso en pie valiéndose de ella y fue a refugiarse tras el respaldo de la silla, a través de cuyos barrotes dirigió su mirada enrojecida al rostro de su ágil y armado enemigo.
Pero el espíritu del viejo tirano era tan intenso que, a pesar de sus dos piernas, su juventud y sus armas, Pirañavelo se quedó estupefacto ante el descubrimiento de que un cuerpo tan seco y atrofiado pudiera albergar tanta furia. Y también le desconcertó que le hubieran burlado. Si bien era cierto que incluso entonces el duelo era grotescamente desproporcionado —un viejo tullido con una muleta, un atleta armado con una espada—, de haber empezado por apartar la muleta, Pirañavelo hubiera dejado al anciano tan indefenso como una tortuga panza arriba.
Durante unos instantes se miraron cara a cara, Bergantín expresándolo todo en su rostro, Pirañavelo, nada. El joven empezó a retroceder lentamente hacia la puerta sin apartar los ojos de su presa. No quería correr riesgos. Bergantín le había demostrado lo rápido que podía ser.
Cuando alcanzó la puerta, la abrió y echó un rápido vistazo al lóbrego corredor que bastó para mostrarle que no había un alma en las cercanías. Tras cerrar la puerta empezó a avanzar de nuevo hacia la silla, a través de cuyos barrotes el enano lo miraba todo.
Mientras avanzaba con el delgado acero en la mano, Pirañavelo tenía los ojos fijos en su presa, pero sus pensamientos se concentraban en el candelabro.
Su enemigo ni siquiera sospechaba lo cerca que estaba de aquello que lo abrasaría. Las tres pequeñas llamas temblaban sobre la cera fundida. El anciano había dado vida a aquellos tres inertes cabos de vela y contra él habían de volverse. Pero no todavía.
Pirañavelo continuó su letal avance. ¿Qué podía hacer el tullido? Por el momento estaba parcialmente escudado tras el respaldo de la silla. Y de pronto, con un tono extrañamente discordante con la demoníaca expresión de su rostro, el anciano pronunció una palabra: «Traidor».
Bergantín no estaba luchando solamente por su vida. Aquella única palabra, que había helado el aire, puso en evidencia lo que Pirañavelo había olvidado: que, a través de su adversario, se estaba midiendo con Gormenghast. Ante él tenía el pulso viviente del castillo inmemorial.
Pero ¿qué más daba? Eso sólo significaba que Pirañavelo debía andarse con cuidado, que debía mantener la distancia hasta que llegara el momento de atacar. Siguió avanzando y, cuando un paso más le hubiera puesto al alcance de la muleta de Bergantín, fintó a la derecha y corrió hasta el otro extremo de la mesa, donde dejó la espada sobre el desorden de libros y, sacándose la navaja del bolsillo y abriéndola en un solo movimiento, lanzó el afilado objeto silbando a través del candelabro en el mismo momento en que Bergantín se volvía para encararse con su atacante. Como Pirañavelo pretendía, la navaja clavó la mano derecha del anciano a la caña de su muleta. Aprovechando la momentánea sorpresa y el dolor de Bergantín, Pirañavelo saltó sobre la mesa y corrió hacia el otro lado. Justo debajo de él, ciego de ira, el enano intentaba arrancarse la navaja. Entre tanto, como una exhalación, Pirañavelo asió el candelabro y, abalanzándose sobre Bergantín, pasó las diminutas llamas por el viejo rostro alzado. En un momento, la hirsuta barba prendió con una chisporroteante llama y no pasó mucho tiempo antes de que los harapos podridos que cubrían los hombros del viejo ardieran también.
Pero de nuevo, y esta vez presa de una mortal agonía, el cerebro de Bergantín respondió al instante a la llamada. No había tiempo que perder. El cuchillo seguía clavado en su mano, aunque la muleta había caído al suelo. Pero todo eso ahora no importaba pues, con un esfuerzo sobrehumano y a pesar de no contar más que con una pierna, el anciano flexionó la rodilla y, de un salto, agarró un trozo de la vestimenta de Pirañavelo. En cuanto hubo hecho esta primera presa, tensando los brazos hasta casi rompérselos y con el viejo corazón latiendo desaforadamente, Bergantín aseguró su objetivo y empezó a trepar por el cuerpo del joven como un mono en llamas. Logró aferrarse a la cintura de Pirañavelo y las llamas empezaron a prender también las ropas de su enemigo. El insoportable dolor que sentía en la cara y el pecho sólo le impulsaron a aferrarse con más fuerza. Sabía que iba a morir, pero el traidor moriría con él y, en medio de su agonía, sintió una especie de alegría por la justicia de su venganza.
Entre tanto, Pirañavelo trataba de soltarse arañando a la sanguijuela en llamas y dándole rodillazos, con una letal expresión mezcla de rabia, asombro y desesperación en el rostro.
Aunque menos inflamables que la raída arpillera de Bergantín, a esas alturas sus ropas ardían también y las llamas le habían abrasado ya la piel de la mejilla y el cuello dándole un vivo color carmesí. Pero cuanto más se debatía para desembarazarse, más feroces parecían los brazos que aferraban su cintura.
Si alguien hubiese abierto la puerta en aquel momento, habría visto a un joven en llamas, recortado contra la oscuridad, tropezando y pisoteando los libros sagrados que un momento antes cubrían la mesa y cuyo cuerpo se retorcía y contorsionaba como enloquecido; y habría visto que sus nerviosas manos se cerraban sobre el cuello de tortuga de un enano asimismo ardiendo, y el paroxismo que hizo caer a los contendientes del borde de la mesa al suelo como un solo fardo humeante.
Incluso en medio del dolor y el peligro quedó en Pirañavelo espacio para la amarga vergüenza por su fracaso. Él, el archimaquinador, el organizador frío y perfecto, había hecho una chapuza. Había sido aventajado por un septuagenario agusanado. Y su vergüenza fue adquiriendo la forma de una cólera desesperada que lo fustigó hasta el paroxismo.
Con una suerte de espasmo, de ataque diabólico por su ferocidad y propósito, Pirañavelo consiguió ponerse de rodillas y luego, con una sacudida, de pie. Había soltado la garganta del anciano y durante un momento se tambaleó, con las manos a los costados. El dolor de las quemaduras era tan intenso que, aunque él no lo sabía, gemía como un condenado. Estos gemidos no tenían relación con su naturaleza implacable. Eran totalmente físicos. Era su cuerpo el que aullaba, su cerebro era ajeno a ello.
El Maestro del Ritual seguía aferrado a su pecho como un vampiro. Los viejos brazos lo atenazaban. En el rostro atormentado el dolor se mezclaba con un impío regocijo. Estaba quemando al traidor con su propia llama. Estaba quemando al infiel.
Pero, a pesar del feroz abrazo de su amo, el infiel no estaba ni mucho menos dispuesto al sacrificio, por justa y merecida que fuera su muerte. Se había parado a recobrar fuerzas. Había dejado caer los brazos gracias a un anormal dominio de sí. Sabía que no podría librarse del abrazo del fanático y por eso, durante un momento, se quedó donde estaba, derecho, con el abrigo medio quemado y la cabeza echada hacia atrás para mantener la mayor distancia posible entre su rostro y las llamas que se elevaban de la criatura ennegrecida que se le aterraba como un tumor. Ser capaz de tenerse en pie durante un momento de trance tan horroroso, ser capaz de tenerse en pie, respirar hondo y relajar los músculos de los brazos exigía un control casi inhumano de la voluntad y las emociones.
Habiéndosele escapado el asunto de tal modo de las manos, ya no era cuestión de elegir. Ahora no se trataba de matar a Bergantín, sino de salvarse él mismo. Sus planes se habían torcido de tal manera que no había modo de enderezar el asunto. Se estaba quemando.
Sólo podía hacer una cosa. Aunque lastrado por el peso del viejo, sus miembros estaban libres. Sabía que disponía de muy poco tiempo para actuar. La cabeza le daba vueltas y la oscuridad lo llenaba, pero empezó a correr, con las manos abrasadas abiertas a los lados como estrellas de mar, empezó a correr en una vertiginosa curva de debilidad hacia el otro extremo de la habitación, donde la noche era un cuadrado negro. Durante un momento permanecieron ambos allí, recortándose contra el cielo sin estrellas, inflamados como demonios con su propio fuego, y, de pronto, desaparecieron. Pirañavelo había saltado desde el alféizar de la ventana y se había precipitado con su virulenta carga a las oscuras aguas del foso. No había estrellas, pero una luna delgada como un corte de uña, insustancial, flotaba a poca altura sobre el horizonte septentrional sin arrojar ninguna luz sobre la tierra.
Hundidos en las horribles aguas del foso, los protagonistas, inconscientes, seguían moviéndose juntos como una sola carne semejante a una inmunda bestia alegórica submarina. Sobre ellos, la superficie a través de la que habían caído siseaba y el vapor se elevaba invisible en la noche.
Cuando, después de lo que sólo pudo recordar como su muerte, Pirañavelo, cuya cabeza había emergido al fin en la superficie, descubrió que no estaba solo, sino que algo se aferraba a él debajo del agua, vomitó y soltó un repentino alarido. Pero la pesadilla continuaba y su alarido no obtuvo respuesta. No se despertó. Y entonces, los terribles dolores de sus quemaduras lo sacudieron y supo que no era un sueño.
De pronto comprendió lo que tenía que hacer. Debía mantener aquella cabeza chamuscada y pelada que no dejaba de agitarse contra su pecho bajo el agua. Pero no le resultó fácil aferrar la arrugada garganta. En su caída habían levantado el cieno del fondo y el peso que cargaba, igual que sus propias manos, estaba cubierto de fango. Los repugnantes brazos seguían rodeándolo con la tenacidad de tentáculos. Era un milagro que no se hubiera hundido como una piedra; quizá fuera la densidad de las aguas o el violento pataleo de sus pies en las profundidades estancadas lo que le ayudó a mantenerse a flote el tiempo suficiente.
Poco a poco, inexorablemente, sus brutales manos lograron echar hacia atrás la vieja cabeza, la sumergieron bajo las aguas negras mientras las burbujas se elevaban a su alrededor y el sonido de las aguas agitadas llenaba el vacío de la noche expectante.
No hay modo de saber durante cuánto tiempo permaneció bajo el agua el rostro del anciano antes de que Pirañavelo notara que se aflojaba ligeramente la tenaza en su cintura. Para el asesino, el acto de la muerte fue interminable. Pero gradualmente, los pulmones del viejo se fueron llenando de agua y su corazón dejó de latir; el Guardian Hereditario de la tradición de los Groan y Maestro del Ritual se deslizó finalmente hacia las cenagosas profundidades del antiguo foso.
La luna había subido en el cielo y la rodeaba una miríada de estrellas. No podía decirse que iluminaran los muros y torreones que flanqueaban el foso, pero una especie de penumbra parecía incrustarse en la negra oscuridad, una penumbra que tenía la forma de muros y torreones.
Exhausto y en medio de terribles dolores, a Pirañavelo le quedaba todavía nadar entre la espuma y las plantas acuáticas hasta donde las paredes legamosas del foso daban paso a una cenagosa ribera, en la orilla norte. Los muros que se elevaban a ambos lados parecían no tener fin. El agua fétida le entraba en la garganta y las pútridas hierbas se le pegaban a la cara. Era difícil ver lo que había a unos metros de distancia, pero de pronto Pirañavelo advirtió que el muro a su derecha había dado paso al fin a una empinada y fangosa ribera.
El agua le había arrebatado las ropas que el fuego respetara, y ahora estaba desnudo, lleno de quemaduras, medio ahogado; el cuerpo le temblaba con un frío gélido mientras la frente le ardía con febril calor.
Arrastrándose por la ribera, sin saber lo que hacía, sólo que debía encontrar un lugar sin fuego ni agua, llegó por fin a un fangal llano donde crecían no pocos helechos y plantas y allí, como si pudiera permitirse caer desmayado (ahora que sus asuntos estaban arreglados), se desplomó en la oscuridad.
En aquel lugar yació inmóvil, pequeño y desnudo sobre el lodo, como un objeto inanimado que ha sido desechado o como un pez arrojado a la playa por el mar y sobre cuyo diminuto cuerpo varado se ciernen los altos acantilados, porque las murallas de Gormenghast se elevaban muy por encima del foso, perdiéndose como los mismos acantilados en las oscuridades superiores.