TREINTA Y SIETE

Quedaban al menos tres horas por consumir. Era insólito para Pirañavelo tener que pensar en tales términos, pues siempre andaba tramando algo. Siempre existía, en el siniestro y vasto esquema de sus planes futuros, alguna pieza irregular que encontrar y colocar en el gran rompecabezas de su existencia depredadora y en Gormenghast, de cuyo cuerpo se nutría.

Pero ese día en particular, cuando los relojes dieron las dos, mientras devolvía a su vaina la hoja de su bastón de estoque, que había estado afilando hasta dejarlo aguzado como una navaja y punzante como una aguja, frunció el alto y reluciente ceño. Al final de las tres horas que tenía por delante tenía algo muy importante que hacer.

Sería algo muy sencillo y absorbente, pero también de suma importancia. Tanto que, por primera vez en su vida, durante unos instantes no supo en qué ocupar las horas de que disponía antes de abordar el asunto que le esperaba, pues sabía que antes no podría concentrarse en nada demasiado serio. Mientras reflexionaba, se acercó a la ventana de su habitación y contempló el panorama de tejados y torres quebradas.

El día era sofocante y una frágil neblina mitigaba el calor. Las pocas banderas que se veían sobre los torreones colgaban flácidas de sus mástiles.

Ese panorama invariablemente satisfacía al pálido joven. Su mirada lo recorría con astucia.

Al momento le dio la espalda a la escena porque había tenido una idea. Saltando hacia el suelo con los brazos extendidos, se puso a andar por la habitación cabeza abajo sobre las palmas de las manos con una ceja enarcada. Su idea era hacer una visita relámpago a las gemelas. Hacía ya tiempo que no las veía. A través del paisaje de tejados, había vislumbrado el confín de aquellas regiones desiertas en uno de cuyos corredores olvidados una arcada conducía a un mundo gris de estancias vacías en una de las cuales sus señorías Cora y Clarisa vivían emparedadas. La presencia de las dos mujeres y de sus escasas pertenencias no parecía causar ningún efecto en la sensación de vacío. Por el contrario, parecía reforzar aún más la vacuidad de aquellas soledades.

Caminando a buen paso, tardaría casi una hora en alcanzar aquella región olvidada, pero estaba inquieto y la idea le atraía. Flexionando los codos, porque todavía andaba recorriendo la habitación cabeza abajo, se dio impulso y saltó al aire y, como un acróbata, al instante estaba de nuevo sobre sus pies.

No tardó en ponerse en camino, después de cerrar con llave su habitación. Caminaba velozmente, con los hombros erguidos y ligeramente adelantados, de esa manera que daba a todos sus movimientos un aire de determinación y malicia.

Los atajos que tomó a través del laberíntico entramado del castillo lo llevaron a extrañas regiones. Había momentos en que las paredes se cernían sobre él, escarpadas y sin ventanas, y otros en que desnudas extensiones pavimentadas en piedra o ladrillo se perdían en la lejanía, vastos yermos polvorientos donde malezas de todo tipo brotaban con esfuerzo entre los intersticios de las losas del suelo.

Mientras avanzaba velozmente de dominio en dominio, de un mundo de callejones sombríos a las ruinas panorámicas donde las ratas eran las indiscutibles propietarias, por las ruinas de aquel singular distrito donde los pasajes estaban casi obstruidos por la maleza y la hiedra de color verde mar cubría las frías fachadas de piedra labrada, Pirañavelo se sentía exultante, exultante por todo: por el hecho de que él fuera el único que había tenido la iniciativa de explorar aquellas soledades, por su inquietud, su inteligencia, su pasión por coger en sus manos las riendas, despóticas o como fueran, de la suprema autoridad.

Muy arriba y hacia el este, el sol brillaba sobre una alargada ventana oval de vidrio azul que resplandecía como el lapislázuli, como una gema colgada en lo alto de los lóbregos muros. Sin alterar la velocidad de su marcha, se sacó del bolsillo un pequeño tirachinas de hermosa factura que cargó con un proyectil y, acto seguido, casi con un único gesto, tensó la goma, la soltó y se volvió a guardar el tirachinas.

Siguió caminando pero con la cara vuelta hacia aquellos altos muros grises en los que resplandecía la ventana azul.

Vio el pequeño orificio en el cristal y la momentánea impresión de un polvo azul cayendo antes de escuchar el lejano sonido que recordaba un distante disparo.

Una cabeza apareció por el hueco de la ventana destrozada.

Estaba muy pálida. El cuerpo que la sostenía estaba envuelto en arpillera. En su hombro se aposentaba un loro de color rojo sangre. Pero Pirañavelo nada supo de esto pues penetraba ya en otro distrito y durante mucho tiempo avanzó entre sombras, bajo una continua techumbre de tejas cubiertas de líquenes.

Cuando al fin se aproximó a la arcada que conducía a los aposentos de las gemelas, se detuvo y se volvió a mirar las grises perspectivas. El aire, gélido y malsano, le llenaba los pulmones con el olor de la madera podrida, de la húmeda mampostería. Se había internado en un clima de podredumbre, una podredumbre a la altura de su malévola autoridad, con una cualidad más rica e inexorable que la humedad que sofocaba y agotaba toda vibración, toda esperanza.

Donde cualquier otro se hubiera estremecido, el joven se limitó a pasarse la lengua por los labios.

—Esto sí que es un sitio —dijo para sí—. No cabe duda de que éste no es un sitio cualquiera.

Pero las manecillas del reloj avanzaban y no tenía mucho tiempo para especulaciones, así que le volvió la espalda a las frías perspectivas donde los altos muros se pandeaban, el enlucido se desprendía y sudaba a causa de unas fiebres frías e inanimadas, a causa de enfermedades de ocre y dolencias de verde oliva.

Cuando se encontró frente a la puerta tras la cual vivían encarceladas las gemelas, se sacó un manojo de llaves del bolsillo y, eligiendo una que él mismo había tallado, abrió la cerradura.

La puerta se abrió a su presión con un sonido seco y chirriante.

A pesar de la rigidez de los goznes, Pirañavelo necesitó apenas un segundo para abrirla de par en par. De haberse visto obligado a pelearse con la madera hinchada, forcejear con la cerradura o empujar los húmedos paneles con el hombro para entrar, o incluso de haber sido anunciada su veloz entrada por el sonido de sus pasos, el extraño espectáculo que le aguardaba no hubiera suscitado en él aquel horror sobrenatural y onírico que en aquel momento se apoderó de él.

No había hecho ningún ruido. No había dado la menor advertencia de su visita, pero allí delante estaban las gemelas, de pie, tomadas de la mano, con las caras blancas como la manteca. Estaban situadas inmediatamente delante de la puerta, que debían de haber estado mirando. Eran como figuras de cera o alabastro, o como bestias inmóviles erguidas sobre sus cuartos traseros, con la mirada fija, o al menos eso parecía, en el rostro de su amo, con las bocas entreabiertas, como si esperasen una golosina, una señal familiar.

Ninguna expresión asomó a los ojos de las dos mujeres, ni hubiera quedado espacio para ninguna, pues cada uno de ellos estaba ocupado, por separado, por un cuerpo extraño, porque en cada una de las cuatro pupilas vidriosas se reflejaba exquisitamente la imagen del joven. Que quienes alguna vez han tratado de pasar cartas de amor por el ojo de una aguja o escribir poemas de amor en la cabeza de un alfiler cobren ánimo. Por toscos y torpes que se consideraran, nunca apreciarán hasta dónde llegaba su torpeza porque nunca sabrán cómo la cabeza y los hombros de Pirañavelo se inclinaban hacia delante enmarcados por círculos del tamaño de una cuenta de collar cuya equidistancia (pues las gemelas estaban mejilla contra mejilla) parecía a propósito para demostrar, mediante la horrenda repetición, la pesadilla del conjunto. Diminutos y exquisitos en el microcosmos de las pupilas, esos cuatro mundos, idénticos y terribles, centelleaban entre los párpados. Diríase que aquellas imágenes de Pirañavelo habían sido pintadas con un único cabello o con la probóscide de una abeja, pues hasta el blanco de los ojos era cristalino. Y cuando Pirañavelo, aún en la puerta, echó la cabeza hacia atrás en un súbito impulso, las cuatro cabezas, no mayores que semillas, retrocedieron en el mismo instante y, desde los cuatro espejos microscópicos, los ocho ojos entrecerrados con sospecha devolvieron la mirada a su origen, el joven que se alzaba como una montaña en el umbral, el joven de quien sus vidas tensas y apagadas dependían…, el joven de los ojos entrecerrados con sospecha y cuyo menor movimiento les pertenecía.

Nada más natural que los ojos de las gemelas nada supieran de aquello que reflejaban, pero en cambio no había nada de natural en el hecho de que, al transmitir la imagen de Pirañavelo a sus cerebros idénticos, se advirtiera, apenas como una sombra, un indicio de la exaltación de sus pechos. Pues parecía que no sentían nada, que no veían nada, que estaban muertas y que seguían en pie merced a un milagro.

Pirañavelo supo al instante que se había cerrado un capítulo más en su relación con Cora y Clarisa. Habían llegado a ser como arcilla en sus manos, pero eso había cambiado, a menos que hubiese en la arcilla algo no sólo imponderable, sino también siniestro y hasta, podría decirse, inexorable. Sabía que en adelante ya no serían dúctiles: se habían transformado en otro elemento, un elemento afín pero más duro. Eran piedra.

Todo esto lo comprendió a simple vista. Pero, de pronto, advirtió también que había algo que escapaba a su vigilancia. Era eso. El reflejo de Pirañavelo ya no ocupaba sus ojos. Involuntariamente, sus señorías lo habían expulsado. Algo más había sucedido y, del mismo modo que no era consciente de haber sido reflejado, tampoco fue consciente de que había dejado de serlo y de que en las lentes de los ojos de las gemelas había sido sustituido por la cabeza de un hacha.

Pero lo que Pirañavelo sí vio fue que las mujeres habían dejado de mirarlo, que tenían la vista fija en algo por encima de él. No echaron las cabezas atrás aunque hubiera sido lo más normal, pues, fuera lo que fuese lo que miraban, distaba mucho de estar en su línea de visión. El blanco de sus ojos vueltos hacia arriba relucía, pero salvo aquel movimiento de sus globos oculares, ni siquiera habían pestañeado.

Reprimiendo su temor de que si apartaba sus ojos de ellas, aunque fuera un segundo, caería en alguna clase de trampa, Pirañavelo se volvió en redondo y en un instante había descubierto la gran hacha suspendida a unos cuatro metros sobre su cabeza y la compleja red de cuerdas y cordones que, como una tela de araña en la oscuridad de las alturas, mantenía en posición el frío y grisáceo peso de la cabeza de acero.

El joven franqueó el umbral de un salto hacia atrás y, sin pausa, cerró la puerta de golpe. Antes de que hubiera terminado de cerrarla con llave, oyó el sordo golpe de la cabeza del hacha al hundirse en aquella porción del suelo que él ocupara.