TREINTA Y SEIS

Cuando regresaba con sus invitados, Irma se detuvo antes de abrir las puertas del salón, pues del interior llegaba un fuerte y confuso bullicio. Nunca antes había oído un sonido como aquél, tan multitudinario, tan entregado, el sonido de voces que juegan. En su modesta experiencia había oído, de vez en cuanto, en reuniones, el juego de muchas voces. Pero lo que en ese momento se oía no era un juego de voces, sino voces que jugaban y, como tal, era un sonido nuevo y extraño a sus oídos, del mismo modo que unas sombras jugando (en contraste con un juego de sombras) lo habrían sido para sus ojos. En contadas ocasiones había disfrutado de los juegos mentales de su hermano, pero en su salón estaba ocurriendo algo muy distinto y, a juzgar por los comentarios que alcanzaba a oír a través de la puerta, era evidente que allí no había juegos lingüísticos ni mentales, sino el lenguaje jugando por su cuenta, ideas emancipadas que jugaban solas después de hacer novillos del cerebro.

Recogiéndose los largos volantes del vestido, se agachó un momento para espiar por el ojo de la cerradura, pero sólo pudo ver la medianoche de las togas entre el humo.

¿Qué había ocurrido mientras estaba arriba?, se preguntó. Cuando Irma salió, en medio del aire inmóvil, como una reina, la sala había vibrado con su personalidad y el silencio, el halagador y significativo silencio, había sido su decorado, como el vasto cielo es el decorado para el blanco vuelo de una gaviota. Pero ahora, el tenso parche de tambor de la atmósfera se había rasgado y los profesores, exultantes porque así hubiera ocurrido, habían erigido, cada uno a su manera, la imagen romántica de lo que inocentemente creían ser. Porque los gloriosos recuerdos de días pasados (que, en realidad, nunca existieron salvo en sus cerebros fantasiosos), estaban siendo rememorados tan vívidamente como la misma verdad, si no más. Los falsos recuerdos florecían en su memoria, recuerdos de los días gloriosos en que sus lanzas brillaban, en que saltaban sobre las sillas de montar doradas ágiles como el pensamiento y galopaban bajo los blancos rayos del amanecer, cuando corrían como venados, nadaban como peces y, riendo como el trueno, despertaban las dormidas torres. Ah, señor, los días de juventud, los días de descaro, los días de vigor y las noches de desenfreno, la oscuridad como cómplice en sus conspiraciones, encubriendo sus chispeantes desatinos.

El hecho de que pocos profesores hubieran probado de verdad la embriagadora hidromiel de la juventud de ningún modo difuminaba los contornos de los autorretratos que estaban pintando de sí mismos. Y aquel resurgimiento, aquel retorno al pasado había sido tan rápido… Era como si una campana hubiera sonado, una campana desaforada a la que sus entrañas habían respondido. Llevaban tanto tiempo recorriendo el camino hacia su sagrado patio viciado que estar durante toda una velada en una nueva atmósfera era como un amanecer. Por su parte Irma, la única representante del sexo femenino, se había erigido en símbolo de la femineidad: ella era Eva, Medusa, era terrible y sin parangón, era terrible y a la vez el lirio de los campos, ella era ese alienígena de otro mundo… esa cosa llamada Mujer.

En cuanto había salido de la sala, un millar de recuerdos imaginarios los habían rodeado de mujeres que nunca conocieron. Sus lenguas se habían soltado, y también sus miembros, y el médico descubrió que no había necesidad de inaugurar la velada. Porque la llama estaba encendida y el sopor de los profesores había ardido y se había disipado, y de pronto habían regresado a un tiempo en el que eran brillantes, omniscientes y devastadores, y tan deslumbrantemente atractivos como el mismo diablo.

Con el cerebro iluminado por aquellas imágenes espurias y halagadoras, el enjambre de togados caminaba por el aire, refrenaba sus calenturientas y monstruosas cabezas, descubría sus dientes en brillantes sonrisas o, si carecían de dientes, sonreían oscuramente con las bocas colgando de sus rostros como hamacas.

Inspirando tan hondo que por poco no desbarata de nuevo su busto, Irma empuñó el picaporte y se enderezó, y durante un momento permaneció inmóvil pero vibrante. Cuando abrió la puerta y el alegre trueno de las voces redobló su volumen, Irma enarcó una ceja. ¿Por qué semejante felicidad tenía que coincidir con su ausencia?, se preguntó. Era casi como si la hubieran olvidado o, aún peor, como si su salida de la habitación hubiera sido bienvenida.

Abrió la puerta un poco más y se asomó pero, al hacerlo, su empolvada cabeza creó involuntariamente una representación tan gráfica de algo separado del cuerpo que un profesor que por casualidad miraba en dirección a la puerta dejó caer la mandíbula inferior con un sonido metálico y la bandeja de manjares que llevaba acabó en el suelo.

—¡Ah, no, no! —susurró el hombre perdiendo el color de la cara—, ahora no, terrible Muerte, ahora no… no estoy preparado… yo…

—¿Preparado para qué, dulce trucha? —dijo una voz junto a él—. Por todos los demonios, estos corazones de pavo real son excelentes. ¡Un poco de pimienta, por favor!

Irma entró. El hombre a quien se le había descolgado la mandíbula tragó saliva y una sonrisa enfermiza le asomó a la cara. Había burlado a la muerte.

Cuando Irma dio los primeros pasos por la sala, el temor de que la graciosa autoridad de su presencia hubiera quedado minada durante su breve ausencia se disipó, pues una veintena de profesores interrumpieron su charla, se quitaron presurosos los birretes y se los llevaron al corazón.

Oscilando ligeramente mientras avanzaba hacia el centro de la sala, Irma, a su vez, se inclinaba con una grandeza espléndida y glacial, ora a la derecha, ora a la izquierda, al tiempo que las oscuras togas festoneadas de la jungla de profesores abrían a su paso mohosas avenidas.

Virando hacia el este y hacia el oeste en curvas graduales, como un barco que no sabe con precisión a qué puerto se dirige, encontraba, allá donde iba, un silencio de lo más gratificante. Pero las avenidas se cerraban a su espalda y las conversaciones se reanudaban con entusiasmo.

Y entonces, de pronto, ahí estaba Bellobosque, a menos de una docena de pasos. Su mano sostenía una alta copa de vino. Estaba de perfil, ¡y qué perfil!

—¡Grandeza! —siseó Irma con entusiasmo—. Eso es lo que veo… grandeza.

Y entonces, cuando iba a dar la tercera y espasmódica zancada hacia el director, sucedió algo no sólo embarazoso sino | también conmovedor en su simplicidad, porque, imponiéndose a la cacofonía imperante, un ronco grito acalló la sala y obligó a Irma a detenerse.

No era la clase de grito que uno espera escuchar en una fiesta. Había en él pasión… y apremio. Ya el timbre y el tono mismos eran una bofetada a las buenas maneras y quebrantó al instante todas las leyes tácitas de la etiqueta que son el resultado, la flor y nata de muchos siglos.

Mientras todas las cabezas se volvían en dirección al sonido, se advirtió movimiento en el mismo sector en el que, saliendo de entre un grupo de profesores, algo parecía abrirse paso hacia su rígida anfitriona. El rostro de la cosa estaba enrojecido y sus gestos eran tan espasmódicos que no fue fácil darse cuenta de que se trataba del profesor Chirlomirlo.

Al ver a Irma, había dejado plantados a sus compañeros Sobrecaña y Cañizo y, al obtener una mejor vista de su anfitriona, experimentó una sensación en exceso violenta, en exceso fundamental y eléctrica para las reducidas dimensiones de su cuerpo y su cerebro. Un millón de voltios lo sacudieron, un millón de voltios de absoluto enamoramiento.

No veía a una mujer desde hacía treinta y siete años. Y a aquélla se la bebió con los ojos como un nómada sediento bebe del pozo en un verde oasis. Incapaz de recordar un rostro femenino, tomó las extrañas proporciones y las facciones de Irma por rasgos característicos de la femineidad. Y así, con el entendimiento oscurecido por la intensidad de su reacción, cometió el crimen imperdonable. Manifestó públicamente sus sentimientos. Perdió el control. La sangre se precipitó a su cabeza, gritó groseramente y entonces, sin darse cuenta de lo que hacía, avanzó con torpeza, apartando a codazos a sus colegas, hasta llegar a la dama, ante quien cayó de rodillas; por último, como presa de un paroxismo, se desplomó de bruces con los brazos y las piernas extendidos como una estrella de mar.

La temperatura de la sala descendió por debajo de cero para, a continuación, de modo igualmente repentino, convertirse en un tórrido bochorno ecuatorial. Transcurrieron cinco largos segundos. No habría sido extraño, en aquella intensa temperatura, encontrarse una serpiente pitón colgando del techo… ni tampoco descubrir la alfombra cubierta de blancos zorros árticos cuando, transcurrido el tercer segundo, el frío glacial se impuso de nuevo.

¿Es que nadie iba a hacer ningún movimiento para quebrar el cristal, el gran velo transparente que se extendía ininterrumpidamente de extremo a extremo de la larga estancia?

Y de pronto, se dio un paso, un paso que llevó el macilento cuerpo de Bellobosque a menos de un metro de Irma. Con el siguiente paso, redujo a la mitad la distancia que los separaba y, de pronto, se alzaba junto a ella y se encontraba mirando unos ojos implorantes. Se sentía como si le hubiesen inyectado sangre de león. El vigor inundó sus venas como si hubieran abierto un grifo.

—Estimadísima señora —dijo—, no tema, se lo ruego. Que un miembro de mi personal se haya arrojado a sus pies es vergonzoso, sí, vergonzoso, señora, pero ¿acaso no simboliza lo que todos sentimos? Lo vergonzoso del asunto radica en la debilidad de este hombre, señora, no en su pasión. Algunos, señora mía, borrarían su nombre de los registros, pero no. No. ¡Pues este hombre posee ardor, señora, ardor por encima de todo! ¡Un ardor que, en este caso, maldita sea —Bellobosque recayó en su habla habitual—, ha creado una situación enojosa! Por eso, estimada anfitriona, permítame, como director, que ordene sea retirado de su presencia. Le imploro, sin embargo, que le perdone, porque reconoció la calidad al verla y su único pecado es que, reconociéndola con excesiva violencia, no tuvo la fortaleza de encadenar su pasión.

Bellobosque hizo una pausa, se enjugó la frente con el antebrazo y se echó para atrás la blanca melena. Había hablado con los ojos cerrados. Una sensación de onírico poderío le invadía. En la oscuridad que se había impuesto, sabía que los ojos de Irma estaban fijos en él; podía sentir la intensidad de su presencia. Mientras pronunciaba este discurso, había podido oír los pies de su personal alejándose en discretas parejas e incluso se había escuchado a sí mismo hablando como por boca de otro.

Vaya órgano resonante y profundo tiene ese sujeto, pensó para sí, fingiendo por un instante que la voz que oía no era la suya, pues había en su naturaleza una vena de humildad que, de cuando en cuando, encontraba expresión.

Pero tales pensamientos no fueron sino momentáneos. Lo fundamental para él era la constatación de que de nuevo se encontraba a unos centímetros de la dama a la que tenía intención de cortejar con toda la astucia de la vejez y el ímpetu trepa-campanarios, salta-torrentes y asalta-establos de su recobrada juventud.

«¡Vive Dios! —exclamó quedamente y para sí, aunque en su cerebro resonó alto y claro—, ¡vive Dios que les voy a enseñar cómo se hacen las cosas! Dos brazos, dos piernas, dos ojos, una boca, orejas, tronco y posaderas, barriga y esqueleto, pulmones, tripas y espinazo, pies y manos, cerebro, ojos y testículos. Lo tengo todo, y bien puesto».

Sus ojos habían permanecido cerrados, pero en ese momento levantó los pesados párpados y, mirando por entre las pálidas pestañas, encontró en los ojos de su anfitriona un súcubo de amor tan ardoroso y húmedo que amenazaba con socavar su templo de mármol y derribar la estructura.

Bellobosque miró en derredor. Su personal, discreto hasta la indiscreción, se había reunido en grupos dispersos y conversaban entre sí como esos caballeros que, en un escenario, en un esfuerzo por parecer normales pero de hecho sin nada que decirse, repiten con languidez o animación simuladas «uno… dos… tres… cuatro» y así sucesivamente, aunque en el caso de los profesores, proferían sus fatuidades con el exceso de énfasis de lo no ensayado. En el otro extremo del salón, una masa de togados empezaba a mostrarse inquieta.

—¡Que me aspen si no estamos viendo una jirafa de cera! —masculló Mulfuego entre dientes.

—Pues claro que no, pedazo de carne impía —dijo Percha-Prisma—. ¡Me avergüenzo de ti!

—¡Y yo también, caramba! ¿Acaso soy una remolacha? ¡Ah, he conocido mejores días y mejores modos, que Dios bendiga mi alma! ¿Acaso soy una remolacha? —Quien esto decía era el alegre Florimetre, pero había una nota de irritación en su voz.

—Como dice Theoretícus en su diatriba contra el uso de la lengua vernácula… —susurró Franegato, que había esperado un buen rato a que se diera la coincidencia de tener el valor de decir algo y de tener algo que decir.

—¿Qué?, ¿qué dijo el viejo puñetero? —soltó Opus Chiripa.

Pero a nadie le interesaba y Franegato supo que su oportunidad había pasado, porque varias voces interrumpieron y cortaron su nerviosa réplica.

—Dime, Florimetre, si el director sigue mirándola y por qué no me pasas el vino, por el barro del que estamos hechos, esto me está dando una sed de cactus —dijo Percha-Prisma con la chata nariz apuntando al techo—. Si no fuera por mi buena educación, me volvería y lo comprobaría por mí mismo.

—No han movido ni una pestaña —dijo Florimetre—. ¡Parecen estatuas! Es de lo más extraño.

—En otro tiempo —intervino la voz lastimera de Franegato—, coleccionaba mariposas. Fue hace mucho, en una región de golondrinas cruzada de cauces secos. Pues bien, una tarde lluviosa, cuando…

—En otra ocasión, Franegato —dijo Florimetre—. Será mejor que te sientes.

Entristecido, Franegato se alejó del grupo en busca de una Milla.

Entre tanto, Bellobosque había estado paladeando ese raro aperitivo del amor, el imperecedero lenguaje de los ojos.

Comportándose con el aire de quien es dueño de cualquier situación, se echó la toga al hombro, como si fuera una túnica y, dando un paso atrás, examinó la despatarrada figura tirada a sus pies.

Al retroceder ese paso, sin embargo, a punto estuvo de pisar los pies del doctor Prunescualo, y lo habría hecho de no ser por el ágil salto evasivo de su anfitrión.

El médico se había ausentado de la sala unos minutos y le acababan de informar de la presencia de la figura inmóvil en el suelo. Se disponía a examinar el cuerpo cuando Bellobosque dio el paso atrás y ahora se vio nuevamente demorado por el sonido de la voz del director.

—Estimada señora —dijo el viejo de testa leonina, que empezaba a repetirse—, el ardor lo es todo. O no… no todo… pero sí una buena parte. Que se haya visto usted abochornada por un miembro de mi personal, digamos que por uno de mis colegas, sí, pues en verdad lo es, será siempre para mí como ascuas ardientes. ¿Y por qué? Porque, mi querida señora, era mi deber prepararlo, instruirlo en materia de sutilezas o, sencillamente, maldición, no haberle permitido asistir. Y eso es lo que debo hacer ahora, dar instrucciones para que se lo lleven de aquí —dijo y, alzando la voz, añadió—: Caballeros, me sentiría honrado si dos de ustedes retiraran a su colega y lo llevaran de vuelta a sus aposentos. Tal vez los profesores… Franegato…

—¡De ninguna manera! ¡De ninguna manera! ¡No lo permitiré!

Era la voz de Irma, que dio un paso adelante y se llevó las manos a la larga barbilla, donde entrelazó los dedos.

—Señor director —musitó—, he escuchado cuanto tenía que decirme. Y ha sido espléndido, digo que ha sido espléndido. Cuando habló de ardor, yo, una mera mujer, digo que una mera mujer, comprendí. —Echó una mirada furibunda alrededor, con aire amenazador y nervioso, como si hubiera hablado de más—. Pero cuando constaté que, a pesar de su opinión, usted, señor director, estaba determinado a hacer que sacaran de aquí a este caballero —miró brevemente a la figura despatarrada a sus pies—, supe que me correspondía a mí, como su anfitriona, pedirle a usted, como mi invitado, que lo reconsiderara. No quisiera, señor, que se dijera que un miembro de su personal fue avergonzado en mi salón, que lo echaron sin contemplaciones. Acomodémosle en una silla, en un rincón oscuro. Que le sirvan vino y pastelillos, lo que él prefiera, y cuando se haya recobrado, dejemos que se una a sus amigos. Me ha honrado, digo que me ha honrado…

Fue entonces cuando vio a su hermano. Al instante se encontraba junto a él.

—Oh, Alfred, tengo razón, ¿no es cierto? El ardor lo es todo, ¿no crees?

Prunescualo contempló el rostro crispado de su hermana. Mostraba desnudamente la ansiedad, la emoción y también, dándole una expresión demasiado sutil para creerla, la luminosidad del despuntar del amor. «Ruego a Dios que no sea una vana esperanza —pensó Prunescualo—. Eso la mataría». Por un momento, la idea de lo sencilla que sería su vida sin ella se le pasó por la cabeza, pero apartó el feo pensamiento y, poniéndose de puntillas, entrelazó las manos a la espalda con tanta fuerza que su angosto e inmaculado pecho se hinchó como el de un pichón.

—Tanto si el ardor lo es todo como si no, mi querida hermana, lo cierto es que es una posesión reconfortante y cálida aunque, no lo olvides, puede llegar a ser muy sofocante, por todo lo oxidado, vaya que sí, pero Irma, terroncito de azúcar, que sea lo que haya de ser, porque, como médico, se me ocurre que ya va siendo hora de que hagamos algo por el guerrero que yace a tus pies. Tenemos que atenderle. ¿No le parece, señor Bellobosque, que tenemos que atenderle? Por todo lo que es sagrado para mi extraña profesión, no cabe duda de que debemos hacerlo…

—Pero no saldrá de esta habitación, Alfred…, no saldrá de esta habitación. Recuerda, Alfred, que es nuestro invitado.

Bellobosque intervino antes de que el médico pudiera replicar.

—Me ha humillado usted, señora —se limitó a decir, e inclinó su cabeza de león.

—Y usted me ha enaltecido —musitó Irma mientras un llamativo sonrojo le teñía el cuello.

—No, señora…, ¡eso sí que no! —murmuró Bellobosque—. Es usted demasiado amable —y, armándose de valor, se aventuró a decir—: ¿Quién podría aspirar a enaltecer un corazón que ya danza en la Vía Láctea?

—¿Por qué láctea? —dijo Irma, quien, sin ánimo de rebajar el nivel de la conversación, tenía la costumbre de interrumpir con preguntas directas. Por inmersa que estuviera en los grandes misterios, su cerebro, separado por así decir de los asuntos del alma, realizaba pequeños vuelos por cuenta propia, como un mosquito: hacía preguntas tontas, gastaba pequeñas bromas, hasta que salían en su busca y lo devolvían a rastras al lugar que le correspondía y las voces de su ser más profundo tomaban las riendas.

Por fortuna para Bellobosque, no hubo necesidad de que respondiera, porque el médico hizo señas a un par de togados y el postrado suplicante fue levantado de la alfombra y llevado, como una efigie de madera, a un rincón iluminado por las velas donde se había dispuesto un cómodo sillón con mullidos cojines verdes.

—Siéntenlo en el sillón, caballeros, si son tan amables, y le echaré una ojeada.

Los dos togados depositaron el rígido cuerpo que, tieso como un tablón, quedó apoyado únicamente por la cabeza en el respaldo del sillón y por los talones en el suelo. Entre estos dos extremos remetieron los mullidos cojines verdes para, por así decir, afianzar la tabla, para soportar el peso del hombrecillo, pero ningún peso descendió sobre ellos y los cojines permanecieron tan mullidos como de costumbre.

Había en la escena algo aterrador, un terror que la radiante sonrisa que había quedado congelada en el rostro del sujeto no contribuía a mitigar.

Con un gesto de magnificencia, el médico se despojó de su elegante chaqueta de terciopelo y la arrojó a un lado, como si ya no hubiese de necesitarla más.

Acto seguido, empezó a subirse las mangas de la camisa de seda, como un ilusionista.

Irma y Bellobosque estaban a poca distancia detrás de él. A esas alturas, las reservas de discreción de las que los profesores habían estado bebiendo estaban prácticamente agotadas y una horda contemplaba la escena en absoluto silencio.

El médico era plenamente consciente de eso, pero ni un pestañeo evidenció dicha conciencia y mucho menos el placer que obtenía de ser observado.

El incidente había cambiado por completo la atmósfera de la fiesta. La jocosidad y la sensación de libertad que con tanta espontaneidad habían surgido sufrieron un golpe poco menos que mortal. Aunque durante un rato se hicieron algunas bromas y se llenaron y vaciaron copas, una especie de oscuridad empañaba el espíritu de la estancia, y las bromas sonaron forzadas y el vino se bebió mecánicamente.

Pero ahora que el primer rubor de vergüenza colectiva había desaparecido de los rostros del personal docente, ahora que el bochorno era meramente cerebral y ahora que había algo capaz de mantenerlos absortos (pues la oportunidad que les ofrecía Prunescualo allí derecho, en mangas de camisa, esbelto como una cigüeña, con la piel sonrosada como la de una muchacha y las gafas centelleando a la luz de las velas, era irresistible), ahora que las cosas estaban así, empezaban a recuperar el equilibrio y con él, un sentimiento de esperanza, la esperanza de que la velada no estaba del todo perdida, de que les deparaba, una vez que el médico se hubiera encargado de su pasmado colega, como mínimo una fracción de ese raro abandono que había empezado a encenderles las lenguas y alegrarles la sangre, porque sólo una vez cada veinte años, se decían, les era posible alterar el ritmo imperecedero de Gormenghast, el ritmo que cada atardecer orientaba sus pasos en dirección oeste, en dirección a su patio.

Contemplaron en absoluto silencio cada uno de los movimientos del médico.

Prunescualo habló, al parecer para sí mismo, aunque, al alcanzar a los togados que estaban en la parte de atrás del público, su voz ciertamente sonó más chillona de lo que uno habría considerado necesario. Dio un paso adelante y al mismo tiempo levantó las manos ante sí a la altura de los hombros y ejercitó los dedos en el aire con la rapidez de un pianista profesional.

Luego juntó las manos y empezó a frotarse las palmas con los ojos cerrados.

—¡Más rara que la enfermedad de Bluggs o la espina espiral! —murmuró—. No hay duda de ello… por todo lo convulsivo… no cabe ninguna duda. Hubo un caso, realmente fascinante… Caramba, no recuerdo dónde ocurrió ni cuándo… muy parecido… si no recuerdo mal, el hombre había visto un fantasma… sí, sí… y la impresión por poco lo fulmina…

Irma desplazó los pies…

—Pues bien, impresión es la palabra operativa —continuó el médico, balanceándose suavemente sobre los talones con los ojos todavía cerrados—, y una impresión debe contrarrestarse con otra. Pero cómo y cuándo… cómo y cuándo… Veamos… veamos…

Irma no pudo esperar más.

—¡Alfred! —exclamó—. ¡Haz algo! ¡Haz algo!

El médico, sumido en sus cavilaciones, pareció no oírla.

—Ahora bien, tal vez si conociéramos la naturaleza de la impresión, su escala, el área del cerebro que la recibió… la clase de sobresalto…

—¡Sobresalto! —chilló la voz de Irma de nuevo—. ¡Sobresalto! ¿Cómo te atreves, Alfred? Sabes que fui yo quien le trastornó, pobre criatura, que fue por mí que perdió la cabeza, que es por mi causa por la que se encuentra rígido y en ese terrible estado.

—¡Ajá! —exclamó el médico. Era evidente que no había oído una palabra de lo que su hermana había dicho—. ¡Ajá! —Si antes mostraba un aspecto animado y vital, ahora lo parecía triplemente. Sus gestos eran tan rápidos y fluidos como el mercurio. Dio un animado paso hacia su paciente—. Por todo lo pragmático, es esto o nada. —Se llevó la mano a uno de los bolsillos del chaleco, sacó un pequeño martillo de plata y, enarcando las cejas, lo hizo girar unos instantes entre el pulgar y el índice.

Entre tanto, Bellobosque comenzaba a impacientarse. La situación había dado un extraño giro. No había previsto presentarse ante Irma en semejantes circunstancias ni era aquélla la atmósfera más propicia para el florecimiento del cariño. Para empezar, él había dejado de ser el centro de atención. Su deseo más inmediato era quedarse a solas con ella. La misma expresión «quedarse a solas con ella» le hizo sonrojarse y su blanca cabellera relumbró más que nunca contra el intenso rojo de su ceño. Miró a Irma e inmediatamente supo lo que tenía que hacer. Estaba más claro que el agua que la mujer estaba incómoda. La figura del sillón no ofrecía un espectáculo agradable para nadie, y mucho menos para una dama distinguida de gustos delicados.

Sacudió el desgreñado esplendor de su melena.

—Señora —dijo—. Este no es lugar para vos. —Se irguió en toda su altura, echó atrás los hombros y replegó el largo mentón en la garganta—. No es lugar para vos, señora. —Y entonces, temiendo que Irma lo interpretara mal y viera en su comentario algún reproche a su fiesta, le echó una rápida mirada a través de las pestañas. Pero la mujer no había encontrado nada impropio. Por el contrario, había gratitud en sus débiles ojillos, gratitud en la reluciente inclinación de su pecho y en el nervioso juego de sus manos.

Ya no oía la voz de su hermano. Ya no sentía la presencia de los hombres togados. Alguien se había mostrado considerado. Alguien se había dado cuenta de que ella era una mujer y de que no era apropiado que estuviera allí de pie con los demás como si no hubiera diferencia entre ella y sus invitados. Y ese alguien, ese ser noble y solícito, no era otro que el director… ¡Oh, era maravilloso que todavía quedase un caballero sobre la faz de la tierra! La juventud lo había abandonado, era cierto, pero no el romanticismo.

—Señor director —dijo, apretando los labios y alzando los ojos al escarpado rostro masculino con una coquetería inimaginable en ella—, a usted le corresponde decidirlo. A mí, obedecer. Hable. Le escucho…, digo que le escucho.

Bellobosque volvió la cabeza. La amplia y blanda sonrisa que se le había extendido por la cara no era la clase de cosa que quería que Irma viera. Hacía cosa de un año, sin previo aviso, la visión de su imagen en el espejo con una sonrisa (un antecedente de la incontrolable expresión que en aquel momento minaba la espuria grandeza de su rostro) le había conmocionado desagradablemente. Era meritorio que hubiese reconocido el peligro de permitir que algo así se hiciese público, pues Bellobosque se enorgullecía, no sin motivo, de sus facciones. Y por eso volvió la cara. ¿Cómo no dar rienda suelta a alguna manifestación de lo que sentía? Pues al oír las palabras de Irma «a usted le corresponde decidirlo», el amplio y espléndido panorama de la vida marital se abrió de pronto ante él, extendiendo a lo que parecía hasta el horizonte sus vistas de oro pálido, sus suaves praderas. Se vio a sí mismo como un roble inmemorial cuyas ramas divinas se extendían sobre Irma, un joven álamo cuyas hojas relumbraban como latidos bajo su sombra. Se vio como el águila orgullosa que se posa con un rumor de alas en un peñasco solitario. Vio a Irma esperándole sentada en el nido, pero, curiosamente, iba vestida con camisón. Y entonces, de improviso, se vio como un hombre muy viejo con dolor de muelas y su memoria atisbo un rostro envejecido en los espejos de un millar de cuartos de aseo.

Bellobosque aplastó aquella inoportuna imagen bajo el talón de sus sensaciones más inmediatas.

Se volvió hacia Irma.

—Le ofrezco mi brazo, estimada señora… tal cual es.

—Le acompañaré, señor director.

Irma entornó los diminutos párpados y echó una mirada de soslayo al señor Bellobosque quien, habiendo doblado el codo de un modo algo extravagante, y no depositando ella su mano en él, se detuvo un momento antes de dejarlo caer con una embriagadora sensación de derrota.

«¡Por todos los diablos! —murmuró apasionadamente para sí—. No soy tan viejo como para no captar las sutilezas».

—Perdone mi precipitación, estimada señora —dijo ahora en voz alta, inclinando la cabeza—, pero quizá… quizá comprenda…

Entrelazando las manos sobre su pecho, Irma volvió la espalda a la muchedumbre y, con un extraño contoneo, empezó a caminar hacia las regiones vacías de la sala. Iluminada por un centenar de velas, la alfombra había perdido parte de su fulgor y calidez, pues los gélidos rayos de la luna entraban a raudales por las ventanas abiertas.

Bellobosque echó una rápida mirada alrededor mientras se volvía para seguirla. Nadie parecía interesado en la partida de la pareja. Todos los ojos estaban fijos en el médico. Por un momento, Bellobosque lamentó no poder quedarse, porque el dramatismo se mascaba en el aire. Evidentemente, el médico estaba realizando un examen minucioso de la rígida figura, que estaba siendo despojada de sus ropas, una a una, tarea nada fácil, pues las articulaciones se mantenían inflexibles. No obstante, Molondro y Lienzo, criados de los Prunescualo, se habían hecho cada uno con unas tijeras y, cuando era necesario y bajo la supervisión del médico, hacían uso de ellas para aligerar al paciente.

Prunescualo tenía todavía el martillito de plata en una mano y con la otra palpaba al rígido caballero con sus dedos de pianista como si fuera un teclado, con las cejas enarcadas y la cabeza inclinada, como un afinador.

De un vistazo, Bellobosque comprendió que, al seguir a Irma, se perdía el clímax de un importante drama, pero, dando media vuelta y viéndola de nuevo, supo que un drama aún más importante le estaba esperando.

Con la hermosa toga blanca ondeando tras él, salió en pos de Irma con paso majestuoso y, a la décima zancada, entró en la órbita de su perfume.

Sin detener el movimiento oscilante de su paso, Irma volvió la cabeza sobre su blanco cuello de cisne. Su pendiente de esmeralda centelleó. Su larga y afilada nariz, inmaculadamente empolvada, hubiera hecho desistir a no pocos pretendientes, pero para Bellobosque tenía las proporciones de un pico en la orgullosa cabeza de un pájaro, exquisitamente peligrosa y afilada, algo más digno de admiración que de amor. Era casi un arma, pero un arma que, estaba seguro de ello, nunca se volvería contra él. Comoquiera que fuese, la nariz era de Irma y ese sencillo hecho la justificaba.

Mientras se aproximaban al ventanal que se abría a la noche, Bellobosque inclinó la cabeza hacia ella.

—Éste es nuestro primer paseo juntos —dijo.

La mujer se detuvo al mismo tiempo que llegaban a la cristalera abierta. Era evidente que lo que él había dicho la había conmovido.

—Señor Bellobosque —susurró—, no debería decir esas cosas. Apenas nos conocemos.

—Muy cierto, señora mía, muy cierto —convino Bellobosque. Sacó un gran pañuelo de color gris y se sonó las narices. Esto va para largo, pensó… a menos que tomara algún atajo, algún sendero secreto de los que cruzan los claros encantados del bosque del amor.

Ante ellos, brillando tétricamente a la luz de la luna, se extendía el jardín cerrado. Las copas de los árboles brillaban con la blancura de la espuma y las frondas inferiores se veían negras como las aguas de un pozo. El jardín entero era una litografía en los negros más intensos y los blancos más chillones. Rodeado de esculturas, el estanque de los peces resplandecía con una especie de lunar vulgaridad. Una fuente proyectaba sus blancos chorros a la noche. Bajo las lívidas pérgolas, bajo las arcadas de piedra, bajo las jardineras, bajo el gran jardín de rocas, bajo los árboles frutales, bajo cada objeto blanco de luna se extendían las sombras negras como focas bañadas por el mar. No había grises. No había transición. Era un cuadro aterradoramente simple.

Juntos lo contemplaron.

—Decía hace un momento, señorita Prunescualo, que apenas nos conocemos. Y qué cierto es… si medimos nuestro mutuo conocimiento por las manecillas del reloj. Pero ¿es posible, señora mía, es posible que lo midamos de ese modo? ¿No hay algo en nosotros que contradice tan vulgar medida? ¿O acaso me estoy envaneciendo? ¿Acaso me estoy exponiendo a vuestro escarnio? ¿Estoy abriendo mi corazón demasiado pronto?

—¿Su corazón, señor?

—Mi corazón.

Irma se debatió consigo misma.

—¿Qué estaba diciendo sobre él, señor director?

Bellobosque no consiguió recordarlo, así que unió sus grandes manos a la altura del órgano en cuestión y esperó unos momentos a que llegara la inspiración. Por lo visto había ido más de prisa de lo que pretendía y se le ocurrió que su silencio, lejos de debilitar su posición, la reforzaba. Parecía dar una profundidad añadida a sus acciones y a su persona. La haría esperar. ¡Oh, la magia del silencio, su poder! Sintió que la garganta se le contraía como si estuviera mordiendo un limón.

Esta vez, al doblar el brazo, supo que ella lo tomaría. Y así fue. Los dedos de Irma en su antebrazo aceleraron su viejo corazón y entonces, sin decir palabra, avanzaron juntos hacia el jardín iluminado por la luna.

No fue fácil para Bellobosque decidir en qué dirección escoltar a su anfitriona. Poco imaginaba que era él el dirigido. Y era la cosa más natural, pues Irma conocía cada pulgada de aquel espantoso lugar.

Durante un rato permanecieron junto al estanque, donde el reflejo de la luna brillaba con fatua vacuidad. Lo contemplaron y luego alzaron la vista hacia el original. No tenía mayor interés que su acuoso fantasma, pero ambos sabían que no hacer caso de la luna en una noche así sería de una insensibilidad rayana en la barbarie.

Que Irma supiera que en el jardín había un cenador no era culpa suya, ni tampoco lo era que Bellobosque lo ignorara. Sin embargo, en su fuero interno se sonrojó mientras, como quien no quiere la cosa, doblando a derecha e izquierda en las encrucijadas de los caminos o bajo emparrados cargados de flores, iba conduciendo al director, indirecta pero decididamente, en esa dirección.

Bellobosque, en cuya imaginación aparecía un lugar idéntico al que, sin saberlo, se dirigía, había resuelto que era mejor que pasearan en silencio para que, cuando tuviera ocasión de sentarse y descansar los pies, su voz grave, al salir de las profundidades de su pecho, sonara en todo su esplendor.

Al rodear un gran arbusto de lilas coronado por la luz de la luna y encontrarse repentinamente ante el cenador, Irma se sobresaltó y dio un paso atrás. Bellobosque se detuvo junto a ella. Aprovechando que Irma había vuelto la cara hacia el otro lado, contempló distraídamente el apretado moño de color gris metálico que, sin un solo cabello fuera de sitio, brillaba bajo la luna. No era, sin embargo, nada en lo que un hombre debiera holgarse y, volviéndose a mirar el cenador que tanto la había turbado a ella, se enderezó y, colocando el pie en un ángulo bastante más agresivo, adoptó una postura teatral de la que nada sabía, pues era el equivalente inconsciente de lo que en aquel momento pasaba por su mente.

Se veía como la clase de hombre que nunca se aprovecharía de una mujer indefensa, un hombre generoso y comprensivo, alguien en quien cualquier damisela podría confiar en un bosque solitario. Pero también se veía como un macho. Su juventud había quedado tan atrás que no recordaba nada de ella, aunque daba por supuesto, erróneamente, que había saboreado la fruta purpúrea, roto corazones e hímenes, arrojado flores a damas asomadas a los balcones, bebido champán en sus zapatos y, en general, que había sido irresistible.

Dejó que los dedos de Irma le soltaran el brazo. Era en momentos como aquél cuando tenía que proporcionarle una sensación de libertad, sólo para atraerla aún más al otro lado del denso velo de su benevolencia.

Se echó mano a las hombreras de su blanca toga.

—¿Huele usted las lilas, señora? —dijo—, ¿las lilas iluminadas por la luna?

Irma se volvió.

—Tengo que ser sincera con usted, señor Bellobosque —dijo—. Si le dijera que las huelo cuando no es así, le estaría mintiendo y me estaría mintiendo a mí también. No comencemos así. No, señor Bellobosque, no las huelo. Estoy un poco resfriada.

Bellobosque tuvo la sensación de que tenía que partir de cero una vez más.

—Ustedes las mujeres son criaturas delicadas —dijo después de un largo silencio—. Deben cuidarse.

—¿Por qué habla usted en plural, señor Bellobosque?

—Estimada señora —repuso él lentamente y, tras una pausa—: Estimada… señora —repitió. Al oír su voz repitiendo las dos palabras por segunda vez, se le ocurrió que dejarlas tal como estaban, incoherentes, sin timón, sin prefacio o paréntesis, era con mucho lo mejor que podía hacer. No dijo una palabra más y el silencio resultó excitante, un silencio que, quebrado con una respuesta a la pregunta de ella, transformaría lo mágico en trivial.

No le respondería. Haciendo uso de su venerable cerebro, jugaría con ella. Irma tenía que darse cuenta desde el principio de que no siempre debía esperar respuesta a sus preguntas, de que los pensamientos de él podían encontrarse en otro lugar, en regiones en las que a ella le resultaría imposible seguirle… o de que sus preguntas (por mucho que él la amara y ella lo amara a él) no valía la pena contestarlas.

La noche se derramaba sobre ellos desde todos los lados: un millón de millones de kilómetros cúbicos de noche. ¡Oh, la alegría de encontrarse junto a la persona amada desnudo, por así decir, sobre una canica que gira mientras las esferas cruzan llameantes el universo!

Sin darse cuenta, ambos entraron en el cenador y se sentaron en un banco que encontraron atisbando en la profunda oscuridad aterciopelada. Era como si estuvieran en una caverna, aunque aquí y allá ésta estaba realzada por unos brillantes charquitos de luz de luna. Concentrados en su mayoría en la parte del fondo del cenador, estos charcos lívidos resultaron al principio un tanto perturbadores, pues iluminaban con descarado énfasis distintas partes de sus cuerpos. No obstante, había que aceptar esta arbitraria iluminación, pues, después de alzar la vista hacia donde las aberturas del tejado dejaban pasar la luz de la luna, a Bellobosque no se le ocurrió cómo sellarlas.

Desde el punto de vista de Irma, el aspecto moteado del cavernoso cenador resultaba al mismo tiempo relajante e irritante.

Relajante porque internarse en una caverna cuajada de noche sin un miserable parpadeo de luz para calibrar la distancia que la separaba de su compañero habría sido aterrador aun conociendo y confiando en el cortés e irreprochable caballero que la acompañaba. Aquel cenador moteado no era pues tan siniestro. Las luces que lo engalanaban, cierto es que más lívidas que alegres, se las arreglaban para disipar esa sensación de terror sólo conocida por los fugitivos o por quienes se han visto sorprendidos por la noche en un condado de espectros.

Sin embargo, aunque su satisfacción por el hecho de que la oscuridad no fuera total era grande, un sentimiento de irritación tan intenso como su alivio luchaba en su pecho plano por la supremacía. Esta irritación, difícilmente comprensible para nadie que no tuviera la figura de Irma ni una vivida imagen del cenador en cuestión, se debía al modo exasperante en que los rombos de luz caían sobre su cuerpo.

Más por nerviosismo que por otra cosa, Irma había sacado un espejo de mano al abrigo de la oscuridad y, sosteniéndolo en alto, no vio en el aire oscuro ante ella más que un largo y afilado segmento de luz. El espejo era del todo invisible, al igual que la mano y el brazo que lo sostenían, pero el reflejo independiente y luminoso de su nariz revoloteaba ante ella en la oscuridad. Al principio no supo de qué se trataba. Movió ligeramente la cabeza y vio ante ella uno de sus débiles ojillos reluciendo como el azogue, una visión capaz de anonadar en cualquier circunstancia, pero infinitamente más cuando el órgano en cuestión le pertenece a uno.

El resto de su cuerpo era medianoche indistinguible a excepción de un par de pies enormes y espectrales. Irma los arrastró, pero aquella mancha de luz era la más grande del cenador y sustraerse a ella requería una tensión muscular insoportable.

La cabeza de Bellobosque, iluminada, hacía que éste pareciera, más que nunca, un profeta mayor. No cabía duda de que sus níveos cabellos florecían.

Sabiendo que aquella luz maravillosa y penetrante que transfiguraba aquella cabeza era algo que no había que perderse, algo, de hecho, en lo que fijarse detenidamente, hizo un gran esfuerzo para olvidarse de sí misma, como haría cualquier enamorada de verdad, pero algo en ella se rebelaba contra una concentración tan exclusiva en su admirador, pues no ignoraba que debería ser ella la contemplada, ella la observada con detenimiento.

¿Acaso había pasado casi todo el día emperifollándose para sentarse en la oscuridad sin que se le viera otra cosa que los pies y la nariz?

Era intolerable. La relación visual andaba mal, pero que muy mal.

Bellobosque se había llevado un susto cuando, durante un momento, vio ante sí, en rápida sucesión, una nariz iluminada por la luna y luego un ojo iluminado por la luna. Evidentemente pertenecían a Irma. No había en todo Gormenghast nariz tan semejante a un cuchillo ni ojo tan débil y preocupado, a excepción de su compañero. Ver ante sí aquellos rasgos mientras la dama a la que pertenecían estaba sentada a su derecha, oculta pero muy palpable, desconcertó al anciano, y no fue hasta un rato después de vislumbrar el centelleo del espejo al guardarlo Irma en su bolsito cuando comprendió lo que había sucedido.

La oscuridad era tan profunda y oscura como el agua.

—Señor Bellobosque —dijo Irma—, ¿me oye usted, señor Bellobosque?

—Perfectamente, estimada señora. Su voz es alta y clara.

—Quisiera que se sentara usted a mi derecha, señor director… quisiera que intercambiásemos nuestros asientos.

—Cualquier cosa que usted quiera, aquí estoy yo para que dada le sea —dijo Bellobosque y, durante un momento, esbozó una mueca de dolor pues el caos gramatical de su respuesta había herido lo que de erudito quedaba en él.

—¿Nos levantamos a la vez, señor director?

—Estimada señora —replicó él—, que así sea.

—Apenas puedo verle, señor director.

—Aun así, estoy a su lado. ¿Le serviría mi brazo de ayuda en nuestro intercambio? Es un brazo que, en años pasados…

—Soy perfectamente capaz de ponerme de pie por mis propios medios. Señor Bellobosque, soy perfectamente capaz, gracias.

Bellobosque se levantó, pero al hacerlo, la toga se le enganchó en alguna rústica contorsión del banco de jardín y se encontró sentado en el aire.

—¡Demonios! —masculló ferozmente y, tirando de la toga, le hizo un gran desgarrón. Una desagradable vaharada de mal genio lo invadió y el rostro se le congestionó.

—¿Qué ha dicho usted? —preguntó Irma—. He dicho que qué ha dicho usted.

Por un momento, en la confusión de su enfado, sin darse cuenta se había proyectado de vuelta a la sala de profesores o a su aula o a la vida que había llevado durante decenas de años…

Sus viejos labios se contrajeron y dejaron al descubierto su descuidada dentadura.

—¡Silencio! —dijo—. ¡No en vano soy su director! En cuanto hubo hablado y se dio cuenta de lo que había dicho, el cuello y la frente le ardieron.

Paralizada por la emoción, Irma no pudo moverse. De haber poseído Bellobosque alguna clase de instinto telepático, habría sabido que tenía a su lado un fruto que, al menor contacto, le caería en las manos de tan maduro que estaba. Ignoraba todo esto pero, por suerte para él, el bochorno le impidió articular palabra. Y el silencio estaba de su parte. Irma fue la primera en hablar.

—Me ha dominado usted —dijo. Y sus palabras, sencillas y sinceras, tenían más orgullo que humildad. Tenían el orgullo de la rendición.

El cerebro de Bellobosque no era muy rápido, pero de ningún modo estaba moribundo. En aquel momento, su estado de ánimo temblaba en el polo opuesto de su temperamento. Eso en modo alguno contribuía a aclararle el pensamiento. Pero sí percibía la necesidad de andarse con extremada cautela. Percibía que su posición, aunque delicada, era ventajosa. Descubrir que su grosería al exigir silencio de su anfitriona lo había encumbrado a los ojos de ella en lugar de degradarlo suscitó en él una especie de regocijo que, aunque vergonzoso, era sin embargo inocente. Era el regocijo del niño cuya travesura no ha sido descubierta.

Ambos estaban de pie. Esta vez no le ofreció el brazo a Irma. Buscó a tientas en la oscuridad y encontró el de ella a la altura del codo. Los codos no son románticos, pero la mano de Bellobosque tembló al agarrar la articulación y la articulación tembló al contacto con su mano. Permanecieron un momento así. El perfume de piña de Irma era abrumador.

—Siéntese —dijo Bellobosque.

Habló con un tono un poco más alto, como alguien que goza de autoridad. No tenía por qué mostrarse severo, magnético o masculino. La bendita oscuridad hacía innecesario cualquier esfuerzo en esa dirección. Al amparo de la noche, Bellobosque se dedicó a hacer muecas: sacó la lengua, hinchó los carrillos… Estaba tan lleno de alegría…

Respiró hondo y eso le serenó.

—¿Se ha sentado usted, señorita Prunescualo?

—Oh, sí… Pues claro que sí —respondió ella en un susurro.

—¿Cómodamente, señora?

—Cómodamente, señor director, y en paz.

—¿En paz, estimada señora? ¿Qué clase de paz?

—La paz, señor director, de quien nada teme, de quien tiene fe en el brazo firme de la persona amada. La paz de corazón, mente y espíritu que son el atributo de quienes han descubierto lo que significa entregarse sin reservas a algo augusto y tierno.

La voz se le quebró y entonces, como para probar lo dicho, Irma gritó en la noche.

—¡Tierno!, eso es lo que he dicho. ¡Tierno y sin compromiso!

Bellobosque se desplazó ligeramente; casi se tocaban.

—Dígame, mi querida señora, si es de mí de quien hablaba. Si no es así, humílleme…, no tenga piedad y rómpale el corazón a un anciano con una sola sílaba. Si dice «no», sin una palabra la dejaré a usted y a este fecundo cenador, me internaré en la noche, saldré de su vida y quizá, quién sabe, también de la mía…

Estuviera o no engañándose, lo cierto es que estaba viviendo la esencia de lo que decía. Quizá el simple uso de las palabras le estimulaba tanto como la presencia de Irma y sus propios designios, pero eso no significa que el efecto global no fuera sincero. Estaba imbuido de todo lo relacionado con el amor y vadeaba sumergido hasta el pecho entre macizos de espinosas rosas. Aspiraba los aromas de una isla mágica. Su cerebro nadaba en un mar de especias. Pero no por ello había perdido de vista sus propósitos.

—Era de usted de quien hablaba —dijo Irma—. De usted, señor Bellobosque. No me toque. No me tiente. No haga nada. Sólo quédese a mi lado. No permitiré que profanemos este momento.

—De ningún modo, de ningún modo. —La voz de Bellobosque era grave y subterránea y la escuchó con placer. Pero era lo bastante sensible para saber que, a pesar de su sepulcral belleza, la frase que acababa de pronunciar era patéticamente inadecuada, y por eso añadió—: De ninguna de las maneras… —como si iniciara una frase—. De ninguna de las maneras, ah, definitivamente no, porque ¿quién puede prever cuándo, de improviso, la daga del amor…? —Pero se interrumpió. Aquello no iba a ninguna parte. Tenía que empezar de nuevo.

Tenía que decir cosas que borraran de la mente de Irma sus anteriores comentarios. Tenía que arrebatarla.

—Estimada mía —dijo, zambulléndose en las frondosas y febriles lindes del bosque del amor—. ¡Estimada mía!

—Señor Bellobosque… ¡Oh, señor Bellobosque! —respondió ella con voz apenas audible.

—Es el director de Gormenghast, su pretendiente, quien le habla, querida. Es un hombre maduro y amable y, sin embargo, disciplinario, temido por los malvados, el que se sienta a su lado en la oscuridad. Quisiera que se concentrara en eso. Cuando le digo que voy a llamarla Irma, no estoy pidiendo permiso a mi lucero amado… le estoy informando de lo que voy a hacer.

—¡Dígalo, hombre de mi vida! —exclamó Irma, desmandándose. Su voz estridente, que desentonaba con la secreta y callada atmósfera de galanteo en un cenador, desgarró la oscuridad.

Bellobosque se estremeció. La voz de Irma lo había conmocionado. En otro momento más apropiado le enseñaría a no hacer esas cosas.

Al recostarse de nuevo en el rústico respaldo del banco, se dio cuenta de que sus hombros se rozaban.

—Lo diré. A fe mía que lo diré, querida. No como una vulgar declaración sin pies ni cabeza, no como una mera reiteración del nombre más encantador y estimulante de Gormenghast, sino entretejido en mi oratoria, como parte integral de nuestra conversación, Irma, pues, como ve, ya ha salido de mi boca.

—Señor Bellobosque, me resulta imposible separar mi hombro del suyo.

—Y yo no tengo ningún deseo de hacerlo, paloma mía —dijo él y alzando su manaza, le palmeó el hombro aludido.

Llevaban tanto rato en la oscuridad que había olvidado que Irma llevaba un traje de noche. Al tocar su hombro desnudo, experimentó una sensación que le aceleró el corazón. Durante un momento se sintió aterrado. ¿Qué criatura era aquella que tenía al lado?, e invocó a un Dios desconocido para que lo librara de lo Desconocido, de los Serpentino, de todo lo vergonzoso, del demonio y la carne.

La enorme sima entre los sexos se abrió… así como un abismo, al mismo tiempo terrible y excitante, negro y escarpado como el cenador en el que estaban sentados; una vasta oscuridad, peligrosa e imponderable y sembrada con los restos de puentes caídos.

No obstante su mano se quedó donde estaba. Los músculos del hombro de Irma estaban tensos como una cuerda de arco, pero la piel era como satén. Y, de pronto, el terror de Bellobosque desapareció y una poderosa sensación, hasta podríamos decir que fogosa, empezó a poseerlo.

—Irma —susurró roncamente—, ¿es esto un sacrilegio? ¿Estamos manchando la reputación del amor más puro? A usted le corresponde decidirlo. Por lo que a mí respecta, camino entre arco iris…, por lo que a mí respecta… —Pero tuvo que interrumpirse pues, por encima de todo, deseaba tirarse al suelo de espaldas y patalear con sus viejas piernas a diestra y siniestra como un gallo de corral. Dado que eso no podía hacerlo, no le quedó más remedio que sacar la lengua en la oscuridad, bizquear y hacer muecas extravagantes de todo tipo. Unos atroces escalofríos le recorrían el espinazo.

En cuanto a Irma, no pudo responder. Lloraba de alegría. Su única respuesta fue poner su mano en la del director. Involuntariamente se acercaron más. Durante unos momentos reinó entre ellos ese silencio que todos los enamorados conocen, ese silencio que es un pecado romper hasta que, por propia voluntad, llega el momento y los brazos se relajan y los miembros agarrotados pueden estirarse de nuevo y ya no parece una falta de sensibilidad inquirir por la hora o hablar de otras cuestiones que no tienen cabida en el Paraíso.

Finalmente Irma rompió el silencio.

—Qué feliz soy —dijo en voz queda—. Qué feliz, señor Bellobosque.

—Ah…, querida…, ah —dijo el director hablando despacio y con gran serenidad—… Así debe ser…, así debe ser.

—Mis sueños más disparatados se han hecho realidad, se han convertido en algo que puedo tocar —dijo ella, y le oprimió la mano—. Mis pequeñas fantasías, mis pequeñas visiones, ya no lo son, querido maestro, ahora tienen sustancia, se han encarnado en usted… se han encarnado en usted.

Bellobosque no estaba seguro de que le gustara ser una de las pequeñas fantasías o visiones de Irma, pero su sentido de lo indecoroso estaba empantanado por la excitación.

—¡Irma! —exclamó, y la atrajo hacia sí. El cuerpo de ella cedía menos que una bandeja de pasteles, pero podía oír su respiración agitada.

—No es usted la única cuyos sueños se han hecho realidad, querida. Cada uno tiene en los brazos los sueños del otro.

—¿Lo dice en serio, señor Bellobosque?

—Naturalmente, ah, naturalmente —dijo él. A pesar de la oscuridad, Irma se lo representaba a su lado, lo veía con todo detalle, pues tenía una memoria excelente. Y lo que veía le gustaba. De pronto su imaginación se había convertido en un órgano poderoso, en realidad más perceptivo, claro y saludable que sus ojos reales, que tantos problemas le daban.

Y así, mientras conversaba con él, no tenía la sensación de estar comunicándose con una presencia invisible. La oscuridad se había olvidado.

—¿Señor Bellobosque?

—¿Señora mía?

—De algún modo, yo sabía…

—También yo…, también yo.

—Este hecho extraño y hermoso…, no me atrevo a abundar en ello…, que las palabras puedan ser tan innecesarias…, que cuando empiezo una frase, no haya necesidad de terminarla…, todo esto y tan de repente. Repito, tan de repente… —Lo que para los jóvenes sería repentino, para nosotros es reposado. Lo que en ellos sería temerario es un juego de niños para usted, querida, y para mí. Somos personas maduras, querida, juiciosas. El brillo dorado, la pátina del tiempo nos cubren. Por tanto, estamos seguros y no experimentamos angustias de jovenzuelos. Admitamos nuestros años, señora. El tiempo, es cierto, ha aplanado nuestros pies, oh, sí, pero ¿con qué propósito? Con el de afianzarnos, con el de darnos equilibrio, con el de llevarnos sanos y salvos por los senderos montañosos. Dios me bendiga… ah, Dios me bendiga. ¿Cree usted que podría haberla cortejado victoriosamente en mi juventud? ¡Ni en un millón de años! ¿Y por qué, eh? ¿Y por qué? Inexperiencia, ésa es la respuesta. Pero ahora, en el espacio de media hora o menos, la he tomado al asalto, al asalto. ¿Y acaso estoy sin aliento? No. He traído mis cañones para asediarla y, sin embargo, todavía me queda abundante munición… Ah, sí, sí, Irma, madura mía… ¿Lo ve usted? ¿Lo ve usted? Maldita sea, somos personas equilibradas y de eso se trata.

La imagen mental de Irma era aterradoramente clara. La voz de Bellobosque había realzado los contornos de su imagen.

—Pero yo no soy vieja, señor Bellobosque, ¿no es cierto? —dijo Irma después de un silencio. A decir verdad, se sentía joven como un pichón.

—¿Qué es la edad? ¿Qué es el tiempo? —dijo Bellobosque, y a continuación, respondiéndose a sí mismo con voz sombría, dijo—: ¡El infierno! Y los odio.

—No, no, no lo permitiré —dijo Irma—. No lo permitiré, señor Bellobosque. La edad y el tiempo son lo que uno hace de ellos. No volvamos a mencionarlos.

Bellobosque se acomodó en sus viejas posaderas.

—¡Señora! —exclamó de pronto—. ¡Señora! Se me ha ocurrido algo que estoy seguro que le parecerá de lo más cómico.

—¿De veras, señor Bellobosque?

—Relacionado con lo que ha dicho sobre la edad y el tiempo. ¿Me escucha, querida?

—Sí, señor Bellobosque… ¡ávidamente!… ¡Ávidamente!

—Me parece que sería de lo más divertido decir, en una reunión, cuando se presentara el momento oportuno, tal vez en el curso de una conversación sobre relojes que uno mismo podría sacar a colación, podría decirse con toda la frivolidad del mundo: «El tiempo es lo que uno hace de él». Volvió la cabeza hacia ella en la oscuridad y esperó. No hubo respuesta de Irma. La mujer pensaba frenéticamente y empezaba a sentirse presa del pánico. El rostro crispado de ansiedad le ardía y no podía emitir ningún sonido. Y de pronto tuvo una idea. Se pegó un poco más contra él.

—¡Qué delicioso! —consiguió decir al fin, pero su voz sonó muy forzada.

El silencio que siguió no duró más que unos segundos, pero para Irma fue tan largo como esa escalofriante quietud que aguarda a los pecadores cuando, ante el trono del juicio, esperan a recibir el veredicto. El cuerpo le temblaba, porque había mucho en juego. ¿Había dicho algo tan estúpido que ningún director de escuela que se preciara se dignaría siquiera aceptarla? ¿Había levantado sin querer alguna trampilla de su cerebro y revelado a su brillante pretendiente lo fría, negra, aburrida y estéril que era la región que había dentro?

No. ¡Ah, no! Porque su voz, que volvía a surgir de la penumbra, tenía, si cabe, una ternura aún mayor de la que nunca hubiera osado esperar en un hombre.

—Tienes frío, mi amor. Estás helada. La noche no es para pieles delicadas. Por todos los demonios que no lo es. ¿Y yo? ¿Qué hay de mí, de tu pretendiente? ¿También tiene frío tu viejo galán, querida? Lo tiene, en efecto. Y lo que es más, se está hartando de tanta oscuridad. De la oscuridad que todo lo cubre, que enmascara las facciones vivas de la belleza, que te envuelve, Irma. Por todos los demonios, es una situación exasperante y baldía… —Bellobosque empezó a levantarse—… Te digo, querida, que este cenador es detestable. Sintió la presión de unos dedos en el antebrazo. —Ah, no, no… No te permitiré que blasfemes. No consentiré que uses lenguaje obsceno en nuestro sagrado cenador.

Por un momento, Bellobosque se sintió tentado de hacerse el travieso. Su estado de ánimo oscilaba rápidamente movido por la excitación básica del cortejo. ¡Era tan delicioso ser reprendido por una mujer! Se preguntó si valdría la pena sobresaltarla con la excusa de su desbordante amor, paladear de nuevo el dulce vino de la reprimenda, los efluvios nunca antes experimentados del remordimiento fingido… ¿Compensaría eso la degradación de su estatus moral? ¡No! No bajaría de su pináculo.

—Este cenador será para siempre el nuestro —dijo—. Es la oscuridad que retiene cautiva, esta materia oscura como boca de lobo que me oculta tu rostro…, es esta oscuridad lo que yo llamé detestable, y lo es. Es tu rostro, Irma, tu rostro altivo, lo que yo ansío ver. ¿Es que no lo comprendes? ¡Por el gran claro de luna, amor mío, por el vasto claro de luna! ¿Acaso no es natural que un hombre desee deleitarse en el semblante de su amada?

La palabra «amada» afectó a Irma como lo habría hecho una herida de bala. Se llevó las manos al pecho y, al presionar sobre éste, el agua tibia de su falso seno gorgoteó en la oscuridad.

Pensando que Irma se estaba riendo de lo que él había dicho, Bellobosque se puso tieso. Pero el terrible sonrojo de humillación que estaba a punto de asomar a su rostro fue sofocado por la voz de Irma. El gorgoteo debía de ser sin duda una manifestación de amor, de un extraño y acuoso amor insondable para él, porque la mujer dijo:

—Oh, profesor, llévame donde la luna te muestre a mí.

—¿Mostrarte a mí? —repitió Bellobosque que, durante un buen rato, fue incapaz de descifrar lo que para él sonó como un idioma extranjero. Pero no se quedó quieto, como habrían hecho hombres de menor talla mientras meditaban, sino que, respondiendo a la primera parte de la orden de Irma, la llevó fuera del cenador. Al instante la luz los inundó… y al mismo tiempo, la sintaxis de Irma quedó clara en la mente del director.

Avanzaron juntos, como espectros, como estatuas móviles que proyectaban sus largas sombras negras cruzando los senderos, bajando las pendientes de roca, trepando por los enrejados.

Por fin se detuvieron brevemente en el lugar donde un querubín de piedra se agazapaba al borde de una pila de granito para los pájaros. A la izquierda veían las ventanas iluminadas de la larga sala de recepciones. Pero lo que no pudieron ver es que en medio de un público extasiado, el médico empuñaba el martillito de plata como quien está a punto de jugarse el todo por el todo. No podían saber tampoco que, mediante un sobrenatural esfuerzo de voluntad, el control pleno de todas sus facultades deductivas y la liberación de un talento irracional, el médico había llegado a la clase de conclusión más comúnmente asociada a los compositores que a los científicos y se hallaba en aquel momento al borde del éxito o del fracaso.

Para ayudar al médico en su exhaustiva búsqueda de la causa de la parálisis, el «cuerpo» había sido despojado de todas sus ropas, a excepción del birrete.

Lo que sucedió después fue algo que, a pesar de las muchas divergencias entre los relatos que se hicieron posteriormente, porque parecía que cada uno de los profesores presentes percibió algún detalle menor oculto para los demás, coincidía en lo esencial. La velocidad a la que sucedió fue fenomenal y debe comprenderse que las microscópicas elaboraciones del incidente que durante tanto tiempo fue el principal tema de conversación no fueron más que invenciones que tenían el propósito más o menos encubierto de redundar en beneficio del narrador, posiblemente mediante la aureola de gloría indirecta que todos creían poseer por el mero hecho de haber estado allí. Sea como fuere, todos coincidían en que el médico, con las mangas de la camisa bien arremangadas, de repente se irguió de puntillas y, alzando el martillo de plata en el aire, donde relumbró a la luz de las velas, lo dejó caer, al parecer con una especie de impulso descendente controlado, sobre las regiones inferiores de la espina dorsal. Tras el impacto del martillo, el médico retrocedió de un salto y contempló, con los brazos extendidos a los lados y los dedos rígidos, la instantánea convulsión de su paciente. Retorciéndose como una anguila agonizante, ese caballero saltó de pronto en el aire y, aterrizando sobre sus pies, fue visto atravesar la habitación y los ventanales como una centella y correr por el césped iluminado por la luna a una velocidad que desafiaba la credulidad de todos los presentes.

Y aquellos que, agrupados en torno al médico, habían sido testigos de la transformación y el notable atletismo que tan rápidamente le siguió no fueron los únicos sorprendidos por el espectáculo.

En el jardín, entre las lívidas manchas y los fríos pozos de sombra, una voz decía:

—No sería apropiado, Irma querida, que esta noche, esta primera noche, agotásemos nuestros corazones… no, no, no sería apropiado, dulce prometida.

—¿Prometida? —exclamó Irma, mostrando los dientes en un relampagueo y meneando la cabeza—. Oh, profesor, ¡no es posible! ¡Todavía no!

Bellobosque frunció el ceño como Dios considerando el estado del mundo en el Tercer Día. Una sagaz sonrisa jugueteó por su vieja boca, pero al parecer se perdió entre las arrugas.

—Naturalmente, mi delicioso timón. Una vez más fijas mi rumbo, y por eso te adoro, Irma…, todavía no prometida, es cierto, pero…

El anciano se sacudió como un arma con retroceso e Irma con él, porque en ese momento estaba entre sus brazos entogados. Apartando sus atónitos ojos de los del director, Irma siguió su mirada y al instante se aferró a él en un desesperado abrazo, porque de pronto vieron ante ellos, desnuda bajo los deslumbrantes rayos de la luna, una figura fugitiva que, pese a lo corto de sus piernas, cubría las distancias con la velocidad de una liebre. La borla del negro birrete, única apelación a la decencia, se sacudía detrás como la cola de un burro.

En cuanto Irma y el director vieron la aparición, ésta alcanzó el alto muro del jardín. Nunca se descubrió cómo pudo trepar por él. Sencillamente lo subió, acompañado de su sombra, y lo último que se vio del señor Chirlomirlo, en otro tiempo miembro del personal del señor Bellobosque, fue un lunar relampagueo de nalgas donde el alto muro apuntalaba el cielo.