Hay ocasiones en las que las emociones son tan tumultuosas y el funcionamiento racional de la mente tan superficial que no hay modo de saber dónde termina lo real y dónde empiezan las imágenes de la fantasía.
En su habitación, Irma veía a Bellobosque a su lado como si de verdad estuviera allí, pero también veía perfectamente a través de él, de manera que el cuerpo de su pretendiente aparecía decorado con el dibujo del papel pintado que tenía detrás. Veía una gran hueste de profesores, miles de ellos, y todos del tamaño de alfileres de sombrero. Estaban sobre su cama, como una nutrida y solemne congregación, y le hacían reverencias, pero también veía que tenía que cambiar la funda de la almohada. Miró por la ventana con la mirada desorbitada y perdida. La luz de la luna cubría con una especie de neblina la alta copa de un olmo y el olmo se convirtió de nuevo en el señor Bellobosque con su distinguida y señorial melena. Vio una figura, sin duda una quimera, saltar el muro de su jardín y correr como una sombra hasta detenerse bajo la ventana de la farmacia. En el fondo de su cerebro, algo le decía que había visto ese movimiento antes, ese movimiento furtivo y veloz, pero, en el estado de éxtasis en el que se encontraba, no tenía la menor idea de qué era real y qué fantasía.
Y por eso, cuando vio una figura cruzando subrepticiamente el jardín ni siquiera sospechó que se trataba de una criatura real, de carne y hueso, y mucho menos que se trataba de Pirañavelo. El joven, que había forzado la ventana de la habitación situada bajo aquella en la que Irma seguía arrobada, no había tardado en encontrar la droga que buscaba a la luz de una vela. La pequeña llama arrancó destellos azules, carmesíes y de un verde mortífero de las botellas que se abarrotaban en los estantes. En pocos instantes, Pirañavelo había vertido un par de dedos de un líquido viscoso en el frasco que llevaba y devuelto la botella del doctor a su estante. Tapó su frasco y en un abrir y cerrar de ojos se encontró descolgándose por la ventana.
Por encima de los muros del jardín, las moles superiores del castillo de Gormenghast brillaban a la ominosa luz de la luna. Deteniéndose un momento antes de dejarse caer del alféizar al suelo, Pirañavelo se estremeció. La noche era cálida y no había motivo para estremecerse, si no es que un arrebato de alegría, de una oscura alegría, estremece el cuerpo de un hombre que está solo, bajo la luna, en una misión secreta, con hambre en el corazón y hielo en el cerebro.