Se acordó que el personal docente se reuniría en el patio frente a la casa del doctor unos pocos minutos después de las nueve y allí esperaría a Bellobosque, quien, en calidad de director, había hecho oídos sordos a la sugerencia de que era él quien debía llegar el primero y esperarlos a ellos. El argumento de Percha-Prisma de que resultaba bastante más ridículo que una horda de hombres se dedicara a merodear por allí como si estuvieran fraguando alguna conjura que el que Bellobosque hiciera lo propio, aunque fuera el director, no hizo mella en el viejo león.
En su presente estado de ánimo, Bellobosque se mostró particularmente inflexible. Les había echado una mirada furibunda por encima del hombro, como si estuviera acorralado.
—Que en años venideros nadie pueda decir —concluyó— que en una ocasión, por la noche, en el patio Sur, un director de Gormenghast tuvo que esperar que su personal tuviera a bien hacer acto de presencia. Que nadie pueda decir que cargo de tanta responsabilidad fue objeto de tamaña irreverencia.
Y fue así como, pasados unos minutos de las nueve, se formó un gran borrón en la oscuridad del patio, como si una porción del crepúsculo se hubiese coagulado. Bellobosque, oculto tras una columna del claustro, había decidido hacer esperar a su personal al menos cinco minutos, pero fue incapaz de contener su impaciencia. No habían pasado ni tres minutos desde que llegaran cuando su nerviosismo le impulsó a mostrarse a oscuridad abierta. Cuando estaba a mitad del patio y podía escuchar con toda claridad el murmullo de sus voces, la luna salió de detrás de una nube. En la fría luz que iluminó el punto de encuentro, las rojas togas de los profesores despedían un resplandor del color del vino. No así la de Bellobosque. Su toga de etiqueta era de la más fina seda blanca y llevaba una gran G bordada en la espalda. Aquella toga era magnífica y voluminosa aunque, a la luz de la luna, el efecto era un tanto sobrecogedor y más de uno se sobresaltó al ver lo que parecía ser un fantasma cayendo sobre ellos.
Los profesores habían olvidado el atuendo ceremonial del director. Bostezoyerto nunca lo vistió. Para los miembros más mezquinos del personal, había algo irritante en aquella discrepancia indumentaria de sus togas que confería al anciano tan singular ventaja, tanto decorativa como socialmente. Todos se habían sentido secretamente satisfechos de contar con la oportunidad de lucir en público sus togas rojas, aunque el público consistiera únicamente en el doctor y su hermana (porque los demás profesores no contaban), y ahora Bellobosque, ni más ni menos que Bellobosque, su decrépito jefe, les había robado, con un único campanazo, la suntuosidad de su rojo atronador.
Bellobosque percibió el descontento de su personal, aunque fuera pasajero, y lo alentó todavía más. Sacudió su blanca melena a la luz de la luna y se recogió la toga ártica en un gran pliegue escultural.
—Caballeros —dijo—. Silencio, por favor. Se lo agradezco.
Agachó la cabeza de manera que, con el rostro oculto entre las sombras, pudo relajar sus facciones en una sonrisa de deleite al verse obedecido. Cuando alzó el rostro de nuevo, su expresión era tan solemne y noble como antes.
—¿Están presentes todos los reunidos?
—¿Qué diablos significa eso? —dijo una bronca voz que surgió de la penumbra roja de las togas y, superponiéndose a la voz de Mulfuego, la risa en staccato de Florimetre estalló en sonoros chacoloteos.
—¡Oh, caramba, caramba, si eso no es madurez! «¿Están presentes todos los reunidos?». Pero ¡qué bromista es el viejo, el Señor guarde mis pulmones!
—¡En efecto, en efecto! —intervino una voz más tajante—. Lo que presumiblemente trataba de preguntar —era Mustio quien hablaba— era si todos los que están aquí están de verdad aquí o si había quien se creía aquí cuando en realidad no lo estaba. Caramba, es bastante sencillo, una vez dominada la sintaxis.
En algún punto muy cercano a espaldas del director se oyó una risa horrenda y sofocada y luego el sonido de un cubo de aliento al ser extraído de las profundidades de un pozo…, a continuación la voz gutural de Opus Chiripa.
—Pobre viejo Bellobosque —dijo—. ¡Pobre viejo y maldito Bellobosque! —Y luego volvió a escucharse el rumor de tripas y un coro de risa siniestra y estúpida.
Bellobosque no estaba de humor para aquello. Su viejo semblante se sonrojó y las piernas le temblaron. La voz de Chiripa había sonado muy cerca, justo detrás de su hombro izquierdo. Bellobosque dio un paso atrás y, volviéndose bruscamente con un remolineo de su toga blanca, extendió su largo brazo y se sorprendió ante lo que al principio le pareció un triunfo total. Su viejo y nudoso puño había golpeado una mandíbula humana. Una amarga y desaforada sensación de dominio lo poseyó junto a la embriagadora sensación de que llevaba más de setenta años infravalorándose y de que, sin proponérselo, había descubierto en su interior un «hombre de acción». Pero su entusiasmo duró poco porque la figura que yacía gimiendo a sus pies no era Opus Chiripa, sino el canijo y dispéptico Franegato, el único miembro de su personal que le tenía un cierto respeto.
Pero la pronta acción de Bellobosque tuvo un efecto moderador.
—¡Franegato! —dijo—, dejemos que esto les sirva de advertencia. Levántate, amigo. Has actuado noblemente, noblemente.
En ese momento, algo surcó el aire y golpeó en la muñeca a un oscuro miembro del claustro. Ante su grito, pues el impacto fue doloroso, Franegato quedó olvidado en el acto. Encontraron una pequeña piedra redonda a los pies del oscuro profesor y todas las cabezas se volvieron a la vez hacia el patio en sombras, aunque no pudieron ver nada.
Muy arriba, en lo alto de uno de los muros septentrionales, donde las ventanas no parecían mayores que ojos de cerradura, Pirañavelo, sentado en uno de los alféizares con las piernas colgando, enarcó las cejas al oír el lejano grito y, cerrando los ojos piadosamente, besó su tirachinas.
—Fuera lo que fuese o viniera de donde viniese, al menos ha servido para recordarnos que llegamos tarde, amigo mío —dijo Mustio.
—Muy cierto —musitó Jirón, que casi siempre iba pisándole los talones a los comentarios de su amigo—. Muy cierto.
—Bellobosque —dijo Percha-Prisma—, espabílate, viejo amigo, y abre la marcha. Veo todas las luces encendidas en el hogar de los Prune. ¡Señor, menuda pandilla somos! —Sus ojillos de cerdo recorrieron uno a uno los rostros de sus colegas—. Menuda pandilla de espantajos estamos hechos… pero qué le vamos a hacer, qué le vamos a hacer.
—Tampoco es que tú seas una rosa —dijo una voz.
—¡Entremos de una vez, venga, entremos! —exclamó Florimetre—. ¡Mostrémonos terriblemente alegres! ¡Terriblemente alegres! ¡Tenemos que estar todos terriblemente alegres!
Percha-Prisma se acercó disimuladamente a la espalda de Bellobosque.
—Viejo amigo —dijo—. ¿No habrás olvidado lo que te dije de Irma? Puede resultarte una situación incómoda. Tengo información más reciente todavía. Está loquita por ti, viejo. Loquita. Ándate con cuidado, jefe. Ándate con mucho cuidado.
—Me… andaré… con… cuidado, Percha-Prisma, no temas —dijo Bellobosque con una mirada maliciosa que sus colegas no tuvieron modo de interpretar.
Cañizo, Chirlomirlo y Sobrecaña iban cogidos de la mano. Su maestro espiritual había muerto y estaban inmensamente alegres por ello. Intercambiaron guiños y codazos en las costillas y volvieron a unir sus manos en la oscuridad.
Se inició una migración en masa hacia el portón de los Prunescualo, que no daba paso a nada que pudiera llamarse un jardín propiamente dicho, sino a una zona cubierta de grava roja que había sido rastrillada por el jardinero. Las líneas paralelas trazadas por el rastrillo eran perfectamente visibles a la luz de la luna, pero podía haberse ahorrado el esfuerzo porque, en cuestión de un instante, las nítidas estrías fueron cosa del pasado. Ni un palmo cuadrado de la roja superficie escapó al roce y el pisoteo de los pies de los profesores. Centenares de huellas de todas las formas y tamaños se entrecruzaban; puntas y tacones superpuestos de forma tan caprichosa que parecía que entre los profesores había quienes podían jactarse de tener pies tan largos como brazos y otros que sin duda debían de tener dificultades para mantener el equilibrio sobre unos zapatos que hasta un mono habría encontrado demasiado pequeños.
Una vez franqueado el cuello de botella del portón del jardín y la horda de color rojo vino, con Bellobosque a la vanguardia como una oriflama, ante la puerta principal, el director se volvió con la mano suspendida a la altura del llamador y, alzando su testa leonina, se disponía a recordarle a su personal que, como invitados de Irma Prunescualo, esperaba encontrar en su porte y comportamiento general ese sentido del decoro que, hasta la fecha, nada le hacía sospechar que poseyeran o ni tan siquiera fueran capaces de fingir, cuando un mayordomo, ataviado como un árbol de Navidad, abrió la puerta de par en par con una floritura que sin duda era fruto de muchos años de experiencia. La velocidad de la puerta al girar sobre sus goznes fue extraordinaria, pero igual de impresionante resultó el silencio, un silencio tan absoluto que a Bellobosque, con la cabeza vuelta hacia su personal y la mano todavía tanteando el aire en busca del llamador, le resultó imposible dilucidar ni imaginar el motivo del extraño comportamiento de sus colegas. Cuando un hombre se dispone a pronunciar un discurso, por modesto que éste sea, le alegra contar con la atención del público. Encontrar en cada uno de los rostros que miraban fijamente en su dirección una expresión del más vivo interés, pero un interés que evidentemente no tenía nada que ver con él, resultaba más que inquietante. ¿Qué les ocurría? ¿Por qué estaban todos aquellos ojos tan desenfocados o, si estaban enfocados, por qué eludían los suyos como si hubiese algo irresistible en la madera de la alta puerta verde que tenía a su espalda? ¿Y por qué Chirlomirlo estaba de puntillas para poder ver más allá de él?
Bellobosque estaba a punto de volverse, no porque pensara que hubiera nada que ver, sino porque empezaba a experimentar esa sensación que hace que un hombre mire atrás en un camino desierto para asegurarse de que en efecto: está solo; pero antes de que pudiera hacerlo por voluntad propia, recibió dos fuertes aunque deferentes golpes de nudillo en el omoplato izquierdo y, volviéndose de un salto, como si le hubiera tocado un fantasma, se encontró cara a cara con el alto mayordomo-árbol.
—Estoy seguro de que el señor disculpará que me haya tomado libertades con mis nudillos —dijo la lustrosa figura del vestíbulo—. Pero se les espera con impaciencia, señor, y no me extraña, si me permite decirlo.
—Si insiste —dijo Bellobosque—. Que así sea.
Su comentario no tenía ningún sentido pero era lo único que se le había ocurrido.
—Y ahora, señores —continuó el mayordomo elevando la voz hasta un registro más alto, lo que le dio a su rostro una expresión muy distinta—, si tienen la bondad de seguirme, les llevaré ante la señora.
Se hizo a un lado y gritó en la oscuridad:
—¡Adelante, caballeros, si son tan amables! —Y, girando bruscamente sobre sus talones, precedió a Bellobosque a través del vestíbulo y por una serie de cortos corredores hasta que, al llegar a un espacio más amplio al pie de un tramo de escalera, se detuvo y con él los que le seguían.
—No dudo, señor —dijo el mayordomo inclinándose con reverencia mientras hablaba, y para el gusto de Bellobosque, el hombre hablaba demasiado—, no dudo que está usted al corriente del procedimiento habitual.
—Pues claro, buen hombre. Pues claro —dijo Bellobosque—. ¿De qué se trata?
—¡Oh, señor! Tiene usted mucho sentido del humor —dijo el mayordomo, y empezó a reírse entre dientes, un sonido nada agradable para provenir de un árbol.
—Existen muchos procedimientos, buen hombre. ¿A cuál de ellos se refiere?
—A aquel que tiene que ver con el orden en que se anuncia a los invitados, señor…, por el nombre, naturalmente, mientras van entrando uno a uno por la puerta del salón. Está todo previsto, señor.
—¿En qué orden va a ser, mi buen muchacho, sino en el de antigüedad?
—Y así es, señor, a todos los efectos, salvo que es costumbre que el director, que en este caso es usted, señor, cubra la retaguardia.
—¿La retaguardia?
—En efecto, señor. Imagino, señor, que como el pastor al que protege a su rebaño, por así decir.
Siguió un breve silencio durante el cual Bellobosque empezó a darse cuenta de que, siendo el último en presentarse ante su anfitriona, sería el primero en entablar conversación con ella.
—Muy bien —dijo—. Por supuesto, no hay que violar las tradiciones. Por ridículo que parezca, cubriré la retaguardia, por usar sus palabras. A todo esto, se hace tarde. No hay tiempo para dividir al personal por edades y todo eso. Ya no son pollos ninguno de ellos. Vamos, caballeros, vamos, y si fueras tan amable de dejar de peinarte antes de que se abra la puerta, Florimetre, como responsable de este claustro te estaría muy agradecido. Gracias.
En ese momento, la puerta que daba a la escalera se abrió y un largo rectángulo de luz dorada cayó sobre una sección de los profesores formados en orden de batalla. Las togas llamearon. Los rostros brillaron, espectrales. Volviéndose casi simultáneamente, tras unos minutos de encandilada ceguera se refugiaron en las sombras circundantes. Una cara enorme asomó por el borde de la puerta abierta a través de la cual se derramaba la luz y los miró.
—¿Nombre? —susurró con voz pastosa, y un brazo emergió por la puerta y arrastró a la figura más cercana hacia la luz asiéndola por un puñado de tela roja.
—¿Nombre? —susurró de nuevo.
—¡El nombre es Florimetre, caramba! —siseó el caballero—, pero ¡quítame de encima tu puño de zoquete, imbécil! —A Florimetre, cuyos arrebatos de mal genio eran infrecuentes y efímeros, lo había puesto furioso que lo agarraran de la toga con tan poca delicadeza y se la dejaran hecha un higo—. ¡Suéltame! —repitió con rabia—. ¡Por todos los diablos que haré que te azoten!
El tosco lacayo se inclinó y acercó sus labios al oído de Florimetre.
—Te… mataré… —susurró, como quien no quiere la cosa, y Florimetre se llevó un buen susto. Era como si aquel sujeto le estuviera pasando disimuladamente alguna información confidencial, como un espía. Antes de que tuviera tiempo de recobrarse, Florimetre se vio empujado hacia delante y de pronto se encontró solo en el gran salón. Solo si exceptuamos la hilera de criados alineados junto a la pared de la derecha y delante, en el otro extremo del salón, a sus anfitriones, muy tiesos y quietos a la luz de un sinfín de velas.
De haber dispuesto Bellobosque de antemano el orden en el que había de anunciarse al personal, es poco probable que hubiera dado con la feliz idea de escoger de su baraja a Florimetre para abrir la partida, por así decir, con una carta de tan poca sustancia.
Pero el azar se había encargado de que, de todas las togas fuera la de Florimetre la que estuviera al alcance de la mano que buscaba a tientas. Y mientras éste, el inconstante y fatuo Florimetre, avanzaba grácil como un pájaro lavandera blanca por los metros de color verde grisáceo de la alfombra y a pesar del sobresalto del que había sido víctima, iba insuflando en la atmósfera fría y expectante de la sala algo que ningún otro profesor poseía, a saber, una especie de calidez o jovialidad no humana, sino vítrea, un atributo vivaz y centelleante.
Era como si Florimetre se alegrase tanto de vivir que nunca hubiese vivido. Cada momento era algo intenso y colorido, un gorjeo o un restallido de palabras en el aire. Estando Florimetre cerca, ¿quién sospecharía que monstruos tan vulgares como la muerte, el nacimiento, el amor, el arte y el dolor acechaban a la vuelta de la esquina? Era un espectáculo demasiado embarazoso. Si Florimetre conocía a esos fantasmas, lo guardaba en secreto. A bordo de su canoa privada, navegaba sobre las profundidades sepulcrales cambiando de rumbo.
Con un golpe de remo cuando los cuerpos de la negra ballena de la muerte o el rojo calamar de la pasión emergían por un instante del piélago.
No había recorrido aún más de un tercio de la distancia que le separaba de sus anfitriones y el eco de la voz estentórea que había lanzado su nombre al otro extremo de la sala aún retumbaba y, sin embargo, con sus andares de lavandera blanca, su elegancia, sus móviles y descaradas facciones, tan dispuestas a entretener y a ser entretenidas siempre y cuando uno no se tomara demasiado en serio la vida, ya había roto el hielo para los Prunescualo. Había una cierta calidez en su fatuidad, en su descaro. Las puntas de sus zapatos brillaban como espejos y sus pies avanzaban con un claqueteo muy personal.
Estirando los cuellos para poder ver el avance de Florimetre, los profesores respiraron con más libertad. Sabían que jamás podrían recorrer la larga alfombra con nada parecido al aire de Florimetre, pero, con cada paso, con cada inclinación de cabeza, él les recordaba que la finalidad de la vida es ser feliz.
¡Y, oh, qué encanto, qué cándido encanto, cuando Florimetre salvó los pocos metros que le quedaban por recorrer con una vivaz carrerilla y, extendiendo ambas manos, tomó entre los suyos los flácidos dedos blancos que Irma le tendía!
—¡Caramba, caramba! —exclamó, y su voz resonó por todo el salón—. Ésta es, mi querida señorita Prunescualo, ésta es sin ninguna duda… —Y, volviéndose al doctor, añadió—: ¿No lo cree usted así? —Mientras estrechaba la mano tendida, sacando pecho y sacudiendo la cabeza alegremente.
—¡Bien, espero que llegue a serlo, mi buen amigo! —exclamó Prunescualo—. ¡Es un placer tenerte aquí! Y, por cierto, Florimetre, me das ánimos, de verdad… Por todo lo que vivifica que te lo agradezco de todo corazón. Y ahora, no desaparezcas en toda la noche, ¿me harás el favor?
Irma inclinó la cabeza hacia su hermano y separó los labios en una amplia sonrisa, mortecina y calculada, que pretendía expresar muchas cosas, entre ellas lo incondicionalmente que se adhería al sentir de su hermano. Trataba asimismo de dar a entender que, a pesar de sus atributos de femme fatale, en el fondo no era más que una niñita impresionable y terriblemente vulnerable. Pero la noche era joven y sabía que tendría que cometer muchos errores antes de que las sonrisas le salieran como era debido.
Afortunadamente, Florimetre, que miraba todavía al doctor, no fue testigo de aquella coquetería de Irma. Estaba a punto de decir algo cuando la potente y vulgar voz de la entrada de la sala rebuznó: «El profesor Mulfuego». Florimetre volvió la cabeza alegremente y se cubrió los ojos con la mano a modo de visera en imitación del vigía que escruta algún horizonte lejano. Con una rápida sonrisa de placer y una contorsión de su agraciado cuerpo, se dirigió a las mesas laterales, donde, con los codos bien levantados, entrelazó los diez dedos de sus manos en un apretado nudo mientras paseaba la vista por los vinos y manjares, balanceándose distraídamente sobre los costados de sus zapatos.
¡Qué diferente era Mulfuego, con sus torpes e irritadas zancadas! Y, de hecho, qué dispares eran entre sí todos los que desfilaron aquella noche; el color de sus togas el único elemento común.
Franegato, que parecía un alma en pena recorriendo la alfombra como quien recorre un camino interminable; el pesado y sucio Chiripa, que, a pesar de su vigor y el empuje de la hogaza que tenía por mandíbula, parecía a punto de caer de rodillas en cualquier momento y echarse a dormir en la alfombra; Percha-Prisma, horriblemente alerta, cuyos blancos rasgos porcinos brillaban a la luz de las velas, y cuyos ojos negros como botones se movían nerviosamente de un lado a otro mientras avanzaba a pasos cortos y agresivos.
Con esta o aquella figura, con tales o cuales andares, todos emergieron del vestíbulo a la rebuznante voz de alarma de sus nombres, hasta que Bellobosque se encontró solo en la penumbra.
A medida que cada uno de los profesores invitados iba hacia ella por la alfombra, Irma tuvo la mar de tiempo para calibrar la vulnerabilidad de cada cual a los encantos que ella no tardaría en desplegar. Algunos, por supuesto, eran casos perdidos, pero aun descartándolos, se descubrió barajando favorablemente frases como «diamante en bruto», «corazón de oro», «aguas mansas»…
Mientras los laterales de la sala iban llenándose con los que ya habían sido presentados y la conversación elevaba el tono a medida que su número aumentaba, Irma, que, tiesa junto a su hermano, elucubraba sobre los pros y los contras de quienes le habían sido presentados, fue arrancada de una especulación más optimista que las otras por la voz de su hermano.
—¿Y cómo está Irma, esa hermana mía, ese dulce estremecimiento? ¿Está arrullando? ¿Está cansada de la carne o no? ¡Por las puntas de lanza, Irma! ¡Qué aspecto tan resuelto, tan marcial tienes! Relájate un poco, derrítete. Piensa en leche y miel. Piensa en las medusas.
—Cállate —siseó ella desde un extremo de la sonrisa que estaba perpetrando, una sonrisa más ambiciosa que ninguna de las que hasta ese momento se había atrevido a crear. Todos los músculos de su cara estaban en juego. No todos sabían hacia dónde tirar, pero su entusiasmo era formidable. Era como si todas sus contorsiones anteriores no hubieran sido más que ensayos. Algo ataviado de blanco se aproximaba.
El algo ataviado de blanco avanzaba despacio, pero con más determinación que la mostrada durante más de cuarenta años. Mientras aguardaba, sentado solo y en silencio en el primer peldaño de la escalera de los Prunescualo, Bellobosque se había repetido, y sus labios se habían movido al lento ritmo de sus pensamientos, las conclusiones a las que había llegado.
Intelectualmente, había resuelto que Irma Prunescualo, empequeñecida por la falta de una válvula de escape para sus Instintos femeninos, se sentiría realizada en una vida consagrada a su bienestar. Que no sólo él, sino también ella, bendecirían en años venideros el día en que él, Bellobosque, tuvo la suficiente hombría, la suficiente sabiduría, para sacarla de su estancamiento y orientarla, mediante el matrimonio, hacia la paz de espíritu que sólo les es dado conocer a las mujeres casadas. Existían centenares de razones por las que ella no querría dejar escapar la oportunidad a pesar de la avanzada edad de Bellobosque. Pero ¿qué peso tenían todos esos argumentos para una dama elegante y altiva, sensible como un caballo pura sangre y ataviada como una reina si, al mismo tiempo, no había amor? Bellobosque recordó que, una hora antes, mientras cruzaba el patio, esa cuestión le había irritado. Pero, sin embargo, no era lo acertado de su razonamiento lo que en aquel momento hacía temblar sus viejas rodillas, sino algo distinto. Pues veía bajo una nueva luz la concepción inicialmente práctica y sensata del proyecto. Repentinamente, sus ideas se cubrieron de estrellas. Lo que antes era necesario era ahora inmenso, etéreo, diáfano, porque la había visto. Y aquella noche, no era meramente la hermana del doctor quien le aguardaba, sino una hija de Eva, un foco viviente, un cosmos, un latido de la gran abstracción, la Mujer. ¿Se llamaba Irma? Se llamaba Irma. Pero ¿qué era el nombre de Irma sino cuatro letritas absurdas puestas en determinado orden? «¡Al cuerno con los símbolos! —gritó Bellobosque para sí—. ¡Ella está ahí, por Dios, de pies a cabeza y sin parangón!».
Cierto es que sólo la había visto de lejos y es posible que la distancia le confiriera un encanto del que carecía. No cabía duda, su vista ya no era la de antes y el hecho de que no pudiera recordar haber visto a otra mujer en muchos años también proporcionaba a Irma un ventajoso punto de partida. Pero había podido hacerse una idea aproximada mirando a través de una grieta de luz que brillaba entre los cuerpos de Chirlomirlo y Cañizo.
Y había visto lo orgullosamente que se erguía. ¡Firme como un soldado y, sin embargo, tan femenina! Ésa era la compañía que le gustaría disfrutar durante la velada. Una mujer majestuosa. Podía imaginarla sentada muy erguida a su lado, con algún pequeño mohín propio de su alcurnia, zurciéndole los calcetines con sus blancas manos mientras él elucubraba sobre esto o aquello, volviendo los ojos cada tanto para comprobar si de verdad era cierto, si de verdad ella estaba allí, su esposa, su esposa, en el sofá de color chocolate.
Y de pronto, quedaba ya sólo él. La carota del mayordomo le miraba desde la puerta.
—¿Nombre? —susurró roncamente, porque se había quedado casi sin voz.
—Soy el director, idiota —ladró Bellobosque, que no estaba de humor para tonterías. Algo le corría por las venas. Si era o no era amor, no tardaría en descubrirlo. Sentía una cierta impaciencia y no era momento para aguantar a aquel sujeto de buen grado.
Viendo que Bellobosque era el último que había que anunciar, la criatura de la cara grande tomó aliento y, para descargar la irritación que llevaba rato conteniendo (pues ya llegaba con una hora de retraso a su cita con la esposa de un herrero), hizo acopio de toda la fuerza de su garganta y aulló:
—¡El din…! —Pero su voz se quebró tras la primera sílaba y sólo Bellobosque oyó el apagado sonido que pretendía ser «rector».
Pero había algo elegante, impresionante en aquella primera sílaba, menos formal, es cierto, pero más directo.
El mazazo del monosílabo reverberó por la sala como un desafío. Golpeó las membranas auditivas de Irma como un palillo de tambor y Bellobosque, que miraba adelante mientras daba los primeros pasos por la sala, tuvo la impresión de que su anfitriona se encabritaba sobre las caderas y sacudía la cabeza antes de quedar inmóvil como una estatua.
El corazón de Bellobosque, ya desbocado, dio un vuelco al verla. La atención de Irma se concentraba en él, de eso no había duda. Y no sólo su atención, sino la de todos los presentes. Advirtió el silencio mortal. A pesar de lo mullido de la alfombra, se oía perfectamente el sonido de sus pies al hundirse en el pelo de color verde grisáceo.
Mientras avanzaba con la fantástica solemnidad que los chiquillos de Gormenghast tanto gustaban de imitar, recorrió al personal con la mirada. Allí estaban, en fila de a tres, formando una sólida falange de color rojo vino que ocultaba por completo las mesas laterales. Sí, pudo ver a Percha-Prisma, con las cejas enarcadas, y a Opus Chiripa con su boca de caballo medio abierta en una sonrisa tan bobalicona que por un momento Bellobosque tuvo dificultades para recuperar la compostura necesaria para la buena marcha de sus intereses inmediatos. ¿Así que estaban esperando para ver de qué modo intentaría eludir a la «predatoria». Irma? ¿Así que esperaban que huyera de ella como un conejo en cuanto fuera formalmente presentado, no? ¿Así que esperaban una velada de juego del escondite entre su anfitriona y su director, los muy canallas? ¡Por la luz de un cielo beligerante que ya verían los muy perros! Ya verían. Y por las fuerzas celestiales que también les daría una buena sorpresa.
Para entonces llevaba recorrida la mitad de la alfombra, a aquellas alturas con una carretera bien marcada de un color verde más intenso que en el resto y con el pelo aplastado por el pisoteo de un centenar de pies.
Los ojos de Irma, debilitados de tanto mirar, alcanzaban apenas a distinguir a Bellobosque. A medida que se acercaba y los borrosos contornos de su toga del blanco del cisne y los contornos de su cabeza leonina se perfilaban mejor, Irma se maravilló de sus atributos divinos. Había recibido a tantos medio hombres que estaba agotada, no por la cantidad, sino de esperar a la clase de hombre digno de su veneración. Habían pasado los descarados y los impasibles, los agudos y los obtusos, pero, aunque había tomado nota de algunos para someterlos a ulterior consideración, lo cierto es que se sentía terriblemente decepcionada. Todos tenían ese insufrible atributo del soltero, ese tufillo de autosuficiencia, imperdonable en un hombre, que, como cualquier mujer sabe, es un mero retal hasta que la rama femenina le cose las costuras.
Pero hete aquí algo distinto. Algo viejo, es cierto, pero noble. Irma maniobró con la boca. A aquellas alturas ya tenía mucha práctica y la sonrisa que preparó para Bellobosque reflejaba en gran medida lo que pretendía expresar. Por encima de todo debía ser encantadora, devastadoramente encantadora. Para una cara bonita es muy normal ser encantadora, y puede serlo mucho, pero, en el caso de Irma, el encanto que podía obtener de sus facciones era más bien insulso y hasta negativo. En ella era tan chocante como un símbolo colocado ante un trasfondo incongruente. Los ojos miopes y ansiosos de Irma, la puntiaguda nariz de Irma, la cara alargada y empolvada de Irma; aquél era el trasfondo incongruente sobre el que la sonrisa desplegaba su artera existencia. Irma jugó con ella unos instantes, como un pescador con un pez, y luego la dejó fija como el hormigón.
Simultáneamente, su cuerpo adoptó una postura a la vez escultórica y serpentina. El tórax, amplificado por el busto-bolsa de agua caliente, quedó suspendido en el aire a la izquierda, tan lejos de la pelvis que quedó privado de puntos visibles de apoyo, mientras, por otra parte, las níveas manos de Irma eran llevadas hacia su cuello enjoyado.
Bellobosque casi había llegado junto a ella. «Éste —se dijo, respirando hondo— es uno de esos momentos en la vida de un hombre en que su valor se pone a prueba».
Los años venideros dependían de sus movimientos. Los miembros del claustro habían estrechado la mano de Irma como si una mujer fuera simplemente otra clase de hombre. ¡Necios! Las semillas de Eva estaban en aquella radiante criatura. En su garganta vibraban las nanas de medio millón de años. ¿Es que no tenían capacidad de asombro ni reverencia ni orgullo? Él, un viejo (aunque no privado de atractivo), les enseñaría a esos perros cómo se hacían las cosas. Y allí estaba ella, delante de él, el aroma enloquecedoramente femenino de su perfume de piña le nublaba la cabeza. Tomó aire, se estremeció, como un león se apartó la venerable melena de los ojos y, alzando los hombros al tiempo que tomaba las manos de ella en las suyas, inclinó la cabeza sobre la lechosa flacidez de las sudorosas palmas y estampó en ellas los dos primeros besos que daba en más de cincuenta años.
Decir que el silencio helado se contrajo en una esfera de hielo aún más congelada sería subestimar la exquisita tensión amortajándola en palabras. La atmósfera se había transformado en una sensación física. Del mismo modo que, ante una obra maestra, la ácida garganta se contrae y las palabras son como ruedas de molino, así también, cuando sucede lo sobrenaturalmente insólito y una obra maestra se manifiesta a través de un gesto, la voluntad humana se marchita de raíz y el corazón de la actividad se detiene.
Aquél era uno de esos momentos. Irma, estalagmita de piedra carmesí, supo, por el tumulto de sus venas, que se había pasado una página. ¿En el capítulo cuarenta? ¡Oh, no! En el capítulo primero, pues antes sólo había vivido en un monótono prefacio.
¿Cuánto tiempo permanecieron así? ¿Cuántas veces giró la tierra en torno al sol? ¿Cuántas veces emergieron las grandes ballenas azules de los mares del norte para lanzar al cielo sus surtidores? ¿Cuántos antílopes sucumbieron bajo las garras de cuántos leopardos mientras la sublime unidad de la doble escultura permanecía inmóvil? Es inútil preguntárselo. Los relojes del mundo se detuvieron, o deberían haberlo hecho.
Pero al fin el ártico silencio se quebró. Desde las mesas laterales, un profesor dejó escapar un agudo chillido. Si fue la risa o fueron los nervios, nunca se supo.
El doctor examinó la hilera de togas rojas con las cejas enarcadas y los dientes centelleando. Unas gotas de sudor le perlaban la frente. Estaba sufriendo lo suyo.
Irma no fue consciente de haber oído la aguda explosión de risa ni supo qué la había sacado del trance, pero se encontró inclinando la cabeza graciosamente sobre los blancos mechones de la reverente cabeza del director.
Eso era. En su interior algo reía desaforadamente, con la voz de un cencerro.
Era una pena que el director no pudiese apreciar la magnitud de su gracia al inclinarse sobre él, pero, qué se le iba a hacer, no podía tenerlo todo… No obstante, un momento… ¿Qué era aquello?
¡Oh, dulce misericordia y la punzada de sus espinas! ¿Qué estaba haciendo aquel magnífico, amable, augusto y brillante león? La estaba mirando con los labios todavía sobre sus dedos. Era como si hubiese adivinado sus más secretos pensamientos.
Irma entornó los párpados y descubrió que los ojos mortecinos y llorosos del director seguían fijos en los suyos. Mirando hacia arriba y a través de la blanca maraña de las cejas, parecían enjaulados.
Sabía que el momento era tremendo, tremendo por sus repercusiones futuras, pero como mujer, también sabía que debía retirar la mano. En cuanto el primer indicio de movimiento se insinuó en sus dedos flácidos, Bellobosque alzó la cabeza, retiró sus grandes manos de las de ella y, en ese momento, el busto de Irma empezó a deslizarse. En la compleja maraña de cordeles, imperdibles y esparadrapo que sujetaba la bolsa de agua caliente en su sitio, el Tiempo había encontrado un punto débil.
Pero Irma, estremecida de excitación, se encontraba en tan elevado estado de ánimo y cuerpo que, excediendo al parecer sus facultades, su cerebro discurría por anticipado lo que tenía que hacer y decir, tanto en circunstancias críticas como normales. Y aquél fue uno de esos momentos en que las neuronas de Irma cerraron filas y se aprestaron al rescate.
Su busto se deslizaba, sí, pero Irma se llevó las manos entrelazadas al cuello de manera que los antebrazos retuvieran la bolsa de agua caliente en su lugar y a continuación, con todas las miradas fijas en ella, irguió la cabeza y echó a andar hacia la puerta, en el otro extremo del salón. Sin mirar siquiera a su hermano, salió con altanera seguridad, con los pliegues de su traje de noche flotando al viento.
La bolsa se le había enfriado terriblemente sobre el pecho, pero ella se deleitó en su cruel temperatura. ¿Por qué habría de preocuparse de tales menudencias? Algo de una magnitud mucho mayor la arrastraba.
El dardo había dado en el blanco. Ella estaba desnuda, orgullosa. De no haber sido metafórica la flecha del amor, Irma la habría levantado en alto para que todos la vieran. Y todo esto se evidenciaba en cada movimiento de su cuerpo mientras caminaba y en el sonrojo volcánico que había transformado su cabeza marmórea en algo que podría haberse descubierto en las ruinas de color sangre de una remota civilización.
Sus joyas cobraron una nueva coloración. Su rubor brillaba a través de ellas.
Pero su expresión no guardaba ninguna relación con el sonrojo. Era extrañamente elocuente y por ello aterradoramente simple.
No hacían falta palabras. Su rostro decía: «Estoy en su poder, él me ha despertado. Yo, una simple mujer, he sido arrojada de golpe al mundo de los sentidos. Sea lo que fuere lo que nos depare el futuro, no será por mi causa que el amor desfallezca. En este momento cumbre soy consciente, no sólo de que se está haciendo historia, sino de mi deber, y por eso abandono la sala, para recomponerme, para serenarme y regresar al salón como la clase de mujer capaz de despertar la admiración del director… ¡No como una temblorosa damisela enamorada, sino como una dama en la sensual plenitud de su sexo, una dama, serena y gloriosa!».
En cuanto alcanzó la puerta y salió al vestíbulo, Irma, solterona cubierta de seda, voló escaleras arriba a su habitación. Cerrando la puerta de un portazo, dio rienda suelta a la jungla primigenia que le corría por las venas, chilló como un macaco y luego, cuando se dirigía haciendo cabriolas a su cama, tropezó con un pequeño escabel bordado y cayó despatarrada sobre la alfombra.
¿Qué más daba? ¿Qué más daba cualquier cosa ridícula o bochornosa si él no estaba allí para verla?