Mientras los profesores se ponían sus togas de etiqueta, arremetían con peines rotos contra sorprendidas madejas de pelo, se ponían verdes los unos a los otros, encontraban en las habitaciones de algún otro toallas perdidas hacía tiempo, gemelos e incluso prendas importantes que habían desaparecido de modo misterioso…, mientras todo esto sucedía con el acompañamiento de abundantes juramentos y refunfuños, y mientras las groseras bromas retumbaban por la galería y Franegato, medio mareado por la emoción, se sentaba en el suelo de su habitación con la cabeza entre las rodillas al tiempo que la peluda manaza de Opus Chiripa franqueaba su puerta para robarle una toalla del colgador…, mientras éstas y mil cosas más sucedían en torno al patio de los profesores, Irma se paseaba por la larga habitación blanca que había sido rehabilitada para la ocasión.
En otro tiempo era el salón original, pero los Prunescualo nunca lo utilizaron, pues excedía con mucho sus necesidades. Llevaba años cerrado, pero ahora, después de muchos días de limpiar y repintar, de quitar el polvo y sacar brillo, relucía con un aspecto terriblemente nuevo. Bajo la atenta mirada de Irma, un grupo de hombres avezados en esos menesteres se habían ocupado de ello. Irma tenía un gusto exquisito. No soportaba los colores vulgares ni el mobiliario basto. De lo que carecía, sin embargo, era de la capacidad de combinar armoniosamente las distintas partes que, aunque exquisitas en sí mismas, no guardaban relación entre sí ni en estilo ni en período, textura, color o tejido.
Cada cosa era considerada aisladamente. Las paredes debían tener el matiz más suave del coral desvaído y la alfombra tenía que ser de ese verde que es casi gris, las flores estaban dispuestas cuenco por cuenco, jarrón por jarrón, y aunque cada uno por separado era encantador, el conjunto de la habitación no tenía ninguna belleza.
Sin saberlo Irma, la fragmentariedad resultante daba al salón una cierta informalidad que distaba mucho de lo que ella pretendía. Esto habría de resultar estimulante, pues de haber creado Irma el reino de fría perfección que tenía en mente, los profesores probablemente se habrían sentido como un rebaño de tiesos fantasmas con las bocas selladas a cal y canto. Examinando cada cosa una a una, Irma recorría la sala como alguien que se ha pasado la vida buscando la manera de contrarrestar la forma puntiaguda de su nariz con un ostentoso derroche de sedas y joyas, polvos y perfumes que provocaban la misma dentera que el azúcar garrapiñado.
A unas tres cuartas partes de la longitud de la pared sur del salón, una soberbia ventana doble se abría a un jardín amurallado que las piedras ornamentales, las caprichosas losas del suelo, los relojes de sol, una pequeña fuente (que funcionaba después de dos días de lucha con un jardinero), el emparrado, el cenador, las estatuillas y un estanque de peces convertían en un lugar tan terrorífico para la sensible mirada del médico, que nunca lo cruzaba con los ojos abiertos. La mucha práctica le había dado confianza y podía desplazarse por él a ciegas a gran velocidad. Era territorio de Irma, un rincón de helechos y musgos y florecillas que se abrían a insólitas horas de la noche en el interior de las grutas en miniatura que se habían dispuesto para acomodarlas.
Sólo en el extremo más alejado del jardín tenía uno la sensación de encontrarse en la naturaleza, que allí estaba representada por no más de una docena de árboles cuyas ramas habían crecido más o menos en la dirección que les había parecido más natural, aunque el césped que rodeaba sus troncos había sido cuidadosamente segado y bajo sus ramas habían sido colocadas un par de sencillas sillas rústicas.
Esa noche había luna llena. No era de extrañar. Irma se había encargado de ello.
La escena que mostraban los ventanales abiertos le pareció deliciosa: el jardín con las figurillas de los duendes, argentino y misterioso, los rayos de la luna centelleando en la fuente, el reloj de sol, el emparrado y la luna misma reflejada en el estanque. Lo veía todo un poco borroso y era una pena, pero no lo podía tener todo. O llevaba las gafas oscuras y reducía su atractivo o se conformaba con verlo todo desenfocado. Tampoco es que importara demasiado lo desenfocado que pudiera estar un jardín a la luz de la luna; en realidad, con el añadido de esta sobrecarga de misterio se transformó en una especie de neblina emocional, algo de lo que Irma, como solterona que era, nunca se cansaba. Pero ¿cómo se las arreglaría para distinguir a un profesor de otro? ¿Seria capaz de apreciar sus sutiles insinuaciones, si las hacían, esos pequeños mohines, unos ojos entrecerrados o abiertos de par en par por el asombro, esas arrugas especulativas en las sienes, ese enarcamiento de una ceja juguetona? ¿Le pasaría inadvertido todo esto?
Cuando comunicó a su hermano su intención de prescindir de las gafas, él le aconsejó que, en tal caso, se las quitara una hora antes de que llegaran los invitados. Y tenía razón, sin duda que la tenía. Porque el dolor de su frente había desaparecido y ahora sus piernas fajadas se desplazaban con una celeridad que al principio no se habría atrevido a emplear. Pero aun así, todo era un poco confuso y, aunque el corazón le latió con fuerza al ver el borroso claro de luna del jardín, cerró los puños, ligeramente contrariada por haber nacido con mala vista.
Hizo sonar la campanilla. Una cabeza asomó por la puerta.
—¿Es Molondro?
—Sí, señora.
—¿Llevas las zapatillas puestas?
—Sí, señora.
—Puedes entrar.
Molondro entró.
—Echa un vistazo por el salón, Molondro… Digo que eches un vistazo por el salón. ¡No, no! Coge el plumero. No, no. Espera un momento… Digo que esperes un momento. —Molondro no había hecho el menor movimiento—. Haré sonar la campanilla. —Irma hizo sonar la campanilla y otra cabeza asomó por la puerta—. ¿Eres Lienzo?
—Sí, señora, soy Lienzo.
—«Sí, señora» es más que suficiente, Lienzo. Más que suficiente. Tu nombre no es tan importante. ¿No es así? ¿No es así? Ve a la despensa y tráele un plumero a Molondro. Hale, fuera. ¿Dónde estás, Molondro?
—A su lado, señora.
—Ah, sí. ¿Te has afeitado?
—Ciertamente, señora.
—Naturalmente, Molondro. Deben de ser mis ojos. Tienes la cara tan oscurecida… Veamos, no debes dejar ni una piedra sin mover, ni una, ¿estamos? Recorre la sala de una punta a otra, de arriba abajo, sin descanso, ¿estamos?, con Lienzo a tu lado, en busca de esas motas de polvo que hayan podido escapárseme… ¿Dijiste que llevabas las zapatillas?
—Sí, señora.
—Bien. Muy bien. ¿Es Lienzo el que acaba de entrar? ¿Lo es? Bien. Muy bien. Hará el recorrido contigo. Cuatro ojos ven mejor que dos. Pero tú usarás el plumero, sea quien sea el que encuentre la mota. No quiero que nada se estropee o acabe en el suelo, y Lienzo puede ser muy torpe, ¿no es cierto, Lienzo?
El anciano Lienzo, que llevaba desde el alba corriendo de un lado a otro de la casa y que no sentía que se apreciara mucho su condición de antiguo sirviente, dijo que «no sabía nada de eso». Era su única defensa, una actitud repetitiva y obstinada de la que nadie podía sacarle.
—Pues claro que lo eres —repitió Irma—. Bastante torpe. Ahora date prisa. Eres lento, Lienzo, pero que muy lento.
De nuevo el anciano dijo que «no sabía nada de eso» y luego de decirlo le volvió la espalda a su señora presa de una insignificante rabieta y, tropezando con sus propios pies al volverse, se agarró a una mesilla para no caer. Un alto jarrón de alabastro osciló como un péndulo sobre su base mientras Molondro y Lienzo lo miraban con las bocas abiertas y los miembros paralizados.
Pero Irma había levado anclas y, en ese momento, a una cierta distancia de ellos, practicaba un lento y lánguido modo de marcha que imaginaba sería eficaz. Recorría una y otra vez una pequeña franja de la mullida alfombra gris con un marcado balanceo, y se detenía de cuando en cuando para alzar una lánguida mano ante ella, presumiblemente con el objeto de ser rozada por los labios de alguno de los profesores.
En esos momentos de protocolaria intimidad, ladeaba la cabeza y, para recompensar al imaginario galán que le besuqueaba los nudillos, sólo dejaba un estrecho segmento de su mirada de soslayo que pasaba rozándole las mejillas.
Sabiendo que Irma era corta de vista y no podía verlos teniendo toda la extensión de la sala de por medio, Lienzo y Molondro la miraban desde debajo de sus ceños unidos mientras marcaban el paso como soldados para simular sonidos de actividad.
Sin embargo, de poco tiempo dispusieron para mirar a su ama, pues la puerta se abrió y el doctor entró por ella. Iba vestido de rigurosa etiqueta y parecía más elegante que nunca. En la pechera inmaculada llevaba prendidas las más preciadas de las pocas condecoraciones con las que Gormenghast le había distinguido. La Orden Carmesí de la Peste Vencida y la Trigésimo Quinta Orden de la Costilla Flotante descansaban lado a lado en la angosta pechera de su camisa blanca, suspendidas de anchas cintas, junto a una orquídea en el ojal.
—Oh, Alfred —exclamó Irma—. ¿Qué tal estoy? ¿Qué tal estoy?
El médico miró por encima del hombro y, con un leve gesto de la mano, indicó a los criados que salieran de la sala.
Había pasado toda la tarde escondido, y una buena dosis de descanso sin sueños le había permitido recuperarse en buena medida de las pesadillas de la noche pasada. De pie delante de su hermana, parecía fresco como una rosa, aunque bastante menos bucólico.
—Pues te lo voy a decir —exclamó, dando vueltas alrededor de ella y mirándola con la cabeza ladeada—, te lo voy a decir, Irma. Has hecho de ti algo que, si no es una obra de arte, se acerca tanto que la diferencia es superflua. Por todo lo que emana que lo has conseguido. ¡Dios de los cielos! Casi no te reconozco. ¡Date la vuelta, querida, sobre un tacón! ¡Eso es! ¡Eso es! ¡Una forma significativa, eso es lo que eres! ¡Y pensar que por nuestras venas corre la misma sangre! Es bastante bochornoso.
—¿Qué quieres decir, Alfred? Creí que me estabas alabando —dijo Irma con voz entrecortada.
—¡Y eso hacía, y eso hacía!, pero, dime, hermana, ¿qué es, aparte de tus luminosos ojos descubiertos y tu aire coqueto, qué es lo que te ha alterado tanto?, por así decir, ajá… ajá… Ejem… ya lo tengo… Válgame el cielo… pues claro, por todo lo neumático, qué tonto he sido… has conseguido un busto, amorcito, ¿me equivoco?
—¡Alfred! No es cosa tuya verificarlo.
—Dios no lo quiera, amorcito.
—Pero, si quieres saberlo…
—¡No, no, Irma, no! Me conformo con dejar el asunto a tu criterio.
—Así que no quieres escucharme… —Irma estaba a punto de llorar.
—Oh, pues claro. Cuéntamelo todo.
—Alfred, querido… te gustaba mi aspecto. Dijiste que te gustaba.
—Y lo mantengo. Me gusta con locura. Es sólo que, bueno, te conozco desde hace mucho tiempo y…
—Dicen —interrumpió Irma— que los bustos son… bueno…
—¿… que los bustos son lo que uno hace de ellos? —inquirió su hermano poniéndose en puntillas.
—¡Exactamente! ¡Exactamente! —gritó Irma—. Y yo me he hecho uno, Alfred, y me enorgullezco de llevarlo. Es una bolsa de agua caliente, Alfred, una de las caras.
Se produjo un tenso y prolongado silencio. Cuando al fin logró recomponer los pedazos de su desbaratado aplomo, Prunescualo abrió los ojos.
—¿A qué hora los esperas, amorcito?
—Lo sabes tan bien como yo. A las nueve en punto, Alfred. ¿Convocamos al chef?
—¿Con qué objeto?
—Para darle las últimas instrucciones, naturalmente.
—¿Cómo? ¿Otra vez?
—Nunca se insiste lo suficiente, querido.
—Irma —dijo el médico—, es posible que hayas dado con una verdad clara como el agua. Y, hablando de agua, ¿funciona la fuente?
—¡Querido! —respondió Irma tocando el brazo de su hermano—. Funciona a todo trapo —añadió, y le dio un pellizco.
El médico notó que el sonrojo se le extendía por todo el cuerpo en pequeñas oleadas, como pieles rojas emboscados saltando de un escondrijo a otro, aquí y acullá.
—Y ahora, Alfred, puesto que casi son las nueve en punto, voy a darte una sorpresa. Todavía no has visto nada. Este suntuoso vestido, estas joyas en mis orejas, estas piedras rutilantes alrededor de mi blanco cuello… —Su hermano se estremeció—… y el elegante trenzado de mi peinado de plata… todo esto no es sino un decorado, Alfred, un mero decorado. ¿Podrás soportar la espera o te lo digo ya? O, aún mejor… ¡Oh, sí! Aún mejor, querido, voy a enseñártelo AHORA…
Y salió de la habitación. El médico nunca había sospechado que pudiera moverse con tal celeridad. Un susurro de «pesadilla azul» e Irma se esfumó dejando tras ella un tenue olor a almendras garrapiñadas.
—Me pregunto si no me estaré haciendo viejo —dijo para sí el médico y, llevándose la mano a la frente, cerró los ojos. Cuando los abrió, allí estaba Irma de nuevo… pero, ¡oh, demonios del infierno!, ¿qué había hecho?
Lo que tenía delante era algo más que la imagen fantásticamente emperifollada de su hermana, a cuyo temperamento y hábitos el doctor era inmune hacía mucho tiempo, algo distinto que había transformado a la solterona vanidosa, irritable, frustrada, estrafalaria, excitable y quisquillosa, aunque bastante soportable, en una pieza de museo. Las vulgares elucubraciones de la mente de Irma habían quedado expuestas en toda su desnudez ante su hermano a causa del largo velo con flores bordadas que ahora le cubría el rostro. Por encima del tupido tul negro sólo se le veían los ojos, débiles y bastante pequeños, que ella dirigía a derecha e izquierda para mostrar a su hermano el propósito de la cosa. Su nariz quedaba oculta, y eso en sí era estupendo, aunque de ningún modo compensaba el descaro, el terrible y revelador descaro de la idea subyacente.
Por segunda vez en la tarde Prunescualo se sonrojó. Jamás había visto nada tan abierta y ridículamente predatorio en su vida. El cielo sabía que ella diría lo menos oportuno en el momento más inoportuno, pero era imperativo no dejar que expusiera sus intenciones de un modo tan ostensible.
Sin embargo lo que él dijo fue:
—¡Ajá! Ejem. ¡Qué estilo tienes, Irma, qué consumado estilo! ¿A qué otra persona se le habría ocurrido?
—Oh, Alfred, sabía que te gustaría… —Hizo girar los ojos de nuevo, pero su intento de parecer picara fue patético.
—Aunque ahora, mientras te admiro, estoy intentando recordar —gorjeó su hermano tamborileándose la frente con un dedo—… vamos, vamos, ¿qué era?… algo que leí en una de tus revistas, creo… ah, sí, lo tengo en la punta de la lengua… vaya, se me ha vuelto a escapar, qué fastidio… Espera, espera un poco… aquí viene, como un pez atraído por el cebo de mi pobre y vieja memoria… Ah, casi lo tenía… Lo tengo, oh, sí… pero, ¡cielos!, no estaría bien… no te puedo decir eso…
—¿De qué se trata, Alfred? ¿Por qué frunces el ceño? ¡Qué irritante eres, precisamente cuando estabas examinándome! He dicho que eres muy irritante.
—No te gustaría si te lo dijera. Es algo que te concierne estrechamente.
—¡Que me concierne! ¿Qué quieres decir?
—Era un articulito que leí por casualidad, Irma, y lo he recordado porque versaba sobre los velos y la mujer moderna, Pues bien, yo, como hombre, siempre he respondido a lo misterioso y provocativo en cualquiera de las formas que adopten. Y si hay algo evocativo en el mundo, eso es un velo femenino. Pero, ¡válgame el cielo!, ¿sabes lo que escribía esa criatura de la columna femenina?
—¿Qué escribía? —dijo Irma.
—Escribía que «aunque puede haber quienes sigan llevando velo, del mismo modo que todavía hay quienes se arrastran a cuatro patas por la selva porque nadie les ha explicado que en nuestros días la costumbre es caminar derecho, ella (la autora) sabría perfectamente en qué escalafón social colocar a la mujer que, pasado el día veintidós del mes, siguiera llevando velo». «Después de todo», proseguía la autora, «hay cosas que se hacen y otras que no se hacen y, por lo que a la aristocracia del vestir se refiere, el velo muy bien podría no haberse inventado nunca».
»Pero ¡qué tontería! —exclamó el médico—. Como si las mujeres fueran tan débiles que hubieran de seguir todo lo que se les dice hasta ese extremo —dijo, y soltó una risa aguda, como queriendo decir con ello que hasta un hombre se daba cuenta de que todo eso eran patrañas.
—¿Dijiste el veintidós del mes? —dijo Irma después de unos momentos de tenso silencio.
—En efecto —dijo su hermano.
—Y hoy estamos a…
—Treinta —dijo su hermano—, pero sin duda, sin duda… ¿no irás a prestar…?
—Alfred —dijo Irma—. Cállate, por favor. Hay cosas que no entiendes y una de ellas es la mentalidad femenina —añadió y, con un diestro movimiento de la mano, liberó su rostro del velo y su nariz lució tan puntiaguda como siempre.
—Y ahora me preguntaba si harías algo por mí, querido.
—¿De qué se trata, Irma, corazón mío?
—Me preguntaba si llevarías… Oh, no, tendré que hacerlo yo misma, a ti podría azorarte… Aunque si cerrases los ojos, Alfred, yo podría…
—En nombre de la oscuridad, ¿qué tratas de insinuar?
—Querido, me preguntaba si serías tan amable de llevar mi busto a mi habitación y llenarlo de agua caliente. Se ha enfriado terriblemente, Alfred, y no quiero coger un resfriado… O, si prefieres no hacerlo, podrías bajar el escalfador a mi gabinete y lo haría yo misma. ¿Lo harás, querido, lo harás?
—Irma —respondió su hermano—, no haré nada de eso. He hecho y continuaré haciendo muchas cosas por ti, agradables y desagradables, pero no pienso corretear de acá para allá llenando bolsas de agua caliente para el seno de mi hermana. Ni siquiera te bajaré el escalfador. ¿Es que no te queda ni una pizca de recato, querida mía? Sé que estás muy nerviosa y que no sabes lo que dices ni lo que haces, pero quiero dejar bien claro desde el principio que, en lo que a tu busto de goma se refiere, no puedo ayudarte. Si pescas un resfriado, te medicaré, pero, hasta entonces, te agradecería que no volvieras a mencionar el tema. Y ¡no se hable más del asunto! ¡No se hable más! Se aproxima la hora mágica. ¡Vamos, vamos, lirio mío!
—A veces me pareces despreciable, Alfred —dijo Irma—. ¿Quién iba a pensar que fueras así de gazmoño?
—¡Ah, no, querida, no seas tan dura conmigo! Ten piedad. ¿Crees que es fácil soportar tu desdén cuando tienes un aspecto tan radiante?
—¿De veras lo tengo, Alfred? ¿De veras?