TREINTA Y DOS

Durante todo el día, en una veintena de aulas, innumerables chiquillos se preguntaron cuál sería la razón por la que sus maestros se interesaban todavía menos que de costumbre en su existencia. A pesar de que estaban acostumbrados a largos períodos de abandono y al desinterés que se apodera de quienes pasan largas décadas buscándole tres pies al gato, había algo distinto en la inercia que ahora se manifestaba de forma tan evidente en las mesas de todos los profesores.

No había reloj en las diversas aulas de Gormenghast que no hubiera sido consultado al menos sesenta veces por hora, pero no por los desconcertados muchachos, sino por sus profesores.

El secreto había sido muy bien guardado. Ni un solo niño sabía de la fiesta vespertina y cuando, finalmente, después de terminadas las lecciones por aquel día, los profesores regresaron a su patio privado, su modo de moverse tenía algo de furtivo y ufano.

No había ningún motivo por el que la invitación de los Prunescualo hubiera de mantenerse en secreto, pero el tácito acuerdo entre los profesores fue rigurosamente cumplido. Es posible que, en su fuero interno, inarticulada para la mayoría, dominara la sensación de que había algo ridículo en el hecho de que todos hubieran sido invitados, la sensación de que de algún modo el asunto se había simplificado en exceso, de que era demasiado poco selectivo. Individualmente, no veían nada ridículo en ellos, y ¿por qué habría de ser de otro modo? Pero algunos, en particular Percha-Prisma, no conseguían visualizar a sus colegas en masse, él incluido, esperando a entrar por la puerta de los Prunescualo sin sentir un escalofrío. Hay algo en la masa que resulta dañino para el orgullo de sus distintos miembros.

Como tenían por costumbre, esa tarde se inclinaron sobre la balaustrada que rodeaba el patio de los maestros. Debajo, la diminuta y distante figura del encargado barría el suelo de un extremo a otro, dejando tras él las finas marcas de la escoba en el polvo.

Todos estaban allí, a la luz del atardecer. Todos excepto Bellobosque quien, reclinado en la silla del director, en su habitación encima de las aulas distantes, reflexionaba sobre las extraordinarias insinuaciones que le habían sido hechas durante la jornada. Esas insinuaciones, expresadas por Percha-Prisma, Opus Chiripa, Jirón, Mustio y otros miembros del claustro, venían a decir que, por un motivo u otro, en esta o aquella ocasión, un amigo de un amigo les había contado o habían alcanzado a oír a través de los tabiques huecos o mientras aguardaban en la oscuridad bajo el hueco de alguna escalera las conversaciones que Irma mantenía consigo misma en voz alta (hábito que, según le aseguraron a Bellobosque, la mujer no lograba dominar) en las que ella (Irma) se refería a la loca pasión que sentía por él, su reverenciado director, y que, aunque no era asunto de ellos, entendían que él no se sentiría ofendido si le hacían afrontar la realidad de la situación, porque ¿podía estar más claro que la fiesta no era más que una maniobra de Irma para tenerlo cerca? Estaba claro que ella no podía invitarlo a él solo. Sería demasiado evidente, demasiado descortés, pero así estaban las cosas… así estaban las cosas. Adaptaron expresiones serias para mostrarle su solidaridad y se marcharon.

Ahora bien, Bellobosque estaba acostumbrado a que le tomaran el pelo. Se lo habían tomado desde que comenzara a crecerle. Por tanto, a pesar de su debilidad e indecisión, no era ningún novato en lo que se refiere a bromas y otras artes similares. Había escuchado todo lo que le habían dicho y en ese momento, en la soledad de su habitación, meditaba el asunto por vigésima vez. Y las conclusiones e hipótesis a las que llegó eran en esencia las siguientes:

1. Todo el asunto era una tontería.

2. El propósito del engaño no era otro que el de que él, sin proponérselo, proporcionara una diversión más a la fiesta. Los bromistas de su personal sin duda esperaban verlo en constante fuga con Irma pisándole los talones.

3. Puesto que no había cuestionado la historia, no podían saber que les había visto el plumero.

4. Hasta aquí, todo bien.

5. ¿Cómo cambiar las tornas?

6. De todos modos, ¿qué tenía de malo Irma Prunescualo?

Era una mujer elegante y erguida con una nariz larga y afilada. ¿Y qué si la tenía? Alguna forma habían de tener las narices. Le daba carácter. Eso no tenía nada de negativo. Ni ella tampoco. No se podía hablar de su pecho porque no tenía, eso era cierto. Pero él ya no estaba para pechos. Y no había nada comparable al tacto fresco de las blancas almohadas en verano…

—Por Dios bendito —dijo en voz alta—, ¿en qué estoy pensando?

Desde que era director, estaba mucho más solo que antes. Aunque era poco sociable, prefería estar excluido en una multitud a estar totalmente excluido.

Detestaba la sensación de soledad que le invadía cada tarde al separarse del personal. Le gustaba imaginarse como un ermitaño intratable, una persona que encontraba la tranquilidad estando solo con un sesudo volumen en el regazo, en una habitación ascética, la silla dura, la chimenea vacía. Pero lo cierto es que no era así. Lo detestaba y ponía mala cara a la vista del mezquino mobiliario y el sucio revoltijo de sus pertenencias. ¡Aquello no era digno de ser el estudio del director! Pensó en cojines y pantuflas. Pensó en los calcetines de antaño, con talones como Dios manda. Hasta pensó en un jarrón con flores.

Entonces volvió a pensar en Irma. Sí, no se podía negar que era una mujer excelente en la flor de la edad. Bien formada. Vivaracha. Tal vez algo tonta, pero un anciano no puede esperarlo todo.

Se puso de pie y, acercándose a un espejo, limpió con la manga el polvo de su superficie y se miró en él. Una sonrisa Infantil se extendió lentamente por sus facciones, como si le complaciera lo que veía. Ladeó la cabeza y se miró los dientes, y entonces frunció el ceño, porque su estado era deplorable.

—Será mejor que tenga la boca cerrada más de lo que acostumbro —musitó, y trató de hablar sin abrir los labios, pero él mismo no conseguía entender lo que decía. La novedad de la situación y el fantástico proyecto que en esos momentos le ocupaba la mente le aceleraron el corazón y por primera vez comprendió su enorme trascendencia. No menor que el triunfo personal con el que se vería colmado y las innumerables ventajas de orden práctico que sin duda se derivarían de tal unión sería el placer, que saboreaba con antelación, de ver que a su personal le salía el tiro por la culata. Comenzó a imaginarse exhibiéndose ante los desgraciados solteros, con Irma del brazo, como patriarca indiscutible, símbolo del éxito y la estabilidad marital aunque con un cierto aire de hombre despreocupado, de talentos ocultos, de mirlo blanco, de hombre que guarda un as en la manga. Así que creían que podían tomarle el pelo con eso de que Irma estaba loca por él. Empezó a reírse con una risa exagerada y enfermiza, pero se interrumpió bruscamente. ¿Era posible que lo estuviera? No. Se lo habían inventado todo. Pero, de todos modos, ¿era posible que lo estuviera? Digamos que por casualidad. ¡No, no, no! Imposible. ¿Por qué iba a estarlo?

—¡Por todos los santos! —murmuró—. ¡Debo de estar volviéndome loco!

Pero la aventura lo llamaba. De él dependía poner en práctica su plan secreto. Una sensación que imaginaba era de juventud lo invadió. Empezó a saltar trabajosamente arriba y abajo, como si lo hiciera a una comba invisible. Dio un último salto con intención de aterrizar encima de la mesa pero no consiguió alcanzar la altura requerida y se magulló la vieja pierna a la altura de la espinilla.

—¡Condenados infiernos! —murmuró, y volvió a sentarse pesadamente en el sillón.