Unos días después, cuando Pirañavelo vio a Fucsia salir por una puerta del ala oeste y cruzar los rastrojos de lo que en otro tiempo había sido un gran jardín de césped, se apartó con cuidado de las sombras del arco donde había estado al acecho durante más de una hora y, tomando un atajo, echó a correr con el cuerpo medio doblado tras el objeto del paseo vespertino de Fucsia.
Llevaba a la espalda una corona de rosas del jardín de Pentecostés y, puesto que llegó sin ser visto al Cementerio de los Servidores un par de minutos antes que Fucsia, tuvo tiempo de adoptar una actitud de pesar mientras se apoyaba sobre una rodilla con la mano derecha sujetando todavía la corona, que procedió a colocar sobre la pequeña tumba cubierta de maleza.
En esa actitud lo encontró Fucsia.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ella con voz apenas audible—. Tú nunca la quisiste.
Fucsia volvió los ojos a la gran corona de rosas rojas y amarillas y luego a las pocas flores silvestres que su mano aferraba.
Pirañavelo se puso de pie e hizo una reverencia. La tarde verde les rodeaba.
—No la conocía tanto como vos, señoría —dijo—, pero me pareció una tumba demasiado humilde para una anciana dama. He podido conseguir estas rosas… y… bueno… —Su simulado bochorno era perfecto—. ¡Vuestras flores silvestres! —exclamó, retirando la corona de la cabecera del pequeño montículo y colocándola en el polvoriento extremo inferior—… ellas satisfarán su espíritu más que cualquier otra cosa… dondequiera que esté.
—No sé nada de eso —dijo Fucsia. Se apartó de él y tiró sus flores—. De todos modos, no son más que tonterías. —Se volvió de nuevo y lo miró a la cara—. Pero tú —espetó—, no pensé que fueras un sentimental.
Pirañavelo nunca hubiera esperado aquello. Había imaginado que ella lo vería como un aliado al encontrarlo en el cementerio. Aunque de pronto se le ocurrió algo nuevo. Quizá era él quien había encontrado una aliada. ¿Hasta qué punto la frase «De todos modos, no son más que tonterías» revelaba la naturaleza de la joven?
—Me da de vez en cuando —replicó él y con un solo movimiento arrancó la gran guirnalda de rosas del pie de la tumba y la arrojó lejos. Las espléndidas rosas resplandecieron brevemente mientras cruzaban la tarde de intenso color verde hasta desaparecer en la oscuridad de los montículos circundantes.
Fucsia palideció y permaneció inmóvil durante un momento, luego se abalanzó sobre el joven y le clavó las uñas en los altos pómulos.
Pirañavelo no se movió. La muchacha dejó caer los brazos y, separándose de él con cansancio, lo miró, allí de pie, delante de ella, sereno, con las pálidas mejillas teñidas con el rojo brillante de la sangre, como las de un payaso, y el corazón le latió con fuerza. Tras él, la porosa tarde verde colgaba como el decorado ideal para su cuerpo delgado, su palidez y las febriles heridas de sus mejillas.
Fucsia olvidó el odio repentino e incoherente que el acto de Pirañavelo le había suscitado, olvidó sus altos hombros, su posición como hija de la Casa de Groan…, lo olvidó todo, sólo vio a un ser humano al que había lastimado y una oleada de remordimiento la asaltó por lo que, medio cegada por la confusión, avanzó vacilante hacia él con los brazos tendidos. Pirañavelo se echó en ellos rápido como una víbora pero el suelo irregular les hizo tropezar y cayeron al suelo uno en brazos del otro. El joven sentía el latido del corazón de Fucsia contra sus costillas y su mejilla contra la boca, pero sus labios no se movieron. Su pensamiento corría muy por delante. Durante un momento, yacieron así. Pirañavelo esperó a que los miembros y el cuerpo de la muchacha se relajaran, pero ella seguía tensa como la cuerda de un arco en sus brazos. Ninguno de los dos se movió hasta que, separando su cabeza de la del joven, Fucsia vio, no la sangre de sus mejillas sino el rojo intenso de sus ojos y su frente brillante y prominente. Era irreal, un sueño. Había en la situación una suerte de horrenda novedad. Su arrebato de ternura había terminado y allí estaba, en los brazos del hombre de altos hombros. Volvió la cabeza y advirtió con espanto que estaban usando como almohada el estrecho montículo mortuorio de su vieja aya.
—¡Oh, horrible! —gritó—. ¡Horrible, horrible! —Y, apartándolo de un empellón, se levantó de un salto y se internó en la oscuridad como una criatura salvaje.