VEINTINUEVE

El funeral de Tata Ganga fue tan sencillo que casi pareció improvisado, pero este modo aparentemente descuidado de despachar los despojos de la anciana dama no se correspondía con el patetismo de la situación. El número de los congregados ante la tumba era desproporcionado en relación con el número de amigos con los que, en vida, la difunta se habría atrevido a contar. Porque en la vejez, Tata Ganga se había convertido en una leyenda. En los últimos años de su vida la habían abandonado y nadie se molestaba en visitarla, pero, tácitamente, se daba por sentado que nunca moriría, que para ella sería tan difícil desaparecer de la vida del castillo como para la Torre de los Pedernales desaparecer de Gormenghast dejando un hueco en el horizonte que nunca se volvería a llenar.

Y así, en su funeral, la mayoría de los asistentes se había reunido allí para presentar sus respetos a la memoria no tanto de la señora Ganga como de la leyenda que, sin saberlo, la diminuta criatura había permitido que creciera en torno a ella.

Los dos porteadores no habían podido llevar el pequeño ataúd sobre los hombros, pues ello requería que se colocaran uno detrás del otro a tan escasa distancia que les era imposible caminar sin pisarse los talones. Finalmente se decidió que el sepulturero de cabeza llevara la pequeña caja en una mano mientras su colega, caminando a un lado y un poco rezagado, sujetaba la tapa con un dedo para evitar que el ataúd se desplazara.

El portador bien podía estar llevando una jaula de pájaro en su pomposo avance hacia el Cementerio de los Servidores. De tanto en tanto, el hombre dirigía una mirada infantil y perpleja a la caja que transportaba, como para asegurarse de que estaba haciendo lo que se esperaba de él. No podía evitar la sensación de que faltaba algo.

Detrás iban los dolientes, encabezados por Bergantín, seguidos a cierta distancia por la condesa, que no hacía el menor esfuerzo por ajustarse al rápido y convulsivo paso del tullido, al contrario, caminaba pesadamente, con la vista fija en el suelo. Fucsia y Titus la seguían, este último liberado del fuerte con motivo del funeral.

Con el recuerdo de la pesadilla de su reciente aventura fresco en la memoria, Titus caminaba como en trance, del que salía de vez en cuando para asombrarse ante aquella nueva manifestación de la insondable extrañeza de la vida: el pequeño ataúd delante y el sol jugueteando sobre el promontorio de la Montaña de Gormenghast, que se alzaba en el horizonte con increíble solidez, como un desafío.

La Montaña coronaba una región que se había integrado en su imaginación, una región en la que un exiliado semejante a un insecto palo caminaba a través de una masa de árboles y en la que algo más, no sabía si fantasma o humano, flotaba de nuevo, en aquel momento, tal como lo viera flotar una vez, como una hoja con la forma de una niña. Una niña. Salió bruscamente de su trance y se encontró caminando junto a Fucsia.

La palabra y la idea se habían fundido para formar algo ígneo. Inesperadamente, el ligero y flotante enigma del claro había asumido un sexo, se había concretado, había despertado en él una excitación que le era desconocida. Aun estando del todo despierto, Titus se sumergió aún más profundamente en un mundo de símbolos que no podía interpretar. Y ella estaba allí, allí, delante de él. A lo lejos, Titus veía el tejado de árboles que susurraba sobre la muchacha.

Las figuras que se movían delante de él, Bergantín, su madre y los portadores del pequeño ataúd, eran menos reales que el pasmoso desconcierto de su corazón.

Se habían detenido en un valle poblado de montículos. Fucsia le había cogido la mano. La muchedumbre los rodeaba. Una figura encapuchada esparcía polvo rojo sobre una pequeña fosa. Una voz salmodiaba, pero las palabras carecían de sentido para él. Andaba a la deriva.

Esa noche, tendido en la oscuridad, Titus miraba ciegamente las vastas sombras de dos muchachos que libraban una fingida batalla de grotescas dimensiones en un rectángulo de luz que se proyectaba en la pared del dormitorio. Y mientras él observaba abstraído la lucha de los monstruos de sombra, su hermana Fucsia se dirigía a casa del doctor.

—¿Puedo hablar con usted, doctor? —preguntó la muchacha cuando él le abrió la puerta—. Ya sé que hasta hace bien poco ha tenido que tener mucha paciencia conmigo y… —Pero, llevándose un dedo a los labios, Prunescualo le indicó que callara y la hizo retroceder hasta una sombra del vestíbulo, porque Irma abría en aquel momento la puerta de la sala de estar.

—Alfred —gritó—, ¿qué ha sido eso, Alfred? ¡Digo que qué ha sido eso!

—Sencillamente nada, querida —gorjeó el doctor—. Mañana mismo haré que arranquen esa madeja de hiedra de raíz.

—¿Qué hiedra? ¡He dicho que qué hiedra, so chinchoso! —respondió Irma—. A veces desearía que llamaras al pan pan y a la pala pala, de veras que sí.

—¿Tenemos una, dulce nicotina?

—¿Que si tenemos una qué?

—Una pala, para la hiedra, querida, la hiedra que seguirá llamando a nuestra puerta. ¡Por todo lo simbólico que seguirá llamando!

—¿Se trataba de eso? —Irma se tranquilizó—. No recuerdo ninguna hiedra —añadió—. Pero ¿qué haces escondido en ese rincón? No es propio de ti, Alfred, esconderte en los rincones. De veras, si no te conociera, caramba, estaría bastante…

—Pero no lo estás, ¿no es así, mi dulce terminación nerviosa? Pues claro que no lo estás. Así que, venga, a tu habitación. Por todo lo que se mueve en círculos rápidos que estos últimos días he tenido una hermana sísmica.

—¡Oh, Alfred! ¿Verdad que valdrá la pena? Hay tantas cosas en las que pensar y estoy tan emocionada… Y falta ya tan poco… ¡Nuestra fiesta! ¡Nuestra fiesta!

—Precisamente por eso tienes que irte a la cama y atiborrarte de sueño. Eso es lo que necesita mi hermana, ¿verdad?

Pues claro que sí. Dormir… ¡Oh, ése es el meollo del asunto, Irma! Así que corre arriba, querida. ¡Corre arriba! ¡Corre arriba! ¡C… o… r… r… e! —y agitó la mano como si fuera un pañuelo de seda.

—Buenas noches, Alfred.

—Buenas noches, oh, más espesa que el agua.

Irma desapareció en las tinieblas superiores.

—Y ahora —dijo el doctor, poniendo sus manos inmaculadas en sus elegantes y frágiles rodillas al mismo tiempo que se alzaba de puntillas, de manera que Fucsia tuvo la impresión de que el doctor estaba a punto de caer de bruces sobre su rostro especulativo y sonriente—… Y ahora, Fucsia querida, creo que ya hemos visto suficiente el vestíbulo, ¿no te parece? —Y condujo a la joven a su estudio.

—Si tú corres las cortinas y yo acerco ese sillón verde, estaremos cómodos, afables, increíbles y poco menos que insoportables en dos sacudidas de la cola de un cordero, ¿no te parece? —dijo—. ¡Por todo lo incontestable que lo estaremos!

Al tirar de la cortina, Fucsia notó que algo cedía y un pliegue de terciopelo quedó colgando ante el cristal.

—¡Oh, doctor Prune, cuánto lo siento!…, ¡cuánto lo siento! —dijo, casi llorando.

—¡Lo sientes! ¡Lo sientes! —exclamó el doctor—. ¿Cómo te atreves a compadecerme? ¿Cómo te atreves a humillarme? Sabes perfectamente que puedo hacer cosas como ésa mucho mejor que tú. Soy un hombre viejo, lo admito. Casi cincuenta veranos han pasado por mí. Pero todavía me queda vida. Aunque tú no lo crees. ¡No! Por todo lo cruel que no lo crees. Pero te lo demostraré. A ver si me superas. —Y acercándose a otra ventana con zancadas de garza, el doctor arrancó la larga cortina de su guía y, envolviéndose con ella, se plantó delante de Fucsia como una larguirucha crisálida verde con los afilados y ansiosos rasgos de su rostro radiante emergiendo de la parte superior como algo de otra vida.

Voilá! —dijo el doctor.

Un año antes, Fucsia se habría reído hasta dolerle los costados. Incluso en ese momento era extraordinariamente divertido. Pero no podía reír. Sabía que él disfrutaba con esas payasadas. Sabía que él lo pasaba bien haciéndola sentir a sus anchas…, y en efecto la había hecho sentir a sus anchas, porque ya no estaba abochornada, pero también sabía que tendría que estar riendo; el caso era que no podía sentir el humor, sólo podía reconocerlo. Porque durante ese año, Fucsia había crecido, pero no de manera natural, sino, por así decir, en zigzag. Las emociones y los retazos de información fragmentarios que la asaltaban chocaban entre sí y se desmentían, de manera que lo que para ella era natural parecía antinatural y la muchacha vivía minuto a minuto y forcejeaba con cada uno de ellos como un explorador perdido en un sueño que ora está en el ártico, ora en el ecuador, ora franqueando unos rápidos, ora recorriendo en solitario interminables mares de Arena.

—Oh, doctor —dijo la muchacha—, gracias. Eso ha sido muy considerado y muy divertido de su parte.

Fucsia había vuelto la cabeza pero al mirar de nuevo, vio que el médico se había desembarazado de la cortina y le estaba acercando una silla.

—¿Qué te preocupa, Fucsia? —preguntó Prunescualo. Ambos estaban sentados y la negra noche les miraba a través de las ventanas desnudas.

Fucsia se inclinó hacia delante y al hacerlo de pronto pareció mayor. Era como si hubiese conseguido dominar su mente para, en cierto modo, superar la madurez propia de sus diecinueve años.

—Varias cuestiones importantes, doctor Prunescualo —dijo—. Quiero preguntarle sobre ellas… si puedo.

Prunescualo levantó la vista bruscamente. Aquélla era una nueva Fucsia. Su tono había sido perfectamente mesurado, perfectamente adulto.

—Pues claro que puedes, Fucsia. ¿Qué quieres saber?

—Lo primero es saber qué fue de mi padre, doctor Prune.

El médico se reclinó en el sillón y, cuando ella lo miró, se llevo la mano a la frente.

—Fucsia —dijo—, sea lo que sea, trataré de responderte. No eludiré tus preguntas y tú debes creer lo que te diga. Ignoro qué pudo ocurrirle a tu padre. Sólo sé que estaba muy enfermo, y tú recuerdas eso tan bien como yo, del mismo modo que recuerdas su desaparición. No sé de ninguna persona viva que conozca la suerte que corrió, a excepción de Excorio o Vulturno, que desaparecieron por las mismas fechas.

—El señor Excorio vive, doctor Prune.

—¡No! —exclamó el médico—. ¿Por qué dices eso?

—Titus lo ha visto, doctor. Más de una vez.

—¡Titus!

—Sí, doctor, en los bosques. Pero es un secreto. No debe…

—¿Está bien Excorio? ¿Se las arregla para vivir? ¿Qué te dijo Titus sobre él?

—Vive en una cueva y caza para alimentarse. Preguntó por mí. Es un hombre muy leal.

—¡Pobre viejo Excorio! —dijo el médico—. Pobre viejo y leal Excorio. Pero no debes verle, Fucsia. Eso no haría más que causar daños. No puedo permitir que te metas en problemas.

—Pero ¡mi padre! —gritó Fucsia—. ¡Usted dijo que tal vez él supiera algo de mi padre! Puede que todavía viva, doctor Prune. ¡Puede que todavía viva!

—No. No. No creo que viva —dijo el médico—. No lo creo, Fucsia.

—Pero ¡doctor, doctor! Tengo que ver a Excorio. Él me quería. Quisiera llevarle alguna cosa.

—No, Fucsia. No debes ir. Tal vez volverás a verlo, pero si empiezas a escaparte del castillo, eso te alterará, y ya estás bastante alterada. Y también a Titus. Todo esto no es nada bueno. Tu hermano no tiene edad para mostrarse tan indómito reservado. Que Dios me bendiga, ¿qué más ha dicho?

—Todo esto es secreto, doctor.

—Sí, sí, Fucsia. Por supuesto que lo es.

—Titus vio algo.

—¿Que vio algo? ¿Qué clase de cosa?

—Algo que volaba.

El médico se convirtió en una estatua de hielo.

—Algo que volaba —repitió Fucsia—. No sé qué quiere decir con eso. —Se reclinó en el sillón y entrelazó las manos—. Antes de morir —prosiguió, y su voz bajó hasta convertirse en un susurro—, Tata Ganga habló conmigo. Fue unos días antes de su muerte, y parecía menos nerviosa que de costumbre, porque hablaba como solía hacerlo cuando no estaba preocupada. Me habló de cuando nació Titus y Keda vino al castillo para amamantarlo, cosa que yo misma recuerdo, y me explicó que cuando Keda regresó de nuevo a las Moradas de Extramuros, uno de los talladores le hizo el amor y ella tuvo una hija, y que el bebé no era como los otros bebés, porque Keda no estaba casada y, aparte de eso, era diferente y corrían muchos rumores sobre ella. Me explicó que los Moradores de Extramuros no la querían porque era ilegítima y que cuando Keda se suicidó trataron a la pequeña de manera distinta, como si fuera culpa suya, y todos odiaban a la niña por su manera de vivir y porque nunca hablaba con los otros niños, sino que a veces los asustaba y corría por los tejados y bajaba por las chimeneas de barro, hasta que empezó a pasar todo el tiempo en los bosques. Me dijo también que los Moradores de las Chozas de Barro la odiaban y la temían porque era esquiva y veloz y les enseñaba los dientes, y que un día desapareció y durante mucho tiempo no supieron de ella, aunque a veces la oían reírse de ellos en la oscuridad de la noche, y empezaron a llamarla la «Criatura». Tata Ganga me contó todo esto y me dijo que aún vivía y que era hermana de leche de Titus. Y cuando Titus me habló de la cosa que volaba por los aires, me pregunté, doctor Prune, si no sería…

Fucsia alzó los ojos y descubrió que el médico se había levantado del sillón y, asomado a la ventana, miraba fijamente la estela de una estrella fugaz que cruzaba la oscuridad del cielo.

—Si Titus supiera que se lo he contado, no me lo perdonaría nunca —dijo Fucsia en voz alta, poniéndose de pie—. Pero temo por él. No quiero que le ocurra nada malo. Anda siempre con la mirada perdida y no oye la mitad de lo que le digo. Y lo quiero mucho, doctor Prune. Eso es todo lo que quería decirle.

—Fucsia —dijo el médico—, es muy tarde. Pensaré en todo lo que me has contado, pero poco a poco. Si me lo cuentas todo de golpe, me armaré un lío, ¿verdad? Por eso es mejor ir despacio. Sé que hay otras cosas que quieres contarme, sobre esto y aquello, y también muy importantes, pero tendrás que esperar un par de días, entonces trataré de ayudarte. No tengas miedo. Haré cuanto esté en mi mano. Tengo que pensar seriamente en Excorio, Titus y la Criatura, así que corre a acostarte y ven a verme de nuevo pronto. Que me aspen si no hace horas que tendrías que estar en la cama. ¡Ea, márchate!

—Buenas noches, doctor.

—Buenas noches, mi querida niña.