A la tarde siguiente murió la señora Ganga. La encontraron tendida en su cama, hacia el anochecer, como una muñequita desaliñada. Su vestido negro estaba torcido, como si hubiese forcejeado, y se había llevado las manos al pecho encogido. Era difícil imaginarse que en otro tiempo aquel objeto roto hubiera sido nuevo, que aquellas mejillas marchitas y pálidas estuvieran frescas y sonrojadas, que sus ojos chispearan de risa. Y sin embargo hubo un tiempo en que Ganga fue alegre, una criatura graciosa y vivaz, despierta como un pájaro.
Y ahora allí yacía. Era como si hubieran desechado aquel cuerpo del tamaño de una muñeca por ser demasiado viejo y decrépito para resultar útil.
En cuanto se lo dijeron, Fucsia corrió al cuartito que tan bien conocía.
Pero la muñeca tendida en la cama ya no era su aya. Aquel bulto inmóvil no era Tata Ganga, era algo distinto. Fucsia cerró los ojos y la imagen conmovedoramente familiar de su vieja aya, que había sido lo más parecido a una madre que había conocido, inundó su pensamiento con un borbotón de recuerdos.
Quiso acercarse de nuevo a la cama y coger la amada reliquia entre sus brazos, pero no pudo. No pudo. Y tampoco lloró. A pesar de la intensidad de sus recuerdos, algo había muerto en su interior. Volvió a mirar la carcasa de quien la había cuidado, adorado, abofeteado y enloquecido.
En sus oídos la voz irritada seguía exclamando: «Oh, mi débil corazón, ¿cómo pudieron? ¿Cómo pudieron? Cualquiera diría que no sé cuál es mi sitio».
Al volverle la espalda bruscamente a la cama, Fucsia reparó en que no estaba sola. El doctor Prunescualo estaba de pie junto a la puerta. Involuntariamente, se volvió hacia él alzando la mirada a sus peregrinas aunque extrañamente compasivas facciones.
El médico dio un paso hacia ella.
—Fucsia, mi queridísima niña —dijo—. Salgamos juntos.
—Oh, doctor —dijo ella—. No siento nada. ¿Soy mala, doctor Prune? No comprendo.
La puerta se vio repentinamente copada por la figura de la condesa, quien, aunque miró a su hija y al médico, no pareció darse cuenta de su identidad, pues ninguna expresión asomó a su pálido rostro. Llevaba sobre los hombros un chal de exquisito encaje negro. Avanzó pesadamente sobre el desnudo entarimado y, al llegar a la cama, contempló por un instante, como paralizada, la patética imagen que tenía delante y, después de tender el hermoso chal negro sobre el cadáver, se volvió y salió de la habitación.
Tomando la mano de Fucsia, Prunescualo la condujo fuera de la habitación y cerró la puerta tras ellos.
—Fucsia, querida —dijo el médico mientras avanzaban por el pasillo—, ¿has sabido algo de Titus?
Ella se detuvo en seco y soltó la mano del médico.
—No —contestó—, y si nadie lo encuentra, me mataré.
—Vamos, vamos, vamos, mi pequeña chantajista —dijo Prunescualo—. Menuda trivialidad para una chica tan original como tú. Como si Titus no fuera a reaparecer como un muñeco en una caja sorpresa, ¡por todo lo típico que reaparecerá!
—¡Tiene que hacerlo! ¡Tiene que hacerlo! —exclamó Fucsia, y rompió a llorar incontrolablemente; el médico la atrajo hacia sí y le enjugó las mejillas arreboladas con su pañuelo inmaculado.