Si el éxito de una anfitriona dependiera de algún modo de la prodigalidad de sus preparativos para la velada que planea, de sus perspectivas, de la atención casi demente a los detalles y de una abundancia de previsión, entonces, al menos en teoría, Irma Prunescualo podía aspirar a algo que se correspondiera con aquellas visiones que la asaltaban en la oscuridad, cuando yacía medio dormida y se veía rodeada por un tumultuoso tropel de hombres que se disputaban su mano, la cual ella, centro de la atención, agitaba con coquetería sobre su pelvis fajada en seda.
Si el minucioso examen al que estaba sometiendo a su persona, su piel, sus cabellos, sus trajes y sus joyas daba pie a creer que tan apasionada dedicación no podía por menos de despertar y rescatar en ella una suerte de belleza de donde durante tanto tiempo hubiera estado aprisionada, despertarla mediante una especie de ataque sorpresa, un bombardeo de su alta y angulosa arcilla, en ese caso, Irma no debía temer nada en lo referente a su atractivo. Causaría furor. Establecería un nuevo modelo de magnetismo. Después de todo, se lo habría ganado a pulso.
Tras probarse diecisiete collares y decidir que no llevaría ninguno para que su blanco cuello, pudiera inclinarse, erguirse y oscilar en toda su extensión, como el de un cisne, con absoluta libertad de movimiento, Irma se acercó a la puerta de su vestidor y, al oír pasos en el piso de abajo, no pudo resistirse a exclamar:
—¡Alfred! ¡Alfred! Sólo faltan tres días, querido. ¡Sólo faltan tres días! ¡Alfred! ¿Estás ahí?
Pero no hubo respuesta.
Los pasos que había oído eran de Pirañavelo, quien, sabiendo que el doctor atendía un caso en las cocinas del ala sur, donde un asador había resbalado en un trozo de manteca y se había astillado el omoplato, había aprovechado la oportunidad que esperaba desde hacía tiempo y, después de colarse por la ventana de la farmacia del doctor, había llenado un frasco con veneno y, después de guardárselo en un bolsillo hondo, había decidido salir por la puerta principal con todo un surtido de explicaciones entre las que escoger en caso de que lo sorprendieran en el vestíbulo. ¿Por qué nadie había respondido a su llamada?, diría. ¿Por qué dejaban la puerta principal abierta? ¿Dónde estaba el doctor Prunescualo?, y cosas por el estilo.
Pero no tropezó con nadie y no prestó atención a la llamada de Irma.
De nuevo en su habitación, vertió el veneno en un hermoso frasquito de cristal tallado y lo colocó frente a la luz de la ventana, donde brilló. Luego se alejó un poco del frasco y lo miró con la cabeza ladeada, se acercó de nuevo para desplazarlo ligeramente hacia la izquierda, en beneficio de la simetría, y, volviendo al centro de la habitación, se pasó la lengua por los labios mientras estudiaba el pequeño frasco lleno de muerte con gran actividad de sus cejas. De improviso, desplegó los brazos a los lados con los dedos extendidos como una estrella de mar, como si su dueño los despertase a una suerte de hipersensibilidad.
A continuación, como si fuera la cosa más natural del mundo, bajó las manos hasta el suelo, alzó las esbeltas piernas y comenzó a rondar por la habitación sobre las palmas de las manos con los andares peculiarmente pomposos, oscilantes y predatorios de un estornino.