VEINTISÉIS

Como un niño perdido en los laberintos abismales de un bosque tenebroso, así estaba Titus perdido en las soledades inexploradas de una región olvidada. Del mismo modo que un niño miraría con asombro y aprensión una alameda de penumbra y silencio, y luego, volviendo la cabeza, otra y otra más, todas igualmente vacías y sofocantes, Titus miraba con aprensión y un corazón agitado los caminos y las avenidas de piedra.

Pero él, a diferencia de un niño perdido en el bosque, estaba rodeado por una solidez insensible. No había crecimiento ni movimiento. Allí no existía la sensación de que, en algún lugar, dormía la savia perezosa, de que aguardaba en los pétreos pasadizos a un abril diamantino. No había allí presencia que compartiese con él el momento, el momento exquisitamente aterrador y prolongado de su aprensión teñida de miedo. ¿Es que nada iba a moverse? ¿No había pulso en aquellas burlonas arterias, nada que respirase, nada, entre las sombreadas vistas y pasajes de piedra, que pugnara por sobrevivir? Vacía y silenciosa, ominosa como un paisaje lunar e igualmente inexplorada, una desconocida región de Gormenghast lo rodeaba por doquier.

No había sonidos, ni canto de pájaro ni chirrido de insecto que rompiera el silencio de piedra. Ningún riachuelo murmuraba entre las losas de los Grandes Salones.

Estaba perdido sin remedio. Todos los sonidos de la vida del castillo —el tañido de las campanas, los pasos en la piedra hueca, las voces y los ecos de las voces—, todos habían desaparecido.

¿En eso consistía ser un explorador, un aventurero? ¿En tragarse aquel silencio dormido? ¿En estar tan indeciblemente solo en su compañía, vadear en él, descubrir que se eleva desde los suelos como una marea, abatiéndose desde las mohosas cavernas de elevadas cúpulas, llenando los corredores como si de algo palpable se tratara?

Sentir que los labios se secan, que, dentro de la boca, la lengua parece de cuero, que las rodillas flojean.

Sentir que el corazón lucha como si buscara su libertad, que golpetea los muros de sus pequeñas costillas, que golpetea para liberarse.

¿Por qué había franqueado a gatas aquella brecha de oscuridad donde sus manos palparon en vano sin encontrar nada y después siguieron sin encontrar nada, y nada volvieron a encontrar al internarse poco a poco en las tinieblas? ¿Por qué bajó aquella escalera de hierro herrumbroso hasta aquel corredor abandonado y vio cómo se extendía hasta perderse en una maraña lóbrega? ¿Por qué no se volvió atrás antes de que fuera demasiado tarde? ¿Por qué no retrocedió y subió de nuevo la escalera de hierro y aguardó tras el torso gigante a que el último eco desapareciera del corredor de las tallas? El director se había puesto de su parte, había mentido por él. ¿Se había mostrado desagradecido al escabullirse? Y ahora se había perdido para siempre, para siempre jamás.

Apretando los puños, gritó en la hueca soledad pidiendo socorro. Inmediatamente, una veintena de ecos le respondieron desde los cuatro puntos cardinales. «Socorro, socorro», gritaron una y otra vez, un clamor de voces que eran la suya, y el final de su grito, frágil, débil, asustado e infinitamente lejano, languideció y murió, y el denso silencio abandonó los rincones y volvió a invadirlo todo y Titus se vio de nuevo ahogado.

No había donde ir y se podía ir a todos los sitios. Su sentido de la orientación, del lugar del que venía, quedó barrido por lo que se antojó un siglo de vacilación.

El silencio llenó sus oídos hasta lastimarlos. Trató de recordar lo que había leído sobre los exploradores, pero no recordó ningún relato sobre héroes perdidos en semejante territorio.

Se llevó el puño a la boca y se mordió los nudillos, y durante un momento pareció que el dolor lo ayudaba. Le proporcionó una cierta sensación de realidad y, cuando el dolor disminuyó, volvió a morder. Con la vana esperanza de que un nuevo escrutinio de las perspectivas y avenidas de mampostería que lo rodeaban le sería de alguna ayuda, pues se encontraba en la encrucijada de muchos caminos, consiguió contenerse. Sus músculos se tensaron, adelantó la cabeza y escrutó las menguantes perspectivas. Pero nada acudió en su ayuda. Nada de lo que veía sugería un curso de acción, una clave para la libertad. Ningún rayo de luz indicaba que hubiera un mundo exterior. La iluminación que pudiera haber era uniforme, una suerte de crepúsculo que nada tenía que ver con la luz del día. Era una entidad autosuficiente, nacida en galerías y corredores, que rezumaba de muros, techos y suelos.

Titus se pasó la lengua seca por los labios y se sentó en las losas del suelo, pero un súbito terror lo hizo levantarse de un salto. Le había parecido percibir que era absorbido por la piedra. Tenía que permanecer de pie, tenía que seguir en movimiento. Avanzó de puntillas hacia un muro que recordaba el de un muelle. Durante un instante recostó su pequeña mejilla sudorosa contra la piedra sin rebozar. «Tengo que pensar… pensar… pensar…». Formó las palabras con su lengua seca. «Me he perdido. ¿Perdido? ¿Qué significa eso?». Comenzó a susurrar de nuevo las palabras para así poder oírlas a ellas y no al castillo. El diminuto y apagado sonido no levantaba ecos. «Significa que no sé adónde ir. ¿Qué es, pues, lo que sé? Sé que hay norte, sur, este y oeste. Pero no sé cuál es cuál. ¿Es que no hay otras direcciones?».

El corazón le dio un vuelco. «¡Sí!», gritó, y un centenar de gargantas de piedra gritaron también su afirmación. Al oír aquellos gritos fluctuantes se puso rígido y sus ojos se movieron nerviosamente en todas direcciones. Sin duda, semejante clamor haría salir disparados de sus escondrijos a los horribles fantasmas del lugar. El centro de su pequeño pecho estaba dolorido y magullado por los latidos de su corazón.

Pero nada apareció y el silencio volvió a espesarse. ¿Qué había descubierto que no supiera antes? ¿Otra dirección? Algo que no era ni norte ni sur ni este ni oeste. ¿De qué se trataba? Era hacia el cielo, techo arriba. Era la dirección que llevaba hacia el aire.

La esperanza que se le había encendido era apenas una chispa. Volvió a hablar en voz alta. «Tiene que haber escaleras —dijo—. Y de un piso a otro, hasta llegar al techo. Si subo lo suficiente podré llegar al techo y entonces veré dónde estoy».

El alivio que le produjo tener una idea a la que agarrarse lo agitó violentamente y las lágrimas le corrieron por la cara. Echó a andar con toda la determinación que pudo reunir por el más ancho de los canales de piedra gris. Durante una distancia considerable discurrió en línea recta, para luego comenzar a describir amplias curvas. Las paredes de ambos lados carecían de rasgos distintivos, al igual que el techo. Ni siquiera las telarañas mostraban interés por aquellas superficies desnudas. De improviso, tras una curva más cerrada de lo habitual, el pasadizo se dividió en cinco estrechos dedos y los miedos del niño reaparecieron. ¿Iba a tener que regresar a los huecos silencios de los que había venido? No podía volver atrás. No podía.

Desesperado, se recostó en la pared y cerró los ojos y fue entonces cuando oyó el primer sonido que no producía él, el primer sonido desde que se deslizara hacia la oscuridad tras la remota estatua. No se sobresaltó por la sorpresa pero se puso tenso, por lo que el cuervo no advirtió su presencia cuando emergió de la oscuridad de uno de los estrechos pasadizos. Caminó con aire absorto y tranquilo hasta llegar a pocos pasos de Titus, donde bajó la gran cabeza y dejó caer un brazalete de plata que llevaba en el pico. Pero sólo por un instante, pues en cuanto se ahuecó las plumas del pecho cogió el brazalete y avanzó algunos pasos antes de saltar con bastante torpeza a un saliente de la pared y de allí a una repisa mayor. Titus alteró la dirección de su cabeza muy despacio para poder observar a aquel ser vivo pero, pese a su cuidado, al primer movimiento de la cabeza, con un ronco graznido y un batir de alas negras, el pájaro levantó el vuelo al instante y, una fracción de segundo después, había desaparecido por el oscuro pasadizo del que poco antes había salido.

Titus decidió de inmediato seguir al pájaro, no porque deseara volver a ver al cuervo, sino porque para él el pájaro era Una señal del mundo exterior. Existía más de una posibilidad de que, tras aquel túnel inhóspito, el cuervo regresara, indirectamente, al aire libre y los bosques y el ancho cielo.

A medida que avanzaba, la oscuridad se hacía cada vez más densa y Titus comenzó a darse cuenta de que se movía bajo la tierra, porque las raíces de los árboles crecían por entre el techo y el barro de los muros y un olor a podredumbre impregnaba el aire.

De haber sido menos real su horror a las silenciosas galerías de las que hacía tan poco había escapado, habría dado media vuelta en el reducido espacio y regresado a la hueca pesadilla de la que venía. Porque parecía que aquel túnel negro y opresivo no tuviera fin.

Al principio le era posible caminar derecho, pero eso había durado poco. Ahora se veía forzado a arrastrarse durante largos períodos y el intenso olor de la tierra corrompida lo sofocaba. Pero durante períodos igualmente prolongados, el túnel se ensanchaba y le era posible avanzar a trompicones con el cuerpo relativamente erguido hasta que el techo descendía una vez más y a Titus lo invadía el terror a la asfixia.

No había ninguna luz y Titus casi había perdido la esperanza de salir con vida de aquella horrible experiencia. De no ser porque mantenerse en movimiento le daba menos miedo que quedarse agazapado en la oscuridad, Titus se había sentido tentado de dejar de hacer avanzar su cuerpo agotado hora tras hora, porque apenas le quedaban fuerzas y ánimo para nada.

Pero al fin, cuando ya no podía sentir alegría o alivio, pues estaba mareado de miedo y agotamiento, Titus vio delante, como entre sueños, una borrosa abertura de luz oscuramente bordeada de maleza y arbustos y comprendió sin emoción que no moriría en el oscuro túnel, que las huecas galerías eran una pesadilla pasada y que lo más que debía temer era el castigo que recibiría al regresar al castillo.

Cuando se hubo arrastrado fuera de la boca ahogada de maleza del túnel y trepado por el terraplén en el que desembocaba la abertura, Titus vio a lo lejos, hacia el norte y el oeste, los almenados contornos de su vetusto hogar.