VEINTITRÉS

Los interminables minutos del verano se arrastraban lentamente para Titus, sentado a su pupitre en el aula donde el profesor Florimetre (que en cierta ocasión se había propuesto permanecer como mínimo una hora mental ante su clase en cualquiera de las asignaturas que estuviese impartiendo, pero que hacía mucho había decidido perseguir el conocimiento en pie de igualdad con sus alumnos), con la tapa de su alto pupitre levantada para ocultar sus actividades, le estaba pegando un buen lingotazo a una botella de abominable aspecto que llevaba una etiqueta azul. La mañana parecía infinita…

Sin embargo para Bergantín, con una veintena de preparativos aún por completar y martirizando con su áspera lengua a los trabajadores del patio sur, las horas transcurrían a la velocidad de minutos.

Así pues, tras lo que a Titus le pareció una eternidad pero para Bergantín fue un fugaz revuelo de las faldas del tiempo, la mañana a la vez rauda y lenta fructificó y, como una uva de aire en cuyo cuerpo translúcido quedó suspendida por un instante la tierra, palpitó esa fantasmal madurez llamada mediodía.

Antes de abrir los ojos para morir en el mismo instante de su despertar, una veintena de campanas y relojes vocearon el mediodía y, durante un minuto después de su muerte, los badajos tañeron en sus envoltorios de hierro oxidado por todo Gormenghast. Parecía como si no hubiera en la tierra mecanismo que pudiera encadenar o golpear a aquel espectro del tiempo. Los relojes y campanas tartamudearon, retumbaron y tañeron. Avanzaron dejando su huella de hierro. Golpearon con sus vetustos puños y gritaron con voces arcaicas, pero el fantasma era aún más viejo.

El mediodía, maduro como el trueno y silencioso como el pensamiento, se había marchado incólume.

Cuando los últimos ecos, incluso los de los relojes de los contrafuertes occidentales, cuyo póstumo tañido era proverbial, de manera que la expresión «retrasado como una campana occidental» era de uso habitual en el castillo, callaron, Titus percibió otro sonido.

Después del lánguido canto fúnebre de las campanas, este nuevo sonido, que venía pisando los lánguidos talones de los péndulos, parecía terriblemente rápido, implacable e impaciente.

A pesar de su evidente realidad, poseía la insistencia onírica de un sabueso con patas de piedra o hierro o de una bestia acechante que, avanzando vorazmente sin alterar su rumbo en pos de su presa, cerrara por momentos el espacio entre la malicia y la inocencia.

Titus oía el sonido como si lo que lo originaba estuviese justo al lado, pero el pasillo por el que se desplazaba estaba vacío y el golpeteo de la muleta procedía en realidad de un pasaje paralelo; Bergantín, aunque apenas a unos metros de distancia, se veía separado del muchacho por un sólido muro de piedra.

Titus se detuvo con el corazón alborotado, entornó los ojos y una expresión de odio asomó a sus facciones infantiles, una expresión apenas imaginable en un rostro tan joven. Para él, Bergantín simbolizaba la tiranía, la vejez, todo aquello que le impedía pasar los días de verano en los bosques, bucear en el foso con sus amigos, hacer todo lo que anhelaba.

Titus escuchó atentamente, acalorado pero tembloroso a causa de un súbito arrebato de miedo y aborrecimiento. ¿En qué dirección viajaba, tras el muro de piedra, aquella muleta? En ambos extremos del corredor de Bergantín nacían pasajes subsidiarios que conducían a donde Titus se encontraba. Le pareció que el Maestro del Ritual se desplazaba velozmente en una dirección paralela a la suya así que se volvió sobre sus pasos, pero en ese momento el corredor se vio repentinamente oscurecido por un sólido bloque de profesores que venía hacia él con un aleteo de togas de color negro y una flota de birretes. Su única esperanza era correr en la dirección inicial, cruzar el pasaje de comunicación y alejarse de allí antes de que Bergantín pudiera alcanzar esa bifurcación.

De modo que Titus echó a correr, pero por alguna travesura concreta o algún temor racional. Corría por imperativo, por la necesidad de quitarse del medio. Se rebelaba así contra todo lo viejo, contra todo lo que detentaba poder. Corría poseído por una nebulosa de terror.

En la parte derecha del pasillo se perfilaba una falange de estatuas polvorientas a las que la luz mortecina daba un color ceniciento. Colocadas en su mayoría sobre imponentes pedestales, se elevaban sobre Titus, y sus miembros silenciosos cortaban el aire tenebroso o lo apuñalaban sin piedad con sus brazos partidos. Las cabezas eran casi invisibles, cubiertas como estaban por las telarañas y amortajadas en un perpetuo crepúsculo.

Conocía aquellos monumentos desde la infancia, pero no había reparado en ellos ni los recordaba más de lo que repararía cualquier niño en el monótono dibujo del empapelado de su cuarto de juegos.

A lo lejos, Titus vio la diminuta aunque inconfundible silueta del tullido que doblaba la distante esquina y avanzaba hacia él.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, el niño saltó a un lado, rápido como una ardilla, y al punto se encontró sumido en la casi total oscuridad que se amontonaba tras la talla imponente y musculosa de una figura sin cabeza ni brazos. Sólo el pedestal que sostenía ese gran tronco de piedra sobrepasaba la altura de la cabeza de Titus.

Tembloroso, permaneció allí mientras el sonido de numerosos pies se aproximaba desde el oeste y el de una muleta, desde el este, intentando no pensar en que los profesores por fuerza tenían que haberle visto. Se aferraba a la vana esperanza de que todos llevaban la vista fija en el suelo y no lo habían visto correr delante de ellos, ni escabullirse tras la estatua y, con más fervor todavía, a la ardorosa esperanza de que Bergantín estaba demasiado lejos para haber podido advertir movimiento alguno en el corredor. Pero su temblor le confirmaba que su esperanza nacía del miedo y que era una locura por su parte quedarse donde estaba.

El ruido de los pesados pies, del roce de las togas, del estampido de la muleta lo envolvió.

Y entonces, la voz de Bergantín paralizó la escena.

—¡Deténgase! —gritó—. ¡Quédese donde está, director! ¡Por las llagas del cordero que viene usted acompañado de su grajil personal al completo, el diablo me lleve!

—Mis excelentes colegas vienen detrás de mí —dijo la voz avejentada y pastosa de Bellobosque—. Mis excelentísimos colegas —añadió, como para poner a prueba su valor frente a aquella cosa envuelta en harapos rojos que le miraba con aire furibundo.

Pero Bergantín tenía la cabeza en otra parte.

—¿Cuál era? —ladró, dando un salto en dirección a Bellobosque—. Vamos, vamos, ¿cuál era?

Bellobosque se enderezó y asumió su postura favorita de director, pero su viejo corazón se había desbocado penosamente.

—No tengo ni idea —dijo—, ni la más mínima idea de a qué puede referirse usted. —Sus palabras no podrían haber sonado más graves ni menos sinceras, y él mismo debió percibirlo, pues añadió—: Ni la más remota idea, se lo aseguro.

—¡Ni la más remota idea! ¡Ni la más remota idea! —chilló Bergantín—. ¡Así se ahoguen sus ideas en sangre! —dijo, y con un nuevo salto y un rechinar de la muleta se colocó inmediatamente debajo del director—. Por el humo de sus ojos que había un niño en este corredor. Hace un momento había un niño. ¡Vamos, vamos! Hace un momento había aquí un cachorro escurridizo. ¿Lo niega?

—No he visto ningún niño —dijo Bellobosque—. Ni escurridizo ni de otro tipo —añadió, y las comisuras de la boca se le alzaron en una afectada sonrisa, como para hacer honor a su ingenioso chistecillo.

Bergantín lo miró fijamente y, si la vista de Bellobosque hubiera sido mejor, la malicia de aquella mirada habría dado al traste con su templanza. Pero, tal como estaban las cosas, Bellobosque apretó los puños bajo la toga y, con la imagen de Titus en el pensamiento —Titus, cuyos ojos habían brillado al ver las canicas en el fuerte—, se aferró a las mentiras que estaba contando con el tesón de un santo.

Bergantín se volvió hacia los miembros del claustro, que, como un oscuro coro, se apiñaban detrás de su director, y sus ojos húmedos e implacables escrutaron los rostros uno a uno.

Por un instante le pasó por la mente la idea de que su vista le había engañado, de que había visto una sombra. Volvió la cabeza y recorrió con la mirada la hilera de silenciosos monumentos.

De repente, su bilis y su frustración hallaron una vía de escape y golpeó con su bastón el torso de piedra que tenía al lado. Fue un milagro que no se le rompiera la muleta.

—¡Había un cachorro! —gritó—. Pero ¡basta! El tiempo corre. ¿Está todo preparado? Vamos, vamos, ¿está todo a punto? ¿Sabe a la hora que tiene que llegar? ¿Tiene presentes las órdenes que ha recibido? Por todos los demonios, esta tarde no puede haber deslices.

—Nos han dado los particulares, sí —dijo Bellobosque al punto, con tal alivio en la voz que no fue de extrañar que Bergantín lo mirase con sospecha.

—¿Quiere decirme a qué viene tanta alegría? —siseó—. Por todos los infiernos, ¡aquí hay perfidia!

—Mi alegría —dijo Bellobosque en tono dos veces más lento y grave— brota del conocimiento, que mi personal sin duda compartirá como hombres letrados que son, de que esta tarde nos aguarda un poema notable.

Bergantín hizo un ruido desagradable con la garganta.

—¿Y el niño, Titus? —escupió—. ¿Sabe lo que se espera de él?

—El septuagésimo séptimo conde cumplirá con su deber —dijo Bellobosque.

Esta última respuesta del director no la oyó Titus, que, abatido por un súbito cansancio, se había inclinado hacia atrás para recostarse contra la pared sólo para descubrir que, a sus espaldas, en la oscuridad, no había pared alguna. En medio de un silencio sofocante, Titus se puso a cuatro patas y franqueó a gatas una angosta abertura; al poco se encontró con una húmeda barrera de piedra a la derecha de la cual se abría un túnel que descendía en una serie de peldaños bajos. No se enteró de que, pocos minutos después, Bergantín seguiría su camino por el centro del corredor de estatuas entre los miembros del claustro, que se habían separado para dejarlo pasar, ni que, una vez que el claustro en pleno hubo desaparecido en la dirección que llevaba inicialmente, Bellobosque regresaría solo y susurraría en voz baja:

—Sal, Titus, sal inmediatamente y preséntate ante tu director.

Y que, al no recibir respuesta, se colaría con esfuerzo tras la piedra sólo para encontrarse, confuso y derrotado, con la vacía oscuridad.