VEINTIDÓS

No había en todo Gormenghast sonido que infundiera más frío en el corazón que el producido por la pequeña y grasienta muleta con la que Bergantín impulsaba su cuerpo de enano.

El golpe áspero y rápido del férreo tocón en las piedras huecas resonaba, a cada paso, como un trallazo, una blasfemia, una bofetada que cruzara el rostro de la piedad.

No había hierofante que no hubiese oído en alguna ocasión el sonido de aquel palo siniestro creciendo en volumen mientras el Maestro del Ritual se impulsaba hacia delante recorriendo, gracias a la acción conjunta de su pierna agostada y su muleta, los tortuosos pasadizos de piedra a una velocidad difícil de creer.

Pocos eran los que, al oír el chasquido de aquella muleta sobre las losas distantes, no alteraban su itinerario para evitar al diminuto y ardiente símbolo de la ley mientras éste, con sus harapos grana, iba dejando un rastro de azufre por el centro de cada pasadizo sin alterar su curso por nadie.

Tenía este Bergantín algo de avispa y algo de descarnada ave de presa. Tenía también algo del espino retorcido por la galerna y algo de gnomo en su rostro cubierto de protuberancias. Los ojos, horrorosamente líquidos, lanzaban su malicia a través de velos de agua. Aquellos ojos suyos parecían rebosar, como viejos platillos rojizos tan llenos de un té de color topacio que se habían hinchado por el centro.

Aun siendo interminables, entrelazados e innumerables los salones y corredores del castillo, incluso en los más remotos, en las oscuras fortalezas donde, infinitamente alejadas de las arterias principales, el húmedo y mohoso silencio sólo era roto por la caída ocasional de la madera podrida o el grito de una lechuza, incluso en esas regiones el caminante se mostraba cauteloso y aprensivo por temor a aquel ubicuo golpeteo que, por tenue que fuera, tan tenue como el rascar de una uña, suscitaba siempre una sensación de horror. No parecía haber refugio contra aquel sonido. Pues la muleta, antiquísima, mugrienta y dura como el hierro, era el propio hombre. Por las venas de Bergantín corría la misma sangre, buena sangre roja, que la que podía circular por aquel fulcro espantoso. Brotaba de su cuerpo como un miembro enfermo y sin nervio, un miembro adicional que, al golpear las piedras o el hueco entarimado del suelo, expresaba el mal humor con más elocuencia que cualquier palabra, que cualquier lengua.

El fanatismo de su lealtad a la Casa de Groan había dejado atrás hacía mucho tiempo su interés por los miembros vivos del linaje. La condesa, Fucsia y Titus eran para él meros eslabones en la sangre de la cadena imperial, nada más. Era la cadena lo que importaba, no los eslabones; no el metal viviente, sino el hierro inconmensurable con su pátina de polvo sagrado. Era la Idea lo que a él le obsesionaba, no su encarnación. Se movía en un tórrido mar de vindicación, una concupiscencia de lealtad.

Aquella mañana, como era habitual, se había levantado al alba. A través de la ventana de su mugrienta habitación había escrutado las oscuras planicies hasta detenerse en la Montaña de Gormenghast, no porque ésta resplandeciera en un halo ambarino y pareciese translúcida, sino para obtener alguna indicación de la clase de día que cabía esperar. El ritual de las horas venideras se veía hasta cierto punto modificado por la climatología. No porque una ceremonia pudiera cancelarse debido al mal tiempo, sino a causa de las sagradas Alternativas, igualmente válidas, que habían sido prescritas por los guías de la fe en siglos pasados. Si, por ejemplo, había tormenta por la tarde y las aguas del foso aparecían revueltas y salpicadas por la lluvia, no podía celebrarse la ceremonia en la que Titus, ataviado con un collar de hierba trenzada, debía permanecer en el margen cubierto de matojos y, con el reflejo de una torre particular ante él en el agua, lanzar un serpentín dorado que, rozando la superficie y rebotando en el aire al tocar el agua, pasara de un salto sobre el reflejo de una torre concreta para hundirse en la imagen acuosa de una ventana abierta en la que, asimismo reflejada, aguardaba su madre, y durante la cual ni Titus ni los espectadores podían hacer el menor ruido o movimiento hasta que la última de las ondas centelleantes se hubiera desvanecido en el foso y la cabeza subacuática de la condesa hubiese dejado de agitarse contra la hueca oscuridad de la ventana semejante a una caverna y permaneciera inmóvil en el foso, con pájaros de agua sobre los hombros, como virutas de cristal de colores, y, en torno a ella, las infinitas profundidades colmadas de torreones…

Todo esto requería un día sin viento y un agua de cristal. Si el día era tormentoso, en los Tomos del Ceremonial se encontraría una interpretación alternativa, una manera igualmente honorable de enriquecer la tarde para la gloria de la Casa de Groan y satisfacción de los participantes.

Por eso Bergantín tenía por costumbre abrir su ventana al alba y mirar, por encima de los tejados y las marismas que se extendían más allá, hacia donde la Montaña, borrosa o cortada como a cuchillo, daba noticia de la jornada que les esperaba.

Inclinado de este modo sobre su muleta, bajo la fría luz de un nuevo día, Bergantín se rascó salvajemente los lomos, la barriga, los sobacos, aquí, allá, por todas partes, con la garra de su mano.

No tenía necesidad de vestirse. Dormía con la ropa puesta en un colchón infestado de piojos. Sin cama, sólo con el colchón tirado en las tablas del suelo desnudo, donde cucarachas y escarabajos tenían sus madrigueras y toda clase de insectos vivían, se reproducían y morían, y donde la rata de medianoche se sentaba erguida en el polvo de plata y descubría sus largos dientes a la pálida luz de la luna cuando ésta, en su plenitud, llenaba la ventana como una enmarcada abstracción de sí misma.

Tal era el cuchitril en el que el Maestro del Ritual había dormido durante los últimos setenta años. Girando en redondo sobre la muleta, se alejó de la ventana y casi al instante se encontró ante la basta puerta. Dándole la espalda, se apoyó contra ésta y restregó en ella sus viejos omoplatos de arriba abajo, perturbando en el proceso a una colonia de hormigas que, habiendo recibido noticias de sus exploradoras de que la colonia rival de la zona cercana al techo marchaba contra ellas y en aquel mismo instante tendía puentes para salvar la grieta del enyesado, preparaba afanosamente sus defensas.

Bergantín no tenía la menor idea de que aplacando el picor que sentía entre las paletillas estaba incapacitando a un ejército. Restregó su espalda contra la áspera puerta, que recordaba la de un granero, de abajo arriba, de arriba abajo, de una manera harto horrible para tratarse de un hombre tan viejo y escuchimizado.

Al fin, apoyándose en la muleta, cruzó la habitación a saltos hasta el lugar donde un herrumbroso anillo de hierro sobresalía del suelo. Parecía la boca de una chimenea y, en efecto, una tubería de metal descendía desde esta abertura hasta terminar, varios pisos más abajo, en un idéntico anillo o boquilla metálico, en el techo de un comedor. Inmediatamente debajo de este anillo, a unos seis metros, un caldero vacío que evidentemente no se usaba para nada, aguardaba la pesada piedra que, una mañana tras otra, descendía retumbando por la sinuosa cañería para terminar su viaje con un brutal estruendo metálico en el vientre reverberante del cuenco, que murmuraba para sí quedamente durante minutos con el pedrusco en su buche.

Cada tarde subían el pedrusco y lo dejaban ante la puerta de Bergantín, y cada mañana el viejo lo levantaba sobre el anillo de hierro del suelo de su habitación, escupía en él y lo dejaba caer con gran estruendo por la retorcida cañería. El ronco sonido metálico, que se iba haciendo cada vez más débil conforme se acercaba al comedor, advertía a los sirvientes de que Bergantín se disponía a bajar y de que su desayuno y otros preparativos debían estar listos.

El ruido metálico del pedrusco resonaba en una veintena de corazones. Esa mañana en particular, cuando Bergantín escupió en la pesada piedra, del tamaño de un melón, y la envió hacia abajo en su resonante viaje más allá de no pocos pisos a oscuras cuyos ocupantes dormían aún (los cuales, despertándose al pasar la piedra rebotando tras las huecas paredes detras de sus lechos, maldecían a Bergantín, al alba y a aquel pétreo canto de gallo), en el rostro devastado del anciano brillaba algo más que su habitual avidez de ritual, como si su avaricia por los ritos que habían de celebrarse a la sombra de su égida lo llenara de una pasión apenas soportable para su marchito cuerpo.

Había un cuadro en la pared de su cuchitril infestado de bichos, un grabado amarilleado por el tiempo y cubierto de polvo, pues del vidrio original que en otro tiempo lo protegiera sólo quedaba un pequeño fragmento que colgaba como un carámbano de una esquina. Este grabado, una ambiciosa obra meticulosamente realizada, reproducía la Torre de los Pedernales. El artista debía de haberse situado al sur de la torre para trabajar o mientras estudiaba el edificio ya que, más allá de los irregulares torreones y contrafuertes que la flanqueaban y que se extendían casi hasta el cielo como un paisaje marino de tejados tempestuosos, se veían las laderas inferiores de la Montaña de Gormenghast salpicadas de grupos de arbustos y coníferas.

En lo que Bergantín no había reparado era en que la puerta de la Torre de los Pedernales había sido recortada. Faltaba un trocito de cuadro del tamaño de un sello y, tras este agujero, la pared había sido cuidadosamente horadada, de manera que un pequeño túnel de vacía oscuridad discurría lateralmente desde la habitación de Bergantín hasta el espacioso cañón de una chimenea vertical cuyo extremo había quedado protegido de la luz por un alud de tejas caídas que el musgo dorado había sellado y tapizado hacía mucho tiempo y cuya base circular, como la de un pozo de aire negro, iba a dar al cuartito semejante a una celda que Pirañavelo prefería hasta el punto de que incluso a aquella hora temprana y gélida estaba allí sentado, al pie del cañón, rodeado de los espejos que él mismo había fabricado perfectamente situados, cada uno en un ángulo particular, mientras sobre él los puntos de luz reflejada por una constelación de espejos situados uno sobre otro punteaban la oscuridad tubular.

De cuando en cuando, el reflejo de Bergantín se veía detrás de la hueca puerta del grabado de la Torre de los Pedernales, allí donde un espejo inclinado en ángulo en el cañón de la chimenea enviaba su imagen a un espejo inferior y, viajando de espejo en espejo, ésta llegaba al fin al pie de la chimenea, donde Pirañavelo, que aguardaba allí reclinado con una lupa en las manos, miraba divertido la imagen en miniatura del enano pedante mientras éste alzaba el pedrusco y lo lanzaba por el anillo.

Si Bergantín se levantaba temprano de su repulsivo lecho, Pirañavelo, en una habitación secreta de su agrado, tan reluciente e inmaculada como un alfiler nuevo, se levantaba aún más temprano. No es que aquél fuera uno de sus hábitos, pues él carecía de hábitos propiamente dichos. Sencillamente, hacía lo que quería. Hacía cualquier cosa que favoreciera sus planes. Si levantarse a las cinco de la madrugada le había de conducir a algo que codiciaba, entonces levantarse a esa hora era para él lo más natural del mundo. Si no había necesidad de actuar, se quedaba en la cama toda la mañana, leyendo, practicando nudos con la cuerda que tenía junto al lecho, construyendo ingenios de papel de complicado diseño que lanzaba a volar por la habitación o puliendo el acero de la afilada hoja de su bastón de estoque.

En aquel momento le convenía impresionar a Bergantín con su eficiencia, indispensabilidad y presteza. Y no es que no hubiera logrado penetrar ya la intratable costra de misántropo del anciano. De hecho, era la única criatura viviente que había conseguido ganarse la confianza y la renuente aprobación de Bergantín.

Sin darse cuenta de ello, durante el cumplimiento diario de su ministerio Bergantín iba vertiendo un tesoro de conocimientos de incalculable valor en el depredador y privilegiado cerebro de un joven que ambicionaba, una vez obtenido conocimiento suficiente de los ritos, hacerse cargo de la vertiente ceremonial del castillo y, convertido en la única autoridad en las minucias de la ley (pues Bergantín tendría que ser liquidado), alterar para sus fines aquellos dogmas que lo separaban del poder absoluto y pergeñar aquellos documentos nuevos, aunque en apariencia antiguos, que mejor pudieran servir a sus malvados propósitos con el correr del tiempo.

Bergantín hablaba poco. En la transmisión de sus conocimientos no se mostraba verbalmente expansivo. Era sobre todo por medio de los actos y del acceso a los Documentos como Pirañavelo aprendía el oficio. El viejo ni siquiera sospechaba que, día tras día, la creciente acumulación de conocimientos de Pirañavelo y la proximidad de su propia muerte seguían un curso convergente en el tiempo. No deseaba instruir al joven más allá de lo que resultara ventajoso para él mismo. La pálida criatura le era útil y ahí terminaba la cosa y, de haber sabido cuántos de los íntimos secretos de Gormenghast habían sido ya divulgados en los intercambios aparentemente casuales y las periódicas investigaciones en la biblioteca, hubiera hecho lo posible para eliminar de la vida del castillo a aquel advenedizo, aquel advenedizo peligroso y sin precedentes cuya dedicación a las doctrinas era impulsada por una ambición de poder personal tan fría como indomable.

A juicio de Pirañavelo, el momento en que el Maestro del Ritual debería ser despachado estaba al caer. Aparte de otros motivos, la eliminación de una criatura tan espantosa como Bergantín le parecía al joven, por simples consideraciones estéticas, un acto que tendría que haberse llevado a cabo hacía tiempo. ¿Por qué permitir que semejante fardo de fealdad deambulase de acá para allá con su muleta un año tras otro? Pirañavelo admiraba la belleza. No le extasiaba ni lo conmovía, pero la admiraba. Él era pulcro, hábil, resbaladizo como su bastón de estoque, acerado como su filo y bruñido como su hoja. La suciedad y el desaliño lo ofendían. Bergantín, viejo, mugriento, con su rostro agrietado y picado como el pan rancio, con su barba enmarañada, sucia y llena de nudos, ponía enfermo al joven. Había llegado la hora de que el sucio corazón del ritual fuera arrancado del cuerpo enorme y ruinoso de la vida del castillo y de que él ocupara su lugar. Desde aquel centro oculto, ¿quién sabía adónde podía llevarle su astuto ingenio?

A Bergantín le parecía prodigioso que Pirañavelo se las arreglara para encontrarse con él cada amanecer con tan sobrenatural precisión y puntualidad. No era que su lugarteniente lo esperara sentado ante su puerta o en algún rellano de las escaleras por las que Bergantín bajaba al pequeño comedor. Oh, no. Con los cabellos pajizos alisados sobre su elevada frente globular, el pálido rostro lustroso y los ojos rojo intenso desconcertantemente activos bajo las cejas de color arena, Pirañavelo emergía prestamente de las sombras y se detenía bruscamente junto al anciano con una leve reverencia.

Esa mañana no hubo variación en la pantomima. Bergantín se preguntó, por enésima vez, cómo podía Pirañavelo coincidir con tal precisión con su llegada a la escalera de nogal y, como de costumbre, encapotó los ojos y miró con sospecha al joven paliducho por entre los velos de desagradable humedad que en ellos ardían.

—Buenos días tenga, señor —dijo Pirañavelo.

Bergantín, cuya cabeza quedaba a la altura del pasamanos, sacó una lengua que recordaba la lengüeta de una bota y se la pasó por los escombros de sus labios secos y agrietados. Luego dio un grotesco salto adelante sobre su pierna agostada y se llevó la muleta al costado con un brusco estampido.

Tanto si su rostro era obra de la edad como si la edad era un material o la abstracción de su rostro, aquel fósil barbudo que se consumía y corrompía sobre sus hombros, no había duda de que el arcaísmo se concentraba allí; como si algo del pasado se hubiera trasladado al momento presente, donde ardía oscuramente, como a través de un cristal ahumado, desafiando tanto a su propio anacronismo como al inexperto. Esa cabeza se volvió hacia Pirañavelo.

—Al infierno con tus buenos días, palo pelado —dijo—. ¡Reluces como una condenada anguila de tierra! ¿Cómo lo consigues, eh, qué haces para que cada purulenta mañana del año salgas de la decente oscuridad como un plumífero desplumado, eh?

—Supongo, señor, que será por la costumbre de lavarme que he adquirido.

—Lavarse —masculló Bergantín, como si hablara de algo pestilente—. ¿Con que te lavas, eh, maldito ciempiés? ¿Qué se cree que es, señor Pirañavelo, una azucena?

—Yo no diría eso, señor —respondió el interpelado.

—Tampoco lo diría yo —ladró el anciano—. ¡Nada más que piel, huesos y cabellos! No eres más que eso. Apaga ese brillo y déjate ya de tanta monserga untuosa cada mañana.

—Ciertamente, señor. Soy visible en exceso.

—¡No cuando se te necesita! —interrumpió bruscamente Bergantín mientras bajaba renqueando la escalera—. Cuando quieres puedes ser muy invisible, ¿verdad? Por las brujas del infierno, muchacho, cuando te conviene puedes perderte sin dejar rastro. ¡Por las tripas del alca gigante, puedo verte por dentro, cachorro mío, puedo verte por dentro!

—¿Cómo, si soy invisible, señor? —preguntó Pirañavelo enarcando las cejas mientras seguía con paso ligero al tullido, que iba levantando ecos con el golpeteo de su muleta en los escalones de madera.

—¡Por los orines de Satanás, perro, tu insolencia es peligrosa! —gritó desabridamente Bergantín, volviéndose precariamente con la pierna seca dos peldaños por encima de la muleta—. ¿Están listos los claustros del ala norte? —preguntó a Pirañavelo en un tono distinto, no menos desabrido y maligno pero más placentero a oídos del joven, pues tenía menos de insulto personal.

—Anoche quedaron dispuestos, señor.

—¿Bajo tu supervisión personal, si sabes lo que te conviene?

—Bajo mi supervisión personal.

Se aproximaban al primer rellano de la escalera de nogal. Mientras caminaba detrás de Bergantín, Pirañavelo se sacó del bolsillo un compás y, utilizándolo a modo de pinzas, levantó una madeja de los cabellos de la nuca del viejo, dejando al descubierto un cuello tan arrugado como el de una tortuga. Divertido por su éxito al haber levantado un mechón tan grueso de los sucios cabellos del tullido sin que éste se diera cuenta, Pirañavelo repitió la hazaña mientras la áspera voz proseguía con su perorata y la muleta bajaba con sonoro martilleo el largo tramo de escalera.

—Los inspeccionaré en cuanto desayune.

—Muy bien, señor —dijo Pirañavelo.

—¿Ha pasado por tu cerebro de mamón que este día se ve santificado incluso por el barro del que está hecho el castillo, eh? ¿Se te ha ocurrido pensar que, sólo una vez al año, muchacho, una vez al año se ve honrado el Poeta? El porqué sólo lo saben los piojos de mi barba, pero así es, por las negras almas de los infieles, así es, una ley de leyes, un rito de primera categoría, querido niño. Dices que los claustros están dispuestos; por las llagas de mi pierna seca que me las pagarás si están pintados del rojo equivocado, ¿estamos? ¿Es el rojo más oscuro? ¿Es el más oscuro de los rojos, eh?

—Ciertamente el más oscuro —repuso Pirañavelo—. Un poco más oscuro y sería negro.

—Por todos los infiernos, más vale que así sea —dijo Bergantín—. ¿Y la tribuna? —prosiguió una vez cruzado el nudoso rellano de nogal negro al que la falta de pasamanos había dejado con los balaustres, cubiertos de polvo como las estacas de una cerca se cubren de nieve en invierno, inclinados en todas direcciones—. ¿Y la tribuna?

—Lista y engalanada —aseguró Pirañavelo—. El trono de la condesa ha sido limpiado y reparado, y pulidas las sillas altas para los notables. Los bancos largos están en su lugar y llenan el patio.

—¿Y el Poeta? —exclamó Bergantín—. ¿Le has dado instrucciones, tal como te ordené? ¿Sabe lo que se espera de él?

—Su retórica está lista, señor.

—¿Retórica? ¡Por los dientes del gato! ¡Poesía, bastardo, poesía!

—¡Está lista, señor!

Pirañavelo se había vuelto a guardar el compás en el bolsillo y blandía ahora unas tijeras (parecía guardar infinidad de cosas en los bolsillos sin que ello alterara la caída de sus ropas) con las que iba cortando los mechones del cabello del anciano que le asomaban por el cuello de la toga, mientras canturreaba con voz absurdamente baja «Pito, pito, colorito, dónde vas tú tan bonito» al tiempo que los enmarañados mechones iban cayendo a la escalera.

Habían llegado a otro rellano. Bergantín se detuvo un momento para rascarse.

—Puede que haya preparado el poema —dijo, volviendo su decrépito semblante hacia el esbelto joven de altos hombros—, pero ¿le has explicado lo de la urraca, eh?

—Le he dicho que debe levantarse a declamar doce segundos después de que la urraca haya sido soltada de su jaula de alambre. Que mientras declama, su mano izquierda debe aferrar la jarra de agua del foso en la que previamente la condesa habrá depositado el guijarro azul del río de Gormenghast.

—Eso es, muchacho. Y que deberá vestir la Toga del Poeta y sus pies estarán descalzos, ¿le has explicado eso?

—Se lo he explicado —dijo Pirañavelo.

—Y los bancos amarillos para los profesores, ¿los han encontrado?

—Los han encontrado. En los establos del ala sur. Los he mandado repintar.

—Y el septuagésimo séptimo conde, lord Titus, ¿sabe el cachorro que ha de permanecer en pie cuando los demás estén sentados y sentado cuando los demás estén de pie? ¿Sabe eso el niño, eh, ese cabeza de chorlito? ¿Le has dado instrucciones, cirio pelado? ¡Por los retortijones de tripas de mis setenta años que la frente te brilla como un maldito iceberg!

—Ha sido instruido —dijo Pirañavelo.

Bergantín reanudó el descenso hacia el comedor. Una vez superada la escalera de nogal, el Maestro del Ritual echó a andar como un poseso por los llanos corredores, levantando el polvo del suelo con cada golpe de su muleta. Pirañavelo, pegado a la espalda de su superior, se divertía con el invento de una peculiar danza, una especie de contrapunto al espasmódico avance de Bergantín, una silenciosa y elaborada improvisación adornada, por así decir, con gestos ingeniosos y obscenos.