III

El penúltimo día recibió una visita oficial. El guardián del Fuerte de los líquenes abrió los pesados cerrojos y los pies planos grotescamente anchos del director, Bellobosque, con la toga zodiacal y el gastado birrete, entraron con paso lento y pesado. Dio cinco o más pasos por el suelo de tierra salpicado de hierbajos antes de reparar en el muchacho, sentado a una mesa en un rincón del fuerte.

—Ah, ahí está. Ahí está, sí señor. ¿Cómo estás, amigo mío?

—Muy bien, gracias, señor.

—Ejem… No hay mucha luz aquí, ¿eh, jovencito? ¿Qué has estado haciendo para pasar el tiempo?

Bellobosque se acercó a la mesa detrás de la cual Titus se había puesto de pie. Sentía la noble cabeza leonina debilitada por la compasión hacia el niño, pero hacía lo posible por representar el papel de director. Tenía que inspirar confianza. Ésa era una de las cosas que se esperaba de los directores. Debía mostrarse Digno y Fuerte. Debía suscitar Respeto. ¿Qué otra cosa debía ser? No era capaz de recordarlo.

—Dame tu silla, jovencito —dijo con voz profunda y solemne—. Tú puedes sentarte en la mesa, ¿verdad? Claro que sí. ¡Me parece recordar que yo podía hacer cosas como ésa cuando era niño!

¿Había logrado ser divertido? Miró a Titus de soslayo con la vaga esperanza de haberlo sido, pero el rostro del niño no mostró el menor asomo de sonrisa mientras colocaba la silla para su director y se sentaba luego en la mesa, con las piernas cruzadas. No obstante, su expresión distaba de ser taciturna. Agarrándose la toga a la altura de los hombros al tiempo que echaba atrás las caderas y adelantaba la cabeza y la inclinaba de manera que el chato extremo de su barbilla descansara sobre el anchuroso hoyo de su cuello como un huevo en su huevera, Bellobosque alzó los ojos al techo.

—Muchacho —dijo—, me sentía obligado, in loco parentis, a tener unas palabras contigo.

—Sí, señor.

—Y ver qué tal te iba. Ejem.

—Gracias, señor —dijo Titus.

—Ejem… —dijo Bellobosque.

Siguió un breve silencio, bastante embarazoso, y entonces el director, advirtiendo que la postura que había adoptado exigía un esfuerzo excesivo de los músculos que debían mantenerla, se sentó en la silla e, inconscientemente, empezó a retraer y adelantar su larga y orgullosa quijada, como poniéndola a prueba en busca del dolor de muelas que, extrañamente, llevaba más de cinco horas ausente. Tal vez el desacostumbrado alivio proporcionado por el largo período de buena salud explicara la súbita relajación del cuerpo y la mente de Bellobosque o quizá su innata simplicidad sentía que, en esa situación particular (en la que un muchacho y un director de escuela igualmente incómodos con la Mentalidad Adulta estaban sentados frente a frente rodeados de silencio), existía una realidad, un mundo aparte, un lugar secreto al que sólo ellos tenían acceso. Fuera lo que fuese, la súbita relajación de la tensión que sintiera previamente se manifestó en un prolongado suspiro equino y Bellobosque miró a Titus reflexivamente, sin preocuparse lo más mínimo de si su relajada posición en la silla, más bien repantigada, era la adecuada para un director. Pero, por supuesto, cuando habló tuvo que adecuar sus frases a ese trillado y vacío estilo del que ahora era esclavo. A pesar de lo que se sienta en el corazón o en la boca del estómago, los viejos hábitos perduran. Las palabras y los gestos obedecen unas leyes dictatoriales y poco imaginativas que les son propias, un espantoso ritual que niega el espíritu.

—Por eso tu viejo director ha venido a visitarte, mi buen muchacho…

—Sí, señor —dijo Titus.

—… abandonando sus clases y sus deberes para echar un vistazo a un alumno rebelde. Un alumno muy díscolo, un niño terrible que, por lo que recuerdo de sus progresos escolares, tiene poco motivo para ausentarse del centro de estudios. —Bellobosque se rascó la barbilla con aire pensativo—. Como director tuyo que soy, Titus, sólo puedo decirte que estás complicando las cosas. ¿Qué voy a hacer contigo? Ejem. ¿Qué voy a hacer? Has sido castigado. Estás recibiendo el castigo, de manera que me alegra decir que no hay necesidad de que nos preocupemos más a ese respecto. Pero ¿qué voy a decirte in loco parentis? Pensarás que soy un anciano, ¿no es así, mi pequeño amigo? Pensarás que soy un anciano, ¿no es cierto?

—Supongo que sí, señor.

—Y como anciano, a estas alturas tendría que ser muy sabio y profundo, ¿no es cierto, mi buen muchacho? Después de todo, tengo largos cabellos canos y una larga toga negra, y ése es un buen principio, ¿no te parece?

—No lo sé, señor.

—Bien, muchacho, pues lo es, puedes creerme. Lo primero que debes procurarte si ansias ser sabio y sagaz es una larga toga negra y unos largos cabellos canos y, si es posible, una larga quijada, como la de tu anciano director.

No es que Titus pensara que el director era muy divertido, pero aun así, echó la cabeza atrás y rió con ganas golpeando el borde de la mesa con las manos.

Un chorro de luz iluminó el rostro del anciano y la ansiedad huyó de sus ojos y se ocultó allí donde las profundas arrugas y hoyos que surcan la piel de los ancianos proporcionan cavernas y hondonadas para su retirada.

Hacía mucho tiempo que nadie se reía de verdad, espontánea y sinceramente, de algo que él hubiera dicho. Volvió la gran cabeza leonina para relajar él también su viejo rostro en una amplia y amable sonrisa. Sus labios se separaron en una tierna mueca y pasó un rato antes de que pudiera volver a mirar al niño y devolverle la sonrisa.

Pero al instante el hábito volvió por sus fueros, inconscientemente, y sus décadas de docencia atrajeron sus manos a la espalda, bajo su toga, como si tuviera un imán en la región lumbar, su larga barbilla se acomodó en el hueco del cuello y el iris de sus ojos se elevó hasta el límite de la zona blanca, lo que confirió a su expresión algo de drogadicto a la vez que de caricatura de un obispo santurrón, una combinación peculiar que generaciones de chiquillos habían imitado mientras las estaciones se iban alternando en Gormenghast, de manera que no hubo rincón en dormitorios, aulas, corredores, salones o patios donde en un momento u otro algún niño no se hubiera llevado las manos manchadas de tinta a la espalda, hubiera bajado la barbilla y elevado los ojos al cielo, tal vez con un libro sobre la cabeza a guisa de birrete.

Titus miró a su director. No le tenía miedo, pero tampoco afecto. Eso era lo triste. Bellobosque, eminentemente adorable debido a su incompetencia y debilidad y su fracaso como hombre, erudito, guía e incluso como compañero, estaba, no obstante, completamente solo. Pues los débiles cuentan, por encima de todo, con sus amigos. Pero la amabilidad de Bellobosque, sus pretensiones de autoridad, su palpable humanidad, por alguna razón eran incapaces de imponerse. Pertenecía sin duda a esa clase de profesor venerable y distraído en torno al que todos los niños de pico acerado del mundo se congregaban parloteando como estorninos, amándolo inconscientemente mientras se burlaban y gritaban sus bromas primitivas, mientras arrojaban su verborrea de dulce esencia pero mordaz apariencia de acá para allá, tiraban de la larga toga negra de color de trueno y desabrochaban con dedos hábiles como lenguas de víbora los botones de sus tirantes, rogaban que se les permitiera escuchar el tictac de su enorme reloj de latón y rojizo hierro oxidado con su cadena cubierta de verdín, se peleaban entre aquellas piernas que eran como los zancos con pantalones del padre de todas las cigüeñas, al tiempo que las manazas torpes y atadas con cuerdas del monarca caído se adelantaban para tirar de las orejas de algún niño en exceso aventurero, mientras muy por encima, la larga y pálida cabeza de león volvía sus ojos de un lado a otro con ritmo ceremonioso, como si fuera un faro cuyos rayos, de lento girar, se vieran difuminados y apagados por las brumas marinas. Y todo el tiempo, mientras la borla del birrete oscilaba muy por encima de ellos como la cola de una mula, mientras los pantalones colgaban flojamente de las venerables grupas, rodeado de los silbidos y las mil argucias y ocurrencias que crecen como brillantes abrojos en la tierra de nadie que es el cerebro de los rapazuelos, todo el tiempo ese amor estaría presente como un subsuelo, revelándose en el hecho mismo de que confiaban en la adorable debilidad de su profesor, en que deseaban estar con él porque, al igual que ellos, era irresponsable, magnífico con sus bucles de cabello tan blanco como la primera página de un cuaderno nuevo, con sus dientes descuidados, su mandíbula dolorida, su plenitud, su madurez, falsa nobleza, infantil carácter e infantil paciencia; en una palabra, que él les pertenecía para incordiarlo, adorarlo, lastimarlo y venerarlo por su misma debilidad. Porque ¿hay algo más adorable que el fracaso?

Pero no. Nada de esto sucedía. Nada. Y sin embargo Bellobosque era todo esto. No faltaba nada en la larga nómina de sus blandos defectos. Parecía hecho expresamente para los estorninos de Gormenghast. Allí estaba, pero nadie se le acercaba. Sus cabellos eran blancos como la nieve, pero podían haber sido grises o castaños o podía haberlos mudado en la humedad de pérfidas estaciones. Parecía haber un punto ciego en la visión global del enjambre de muchachos respecto a él.

Miraban la boca de aquel gran león de peluche, que gruñía en su debilidad porque le dolían las muelas, que recorría los inmemoriales corredores y dormitaba a rachas en su pupitre mientras transcurrían los trimestres de sol y hielo. Ahora era director y estaba más solo que nunca, aunque tenía orgullo. Las garras no estarían afiladas, pero sí prestas. Pero no entonces. Pues, en aquel momento, su vulnerable corazón estaba henchido de amor.

—Mi joven amigo —dijo, con los ojos todavía fijos en el techo del fuerte y la barbilla firmemente encajada en el hueco de su cuello—. Me propongo hablarte de hombre a hombre. Ahora bien, la cuestión es… —se demoró en la última palabra—… la cuestión… es… ¿sobre qué podemos hablar? —Bajó sus ojos apagados y vio que Titus lo miraba con expresión pensativa—. Verás, jovencito, podríamos hablar de hombre a hombre sobre tantas cosas, ¿no es cierto? O incluso de chico a chico. Ejem… En efecto. Pero ¿sobre qué? Ésa es la cuestión fundamental… ¿no te parece?

—Sí, señor. Supongo que sí —dijo Titus.

—Veamos, muchacho, si tú tienes doce años y yo pongamos que ochenta y seis, porque creo que ésa es la edad que me corresponde, restemos doce de ochenta y seis y dividamos por dos el resultado. No, no. No te haré hacerlo a ti porque sería muy injusto. Ah, sí, vaya si lo sería, porque ¿qué tiene de bueno estar prisionero si encima te obligan a hacer los deberes, eh? ¿Eh? Para eso más valdría que no te hubieran castigado; ¿no?… Veamos, ¿dónde estábamos, dónde estábamos? Sí, sí, sí, doce menos ochenta y seis, eso son setenta y cuatro, ¿verdad? Bien, ¿cuál es la mitad de setenta y cuatro? Me pregunto… ejem, sí, tres por dos son seis, me llevo uno, y siete por dos, catorce… treinta y siete, creo. Treinta y siete. Y ¿qué es treinta y siete? Caramba, es exactamente la edad media que nos separa. De manera que si yo intentara ser treinta y siete años más joven y tú intentaras ser treinta y siete años mayor… pero eso sería muy difícil, creo, porque tú nunca has tenido treinta y siete años. Y, bueno, aunque tu anciano director los tuvo, fue hace mucho tiempo y no recuerda nada de aquella época excepto que fue más o menos por entonces cuando compró una bolsa de canicas. Oh, sí, vaya si lo hizo. ¿Y por qué? Porque se cansó de enseñar gramática y ortografía y aritmética. Oh, sí, y porque se dio cuenta de lo mucho más felices que eran las personas que jugaban a las canicas que las que no lo hacían, Esa es una frase mal construida, muchacho. Así que me dedicaba a jugar en la oscuridad cuando los otros jóvenes profesores dormían. Teníamos en la habitación una de las viejas alfombras de tapicería de Gormenghast y yo encendía una vela y colocaba las canicas en las esquinas de los dibujos de la alfombra y en medio de las flores amarillas y carmesíes. Recuerdo la alfombra perfectamente, como si estuviera aquí, en el fuerte, y allí, cada noche, al resplandor de una vela, practiqué hasta que fui capaz de lanzar una canica por el suelo que, al golpear a otra, empezaba a girar sin parar sin moverse del sitio, muchacho, mientras que la que la había golpeado salía disparada como un cohete y aterrizaba en la otra punta de la habitación, si tenía suerte, en el centro de una de las flores carmesíes de la alfombra o si no, lo bastante cerca como para llegar allí con la siguiente tirada. Y el sonido de las canicas al entrechocar en el silencio de la noche era como el sonido de minúsculos jarrones de cristal rompiéndose en suelos de piedra…, pero me estoy poniendo demasiado poético, ¿verdad, muchacho? Y a los chicos no les gusta la poesía, ¿verdad?

Bellobosque se quitó el birrete, lo dejó en el suelo y se enjugó la frente con el pañuelo más grande y cochambroso que Titus hubiera visto salir del bolsillo de un adulto.

—Ah, mi joven amigo, el sonido de aquellas canicas…, el sonido de aquellas estúpidas canicas. Resulta desolador recordar las diminutas notas de cristal, muchacho, desolador como el martilleo de un pájaro carpintero en un bosque de verano.

—Yo tengo unas cuantas canicas, señor —dijo Titus, bajándose de la mesa y rebuscando en el bolsillo de los pantalones.

Bellobosque dejó caer las manos a los lados, donde colgaron como pesos muertos. Era como si la alegría de ver que su pequeño plan maduraba con tanto éxito lo absorbiese de tal modo que no le quedasen facultades para controlar sus miembros. Su boca ancha y desigual estaba entreabierta de gozo. Se levantó y, dándole la espalda a Titus, caminó hasta el otro extremo del pequeño fuerte. Estaba seguro de que llevaba escrita la alegría en la cara y de que no era propio de un director mostrar esa clase de emociones a nadie más que a su esposa, pero él no tenía esposa, ni una sola.

Titus lo observaba. ¡Qué manera tan divertida tenía de plantar sus grandes pies planos en el suelo, como si lo estuviera aplastando lentamente con la suela de sus botas, no tanto para lastimarlo como para despertarlo!

—Muchacho —dijo al fin Bellobosque cuando volvió junto a Titus después de expulsar la sonrisa de su rostro—, verás, se trata de una extraordinaria coincidencia. No sólo me gustan las canicas, sino que yo… —no dijo más, pero de la mohosa oscuridad de un bolsillo semejante a un barranco de ásperos bordes sacó seis esferas.

—¡Oh, señor! —exclamó Titus—. Nunca hubiera pensado que usted tuviera canicas.

—Muchacho —dijo Bellobosque—, que te sirva de lección. Bien, y ahora ¿dónde jugaremos, eh, eh? Válgame el cielo, qué lejos está el suelo y cómo rechinan mis viejos músculos… —El hombre estaba agachándose poco a poco hasta el suelo polvoriento—. Debemos examinar el terreno en busca de irregularidades, ejem, sí, eso es lo que debemos hacer, ¿no es así, muchacho? Examinar el terreno como generales, ¿eh?, y dar con nuestro campo de batalla.

—Sí, señor —dijo Titus arrodillándose y gateando junto al viejo león pálido—. Pero me parece que es bastante llano, señor, haré aquí uno de los cuadrados y…

En ese momento la puerta del fuerte se abrió de nuevo y el doctor Prunescualo abandonó la luz del sol y se adentró en la penumbra gris del pequeño recinto.

—¡Bueno, bueno, bueno! —gorjeó, escrutando las sombras—. ¡Bueno, bueno, bueno! Vaya un lugar terrible para encarcelar a un conde, por todo lo implacable. ¿Y dónde está él, el fabuloso infractorcillo, ese quebrantador de límites, ese burlador de leyes no escritas, ese muchacho absolutamente travieso? Dios bendiga mi perturbado espíritu si no estoy viendo dos, y uno mucho más grande que el otro, ¿o es que hay alguien contigo, Titus?, y, si es así, ¿de quién puede tratarse y, en nombre del polvo y las cenizas, qué puede haber tan absorbente en el seno de la tierra que tenéis que gatear y arrastrar la barriga por los matojos, como bestias que acechan a la presa?

Bellobosque se puso de rodillas entre crujidos y luego, tras enredarse los pies en los pliegues de la toga, se hizo un buen desgarrón en la raída tela al intentar recuperar la posición erguida. Enderezó la espalda y adoptó la pose de director, pero su anciano rostro se había sonrojado.

—Hola, doctor Prune —dijo Titus—. Estábamos a punto de ponernos a jugar a las canicas.

—Canicas, ¿eh? Por lo que es erudito, y también un gran invento, Dios bendiga mi alma esférica —exclamó el médico—. Pero si tu cómplice no es el profesor Bellobosque, tu director, entonces es que mis ojos se están comportando de un modo muy extraño.

—Mi querido doctor —dijo Bellobosque, agarrándose la toga a la altura de los hombros mientras la porción desgarrada se arrastraba por el suelo como una vela caída—, en efecto soy yo. Dado el mal comportamiento mostrado por mi alumno, el joven conde, he creído mi ineludible deber, in loco parentis, proporcionarle cuanta sabiduría esté en mi mano en lo relativo a su difícil trance. Ayudarle, si puedo, porque, ¿quién sabe?, incluso los viejos albergan misericordia en sus huesos, y también reconducirlo al cauce del prudente vivir, porque, ¿quién sabe?, incluso los viejos…

—No me gusta el cauce del prudente vivir, Bellobosque; por cierto, una frase infame para un director, si se me permite mostrarme tan condenadamente osado —dijo Prunescualo—. Pero ya veo lo que quiere decir. Por todo lo que huele a intuición, me parece que lo entiendo. Pero ¡vaya un lugar para encarcelar a un niño! Deja que te eche un vistazo, Titus. ¿Cómo estás, mi pequeño gallito?

—Muy bien, gracias, señor —dijo Titus—. Mañana seré libre.

—¡Oh, Dios, se me rompe el corazón! —exclamó Prunescualo—. ¡Así que «mañana seré libre»! Ven aquí, muchacho.

El doctor habló con voz entrecortada. «Libre mañana —pensó—. Libre mañana». ¿Algún mañana sería libre aquel muchacho?

—Así que tu director ha venido a verte y va a jugar a las canicas contigo —dijo—. ¿Sabes que ése es un gran honor? ¿Le has dado las gracias por venir a visitarte?

—Todavía no, señor —dijo Titus.

—Bien, pues debes hacerlo antes de que se marche.

—Es un buen muchacho —dijo Bellobosque—. Un excelente muchacho. —Y, como si quisiera volver de nuevo al terreno firme de la autoridad, después de una pausa añadió—: Y bastante travieso, hay que decirlo.

—Pero estoy retrasando la partida… ¡por todo lo desconsiderado que lo estoy haciendo! —exclamó el doctor, dándole a Titus una palmada en el cogote.

—¿Por qué no juega usted también, doctor Prune? —preguntó Titus—. Entonces podríamos jugar a tres bandas.

—¿Y cómo se juega a tres bandas? —dijo Prunescualo, arremangándose los elegantes pantalones y acuclillándose en el suelo con el rostro sonrosado e ingenioso vuelto hacia el desgreñado niño—. ¿Sabe usted jugar a eso, querido amigo? —preguntó volviéndose a Bellobosque.

—Claro que sí, claro que sí —dijo éste, y el rostro se le iluminó—. Es un noble juego —añadió, y volvió a tirarse al suelo.

—Por cierto —dijo el doctor, volviendo la cabeza rápidamente hacia el profesor—, asistirá usted a nuestra fiesta, ¿verdad? Como ya sabe, señor, será usted nuestro principal invitado.

En medio de un gran rechinar y crujir de articulaciones y músculos, Bellobosque volvió a ponerse de pie, se alzó por un instante majestuosa y precariamente erguido y saludó con una inclinación de cabeza al médico acuclillado; al hacerlo, un mechón de cabellos blancos le cayó sobre los vacíos ojos azules.

—Señor —dijo—, acudiré, señor…, y mi personal me acompañará. Nos sentimos profundamente honrados. —Y acto seguido volvió a ponerse de rodillas con extraordinaria rapidez.

Durante la hora siguiente, el viejo guardián de la prisión, que espiaba por el ojo de una cerradura del tamaño de una cuchara de té, observó atónito a las tres figuras arrastrándose de acá para allá por el suelo de la celda, escuchó el agudo gorjeo del doctor elevarse y enredarse hasta convertirse en el aullido de una hiena, la voz profunda y fluctuante del profesor ladrando como un viejo perro feliz a medida que se desvanecían sus inhibiciones y los agudos chillidos del niño reverberando por la habitación, haciéndose añicos como el cristal en las paredes de piedra mientras las canicas chocaban unas contra otras, rodaban hacia su destino, se alojaban temblorosas en sus cuadrados o pasaban rozando el suelo de la prisión como estrellas fugaces.