La semana que siguió fue la más larga que Titus había pasado en su vida a pesar de las ilícitas visitas de Fucsia al Fuerte de los líquenes. La muchacha había descubierto un estrecho ventanuco medio oculto por el que le pasaba a su hermano toda la fruta y los pasteles que podía para dar variedad a la adecuada pero aburrida dieta que el guardián, por fortuna un anciano sordo, preparaba para su joven prisionero. A través de aquella abertura Fucsia podía hablar con su hermano en susurros.
Bergantín lo había sermoneado a fondo, haciendo hincapié en la responsabilidad que un día le correspondería asumir, pero Titus mantuvo la historia de que se había perdido y no pudo encontrar el camino de vuelta; por tanto, el único crimen que podía imputársele era el de haber emprendido la expedición. Ante tal infracción, se bajaron de los altos anaqueles varios pesados volúmenes en los que, una vez soplado y sacudido el polvo de sus páginas, se encontraron prontamente los versículos que constituían el precedente para la sentencia de siete días en el Fuerte de los líquenes.
Durante aquella semana, el rostro arrugado y francamente repulsivo de Bergantín, el Señor de los Documentos, se le apareció en la oscuridad de la noche. No menos de cuatro veces soñó que el tullido de ojos llorosos y agria boca lo perseguía con su muleta grasienta, cuyo repiqueteo sonaba como un martillo en las losas, y con los harapos carmesíes de su elevado cargo ondeando tras él mientras ambos corrían por los interminables corredores.
Cuando despertó, se acordó de Pirañavelo, que había permanecido detrás de la silla de Bergantín o se había subido a la escalera para buscar los tomos pertinentes, y que aquel hombre pálido, porque tal era para Titus, le había guiñado un ojo.
Sin que mediara conocimiento o raciocinio, Titus se vio asaltado por una súbita aversión que le hizo retroceder ante aquel guiño como retrocede la carne al contacto con un sapo.
Durante una de sus tardes de cautiverio, fue interrumpido en el enésimo intento de clavar su navaja en la puerta de madera, contra la que lanzaba el arma con lo que imaginaba era un método propio de bandoleros. Aquella mañana había llorado hasta agotarse, porque el sol se colaba por los estrechos ventanucos y él ansiaba ver los bosques salvajes que tan frescos tenía en la memoria, y al señor Excorio y a Fucsia.
Fue interrumpido por un silbido bajo que provenía de uno de los ventanucos; al encaramarse para alcanzarlo, oyó el ronco susurro de Fucsia.
—¡Titus!
—Sí.
—Soy yo.
—¡Oh, estupendo!
—No puedo quedarme.
—¿De verdad que no?
—No.
—¿Ni siquiera un poquito, Fucsia?
—No. Tengo que sustituirte. Uno de esos rollos de la tradición. No sé qué de dragar el foso en busca de las Perlas Perdidas o algo así. Ya tendría que estar allí.
—¡Oh!
—Pero volveré cuando anochezca.
—¡Oh, estupendo!
—¿Puedes tocarme la mano? La estoy estirando todo lo que puedo.
Titus sacó la suya todo lo que pudo por el estrecho ventanuco del muro de metro y medio de grosor pero sólo pudo rozar las puntas de los dedos de su hermana.
—Tengo que irme.
—¡Oh!
—Pronto saldrás de aquí, Titus.
El silencio del Fuerte de los líquenes los rodeaba como aguas profundas y sus dedos tocándose podrían haber sido las proas de navíos hundidos que se rozaran en las profundidades subacuáticas, tan vasto y vivido y sin embargo tan irreal era el contacto que establecían entre sí.
—Fucsia.
—¿Sí?
—Tengo cosas que contarte.
—¿De veras?
—Sí. Secretos.
—¿Secretos?
—Sí, y aventuras.
—¡No se lo contaré a nadie! ¡Nunca! No contaré nada de lo que me digas. Cuéntamelo cuando venga esta noche o, si lo prefieres, cuando estés libre. No falta mucho.
Fucsia separó sus dedos de los de su hermano. Titus quedó solo en el espacio.
—No apartes la mano —dijo ella después de un breve silencio—. ¿Notas algo?
Titus alargó los dedos aún más en la oscuridad y tocó un objeto de papel que atrajo hacia sí con dificultad hasta que pudo cogerlo. Era una bolsa de papel de azúcar cande.
—Fucsia —susurró, pero no hubo respuesta. Se había ido.