Cuando Titus despertó, una luz roja penetraba entre las paredes de la cueva, cuyos salientes y repisas de piedra iban arrojando y retirando sus sombras desproporcionadas con un movimiento de concertina. Como lenguas de fuego, los helechos llameaban colgados de la oscuridad del techo abovedado y las piedras del tosco horno en el que una hora antes Excorio había encendido un gran fuego con madera y piñas resplandecían como oro líquido.
Titus se incorporó sobre el codo y vio la silueta de espantapájaros del casi legendario señor Excorio (porque Titus había escuchado muchas historias sobre el criado de su padre) arrodillada contra el resplandor, y su sombra, de tres metros de largo, que se extendía por el suelo centelleante y trepaba por la pared de la cueva.
«Estoy en medio de una aventura», se repitió Titus varias veces, como si las palabras en sí fueran importantes.
Su mente repasó rápidamente los acontecimientos del día que acababa de concluir. Al despertar no sintió confusión. Lo recordó todo al instante. Pero sus recuerdos se vieron interrumpidos por el súbito y tentador aroma de algo suculento que se asaba… Debía de ser aquello lo que lo había despertado. El hombre larguirucho hacía girar algo lentamente sobre las llamas. La dolorosa punzada del hambre se hizo insoportable y Titus se puso de pie. Al oírlo, Excorio dijo:
—Está listo, señoría…, quédese donde está.
Arrancó unos trozos de la carne del faisán y los regó con una espesa salsa, luego se los llevó a Titus en un plato de madera que él mismo había hecho. Era la sección transversal de un árbol muerto, de diez centímetros de grosor, vaciada en forma de cuenco poco profundo. En la otra mano llevaba una jarra de agua de manantial.
Titus volvió a tenderse en la cama de helechos, apoyado en un codo. Tenía demasiada hambre como para hablar, pero le ofreció un ademán de la mano, como en agradecimiento, a la figura desgalichada que se cernía sobre él y luego, sin perder un momento, devoró la sabrosa comida como un animal joven.
Excorio había vuelto al horno de piedra y fue comiendo intermitentemente mientras se ocupaba de distintas tareas. Finalmente se sentó en una repisa de piedra cerca del fuego, sobre el que fijó la vista. Hasta ese momento, Titus había estado demasiado ocupado como para mirarlo, pero ahora, después de rebañar el plato de madera hasta dejarlo bien limpio, bebió un largo trago de la fresca agua de manantial y, por encima de la jarra, miró al viejo exiliado, al hombre al que su madre había desterrado, el fiel sirviente de su difunto padre.
—Señor Excorio —dijo.
—¿Señoría?
—¿A qué distancia estoy del castillo?
—A veinte kilómetros, señoría.
—Y es muy tarde. Ya es de noche, ¿verdad?
—Oh, sí. Os llevaré al alba. Es hora de dormir. Es hora de dormir.
—Es como un sueño, señor Excorio. Esta cueva. Usted. El fuego. ¿Es todo real?
—Oh, sí.
—Me gusta —dijo Titus—. Pero me parece que tengo miedo.
—No es apropiado, señoría… que estéis aquí… en mi caverna del sur.
—¿Tiene otras cavernas?
—Sí, dos más… al oeste.
—Iré a verlas… si puedo escaparme algún día, ¿eh, señor Excorio?
—No apropiado, señoría.
—No me importa —dijo Titus—. ¿Qué más tiene?
—Una cabaña.
—¿Dónde?
—Bosque de Gormenghast… ribera del río… salmón… a veces.
Titus se levantó y se acercó al fuego, donde se sentó con las piernas cruzadas. Las llamas iluminaron su joven rostro.
—Verá, estoy un poco asustado —dijo—. Es la primera noche que paso lejos del castillo. Supongo que todo el mundo andará buscándome… espero.
—Ah… —dijo Excorio—. Es muy probable.
—Y usted que vive tan solo, ¿no se asusta nunca?
—Asustado no, muchacho… exiliado.
—¿Qué significa exiliado?
Excorio se movió en su asiento de roca y levantó sus hombros altos y huesudos hasta las orejas, como un buitre. Sentía una especie de cosquilleo en la garganta. Al fin volvió sus pequeños ojos hundidos al joven conde que, sentado junto al fuego con la cabeza erguida, fruncía el ceño con aire perplejo. Luego, el hombre dejó resbalar su larguirucho cuerpo lentamente hasta el suelo, como si fuese un mecanismo de algún tipo, y sus rodillas chasquearon como disparos de mosquete cuando primero dobló y después enderezó las piernas.
—¿Exiliado? —repitió al fin con una voz curiosamente baja y ronca—. Significa desterrado. Prohibido, señoría, prohibido el servicio, el sagrado servicio. Que te arranquen el corazón, que te lo arranquen con sus largas raíces, señoría… Eso significa exiliado. Significa esta cueva y vacío mientras se me necesita. ¡Se me necesita! —repitió con ardor—. ¿Qué vigilantes hay allí ahora?
—¿Vigilantes?
—¿Cómo saberlo? ¿Cómo saberlo? —prosiguió, sin prestar atención a la pregunta de Titus. Largos años de silencio estaban encontrando desahogo—. ¿Cómo saber qué maldades acontecen? ¿Todo está bien, señoría? ¿Está bien el castillo?
—No lo sé —dijo Titus—. Supongo que sí.
—No podrías saberlo, ¿verdad, muchacho? —murmuró—. Todavía no.
—¿Es cierto que mi madre le obligó a marcharse? —preguntó Titus.
—Oh, sí. La condesa de Groan. Ella me exilió. ¿Cómo está ella, señoría?
—No lo sé —dijo Titus—. No la veo muy a menudo.
—Ah… —dijo Excorio—. Una mujer admirable y orgullosa, muchacho. Ella comprende la maldad y la gloria. Haced lo que ella os diga, milord, y Gormenghast estará bien, y vos cumpliréis con vuestros deberes ancestrales como lo hiciera vuestro padre.
—Pero yo quiero ser libre, señor Excorio. No quiero deberes.
El señor Excorio se inclinó bruscamente hacia delante. Tenía la cabeza gacha y los ojos le centelleaban en las profundas sombras de sus cuencas. La mano que sostenía su peso tembló en el suelo bajo él.
—Ésa es una idea maligna, milord, una idea maligna —dijo al fin—. Sois de la sangre de los Groan… y el último del Linaje. No debéis defraudar a las Piedras. No, aunque las cubran las ortigas y las hierbas negras, milord… no debéis defraudarlas.
Titus lo miró, sorprendido por aquel arrebato de su taciturno interlocutor, pero mientras lo miraba, los ojos empezaron a cerrársele, porque estaba rendido.
Excorio se puso de pie y, en ese momento, una liebre franqueó de un salto la entrada de la cueva y durante un instante su figura quedó iluminada contra la densa oscuridad como si fuera un objeto de oro. Se detuvo apenas un segundo, sentada sobre las patas traseras, miró a Titus, y luego saltó a una repisa cubierta de musgo y cortinas de helechos y allí se quedó, inmóvil como una estatua, con las largas orejas como dos vainas echadas hacia atrás, sobre la espalda.
Excorio alzó a Titus y lo tendió en la cama de helechos. Pero algo había perturbado, de pronto, el cerebro del muchacho. Se incorporó de un salto un instante después de que su cabeza hubiera tocado el suelo y sus ojos se hubieran cerrado, como le pareció en aquel fugaz momento, en un profundo sueño.
—Señor Excorio —susurró con acalorado apremio—, oh, señor Excorio.
El Hombre de los Bosques se arrodilló al punto.
—Señoría, ¿qué ocurre?
—¿Estoy soñando?
—No, muchacho.
—¿He dormido?
—Todavía no.
—Entonces la vi.
—¿Vio qué, señoría? Ahora descanse tranquilo… descanse tranquilo.
—Esa cosa en el bosque de robles, esa cosa voladora.
El cuerpo del señor Excorio se tensó y un silencio absoluto reinó en la cueva.
—¿Qué clase de cosa? —murmuró al fin.
—Una cosa del aire, una cosa voladora… bastante… delicada…, pero no pude verle la cara… verá, flotaba entre los árboles. ¿Era real? ¿La ha visto usted, señor Excorio? ¿Qué era, señor Excorio? Dígamelo, por favor, porque… porque…
Pero no fue necesaria una respuesta a la pregunta del muchacho, porque éste había caído en un profundo sueño. El señor Excorio se puso de pie y, cruzando lentamente la cueva, donde la luz se debilitaba a medida que el fuego se convertía en brasas, salió a la puerta de su caverna y se recostó contra la pared exterior. No había luna, pero un rocío de estrellas se reflejaba tenuemente en el lago de agua embalsada. Débil como un eco en el silencio de la noche se oyó el ladrido de un zorro en el bosque de Gormenghast.