La linde del bosque bajo cuyas ramas se encontraba Titus era una pantalla de follaje entrelazado más parecida a una muralla verde construida con algún propósito histriónico que a una formación vegetal natural. ¿Se alzaba allí, tan perpendicular y densa, para ocultar algún drama o era el telón de fondo de una pantomima inmortal? ¿Dónde estaba el escenario y dónde el público? No se oía ni un ruido.
Separando dos ramas con violencia, Titus se impulsó hacia delante y se internó con dificultad en la oscuridad verde; volvió a impulsarse tomando como apoyo de los pies una gran raíz lateral. El frío del rocío cubría las hojas y el musgo. Avanzando de bruces sobre los codos, se topó con un recio entramado de ramas que le impedía seguir adelante, sin embargo su afán por abrirse paso era aún más fuerte pues, al recobrar su posición inicial, una rama le había golpeado la mejilla y, azuzado por el dolor, Titus forcejeó con las robustas ramas hasta que su torso forzó un resquicio que mantuvo abierto interponiendo sus hombros doloridos. Llevaba los brazos por delante del cuerpo, lo que le permitió apartarse el follaje de la cara y, mientras recobraba el aliento, contemplar ante él, extendiéndose en la distancia, el suelo del bosque semejante a un mar de musgo dorado. De su ondulada superficie brotaba, como a través de una quimérica ensoñación, una fantasmal reunión de viejos robles, que se alzaban, cada cual en su territorio, como dioses moteados rodeados de amplios calveros de musgo que discurrían entre ellos en bandas de verde y oro que se perdían en la distancia.
Cuando hubo recobrado el aliento, Titus reparó en el silencio del cuadro que tenía delante: un lienzo de oro con centenares de robles majestuosos cuyas ramas sinuosas se dividían y subdividían en doradas yemas, sólidas bellotas y densos racimos de hojas legendarias.
Su corazón latió ruidosamente mientras el cálido aliento del silencio lo envolvía y lo atraía.
Mientras llevaba a cabo un esfuerzo final por escapar de las ramas marginales, un espino provisto de una mano con horrendos dedos le arrancó la chaqueta del cuerpo. Titus la dejó allí, colgada de la rama, empalada en las largas espinas del árbol semejantes a las uñas de un demonio.
En cuanto el ruido de su lucha con las ramas amainó y el cálido y perpetuo silencio reinó de nuevo, Titus dio un paso sobre el musgo. Era resistente y elástico y su dorada superficie, exquisitamente compacta. Dio otro paso más y descubrió que, al tocar el suelo, flotar hacia el siguiente movimiento era la cosa más sencilla del mundo. Aquel terreno estaba hecho para correr por él, pues cada paso elevaba el cuerpo hacia el siguiente. Titus brincó hacia la derecha y empezó a descender por la linde verdioscura del bosque con saltos de gigante. Durante un rato, el efecto estimulante de esos «vuelos» por el aire le absorbió por completo, pero cuando perdieron novedad le sobrevino un creciente terror, pues la densa pantalla de la linde del bosque a su derecha se extendía hasta donde le alcanzaba la vista y el resplandor silencioso e inmóvil de los robles y las grandes manchas de musgo a su izquierda no parecía cambiar, aunque los árboles fueran quedando atrás rápidamente.
Ni un pájaro cantaba, ni una ardilla se movía entre las ramas, ni una hoja caía. Ni siquiera sus pasos sobre el musgo producían ruido. Sólo el débil suspiro que acariciaba sus orejas mientras volaba le recordaba que existía el sonido.
Y entonces aborreció lo que hasta aquel momento había amado, aborreció aquel terrible silencio mortal. Aborreció el resplandor dorado entre los árboles, el interminable paisaje musgoso, incluso el deslizante vuelo entre paso y paso. Porque era como si lo atrajeran hacia algún lugar o persona peligrosa y él no tuviera poder para detenerse. La emoción de flotar en el aire se había transformado en el estremecimiento del miedo.
Había temido alejarse de la oscura margen derecha, pues era la única referencia que tenía de su situación, pero en ese momento sintió que aquélla formaba parte de algún plan diabólico y que aferrarse a sus faldas enredadas sería entregarse a algún horror emboscado, así que se volvió bruscamente hacia la izquierda y, aunque el robledal le parecía ahora una tierra deprimente y fantasmal, se internó en su dorado corazón lo más de prisa que pudo.
El miedo crecía en él mientras corría. Ahora era más antílope que niño pero, a pesar de su velocidad, era un novato en el arte de viajar saltando sobre el musgo. De pronto, mientras flotaba en el aire, con los brazos extendidos a los lados para mantener el equilibrio, vio, durante apenas una fracción de segundo, una criatura viviente.
Al igual que él, flotaba en el aire, pero ahí acababa el parecido. Titus era de complexión robusta aunque delgado. Aquella criatura era de una esbeltez exquisita. Flotaba en el aire dorado como una pluma, con los finos brazos pegados a los costados del grácil cuerpo y la cabeza ligeramente vuelta y echada hacia atrás, como recostada en una almohada de aire. Para entonces, Titus estaba convencido de que estaba dormido, de que corría inmerso en un sueño, de que su miedo era una pesadilla, de que lo que acababa de ver no era sino una aparición y de que, aunque ésta le atormentara, era absurdo seguir a tan huidizo vestigio de la noche.
Si se hubiera sabido despierto, sin duda la habría perseguido, por débil que hubiera sido su esperanza de alcanzar a la esbelta criatura. Pues la mente consciente puede ser arrinconada y dominada por las emociones, en el mundo de los sueños, todo tiene su lógica. Y por eso, por miedo al dorado robledal de su sueño, continuó corriendo con sus saltos fáciles y silenciosos, oníricos, adentrándose cada vez más en el bosque y sobre el elástico terciopelo del musgo.
A pesar de su convencimiento de que estaba dormido y a pesar de la resistencia y la aparente facilidad de su aérea carrera, empezaba a sentirse muy cansado. Los troncos de dorada corteza de los grandes robles pasaban velozmente junto a él. El silencio parecía aún más completo y terrible desde que aquel fuego fatuo se cruzara flotando en su camino.
De pronto, tomó aguda conciencia de su hambre y su fatiga, al mismo tiempo que se producía un debilitamiento de su convicción de que estaba soñando. «Si estoy soñando —pensó— ¿por qué tengo que saltar desde el suelo? ¿Cómo es que no soy sencillamente transportado?». Y para poner a prueba esta idea, dejó de esforzarse y se limitó a mantener el equilibrio en el aire cada vez que su caída a tierra lo elevaba de nuevo en aquellas largas y fantásticas travesías; pero el impulso fue debilitándose con los sucesivos vuelos y, finalmente, el niño volador se detuvo.
Con el ritmo de su avance quebrado, su convicción de que dormía se disipó por completo. Su hambre se había vuelto acuciante.
Titus miró alrededor. Vio el mismo escenario, con su meloso ciclorama, con su detestable sueño de oro.
Pero, a pesar de todo ese horror (que había vuelto a adueñarse de él ahora que se sabía despierto), su temor se vio en cierto modo mitigado por un curioso temblor que, lejos de amainar, fue intensificándose hasta convertirse en una trémula esfera de hielo bajo sus costillas. Algo que había anhelado de manera inconsciente, o el emblema de ese algo, se había manifestado en el bosque de robles. Comprendiendo que había estado bien despierto desde que se escabullera, ¡hacía tanto tiempo!, hacia los establos de Gormenghast, supo que el delgado espectro, esa criatura semejante a un junco o una pluma con la cabeza medio vuelta que cruzaba en vuelo diagonal un claro amplio como un prado, era real, estaba allí en el robledal en aquel mismo momento y quizá lo observaba.
Lo que le atormentaba no era solamente la singularidad de semejante espectro, sino su propio anhelo de volver a ver esa esencia tan distinta de lo que era Gormenghast.
Y sin embargo, ¿qué había visto? Nada que pudiera describir. Había sido tan rápido. Aquel vuelo por su campo de visión, había desaparecido, por así decirlo, antes de que sus ojos estuvieran listos. La cabeza vuelta… ¿Qué le había gritado? ¿Qué era lo que había expresado aquel flotante átomo de vida? Pues en la forma en que se desplazaba por el espacio había una cualidad que Titus ansiaba sin saberlo. En el largo deslizamiento de aquel vuelo de color amarillo avispa, mientras cruzaba el claro sin esfuerzo, como una fantasía de un clima extraño e insólito que Titus no había respirado jamás, la criatura había expresado la quintaesencia de la indiferencia, la noción de algo intrínsecamente indómito y de una belleza destilada y tenue como el aire.
Todo ello en un fugaz centelleo. Todo ello para confundir el corazón y el cerebro de Titus.
Lo que había sentido cuando detuvo el caballo aquella misma mañana y oído las voces de la montaña y los bosques gritándole «¿Te atreves?» se redobló en su interior. Había visto algo que tenía una existencia propia, que no sentía ningún respeto por los antiguos señores de Gormenghast, por el ritual entre las desgastadas losas, por la sagrada condición de la estirpe inmemorial. Una criatura que pensaría en inclinarse ante el septuagésimo séptimo conde tanto como lo haría un pájaro o la rama de un árbol.
Se golpeó la palma de la mano con el puño. Estaba asustado, excitado. Los dientes le castañeteaban. La fugaz visión de un mundo no formulado donde la vida humana podía vivirse de acuerdo con unas normas distintas a las que regían en Gormenghast lo había conmocionado; pero bajo el dolor del hambre, incluso la novedad, incluso la vaga magnitud de las sensaciones sediciosas que se agolpaban en él comenzaron a ceder ante la apremiante necesidad de comer.
¿Había un matiz ligeramente distinto en la luz oblicua que se colaba entre las hojas de roble e iluminaba los calveros? ¿Había en el aire una quietud menos mortal? Durante un momento a Titus le pareció oír un suspiro entre las hojas que colgaban sobre su cabeza. ¿Estaba reanimándose la apatía de la quietud del mediodía?
Titus no tenía modo de saber qué dirección tomar. Sólo sabía que no podía regresar por donde había venido. Así pues, echó a andar tan de prisa como pudo pero también con el paso más ligero posible (para evitar la sensación de pesadilla que aquellos largos y desenfrenados vuelos por el aire le habían provocado) en la dirección por donde había desaparecido la misteriosa criatura voladora.
No pasó mucho antes de que las incomparables alfombras de musgo que se extendían entre los robles se vieran engalanadas por macizos de helechos cuyas verdes frondas colgantes, ajenas a los rayos del sol, se recortaban nítidamente contra su dorado y luminoso telón de fondo. El alivio del niño fue instantáneo y, cuando el suntuoso suelo dio paso a los vulgares pastos y a una exuberante profusión de flores silvestres y, aún más reconfortante a ojos de Titus, cuando los robles dejaron de ejercer su ancestral sortilegio sobre el paisaje, desafiados por una amplia variedad de árboles y arbustos hasta que el último de aquellos nudosos monarcas se hubo retirado y Titus respiró una atmósfera renovada, sólo entonces se vio el niño libre al fin de la pesadilla y, ávido de pruebas innecesarias, se encontró de nuevo en el mundo real y definido que conocía. El terreno empezó a descender ante él en pronunciada pendiente. Al igual que del otro lado del robledal, también allí había peñascos dispersos y grupos de helechos y, de pronto, Titus gritó de felicidad al ver una criatura viviente tras tanto rato del vacío y la inmovilidad de los dorados calveros: un zorro que, perturbado por el sonido de sus pasos, se había despertado de su siesta de mediodía en un recoleto nido de helechos y, poniéndose de pie con extraordinaria compostura, se alejó trotando tranquilamente por la pendiente.
Al pie del declive empezaba un bosque de avellanos. Aquí y allá un abedul plateado alzaba su plumosa copa sobre el denso follaje o la sombra verde de una oscura encina se recortaba contra el sol. Titus empezó a oír las voces de los pájaros. ¿Cómo aplacaría su hambre? Todavía era demasiado pronto para encontrar frutas y bayas silvestres. Estaba perdido sin remedio y la alegría que sintiera al escapar del bosque de robles estaba empezando a apagarse y a transformarse en depresión cuando, después de caminar entre los avellanos unos cuatrocientos metros, llegó hasta él el sonido de agua, débil pero inconfundible, hacia el oeste. Echó a correr hacia allí, pero se vio forzado a retomar el paso normal, pues tenía las piernas cansadas y el terreno era irregular y estaba salpicado de yedra. Al tiempo que el sonido del agua se hacía cada vez más intenso, las encinas empezaron a apretarse entre los avellanos, confiriendo un intenso color verde oscuro a las sombras tanto de los árboles que se cerraban sobre Titus como de los que tenía delante. El eco del agua resonaba claramente en sus oídos, pero el bosque se había vuelto tan apretado que la deslumbrante anchura de un rápido río de aguas espumosas apareció ante él de improviso, al tiempo que una figura salía de las sombras de los árboles de la orilla opuesta.
Se trataba de una criatura macilenta, muy alta y enjuta; sus altos y huesudos hombros estaban encorvados y mantenía la cadavérica cabeza gacha, aunque la barbilla, cubierta de una barba rala, se adelantaba como en un gesto de desafío. Vestía lo que en otro tiempo había sido un traje de tejido negro pero tan desteñido ahora por el sol y empapado por un centenar de rocíos que había quedado reducido a un raído montón de harapos de color verde oliva y gris indistinguible del follaje del bosque.
Mientras la desastrada aparición se dirigía hacia la orilla del río, el sonido de una especie de chasquido que Titus no acertó a explicar flotó sobre las aguas centelleantes. Parecía surgir con cada uno de los pasos de la figura, como un distante disparo de mosquete o una ramita seca que se quiebra, y cesar en cuanto se detenía. Pero Titus no tardó en olvidarse del peculiar sonido, pues el hombre de la ribera opuesta había llegado al río y lo vadeaba ahora para llegar hasta donde una roca plana calentada por el sol recibía la caricia constante de la corriente.
Mientras se sacaba de entre los harapos un trozo de sedal y un anzuelo y comenzaba a poner el cebo, miró alrededor, al principio con relativa despreocupación y luego con una nota de aprensión, hasta que, finalmente, dejó caer el sedal junto a él y, barriendo con los ojos la orilla opuesta, los fijó en Titus.
Escudado en parte tras una gruesa rama cubierta de hojas, Titus, que no había hecho el menor ruido, se horrorizó al verse tan repentinamente descubierto y la sangre se le subió a la cara. Pero aun así no pudo apartar los ojos de los de aquella figura demacrada. El hombre se había acuclillado en la roca y en sus ojillos, que habían llameado brevemente bajo unas cejas pétreas, brillaba una luz peculiar. De pronto, su voz ronca resonó sobre el río:
—¡Milord!
Fue un grito áspero y agudo, entrecortado, como si la voz no se hubiera ejercitado en mucho tiempo.
Titus, cuyo instinto estaba dividido entre escapar a toda prisa de aquellos ojos ardientes y extraviados y la excitación de haber encontrado otro ser humano, por demacrado y hosco que fuera, salió de su escondrijo y avanzó hacia el río bajo el sol. Estaba asustado y el corazón le latía con fuerza, pero también estaba hambriento y mortalmente cansado.
—¿Quién es usted? —gritó.
La figura se irguió en la roca caldeada. La cabeza se adelantaba hacia Titus y su cuerpo larguirucho temblaba.
—Excorio —dijo el hombre al fin, con voz apenas audible.
—¡Excorio! —exclamó Titus—. Me han hablado de usted.
—Oh, sí —dijo Excorio, entrelazando las manos—, es muy probable, milord.
—Me dijeron que había muerto, señor Excorio.
—No lo dudo. —Volvió a mirar alrededor, apartando los ojos por primera vez de Titus—. ¿Solo? —La pregunta resonó ásperamente sobre el agua.
—Sí —dijo Titus—. ¿Está enfermo?
Titus nunca había visto un hombre tan flaco.
—¿Enfermo, señoría? No, muchacho, no…, pero sí desterrado.
—¡Desterrado! —exclamó Titus.
—Desterrado, muchacho. Cuando su señoría sólo era un… cuando vuestro padre… milord… —Se interrumpió bruscamente—. ¿Vuestra hermana Fucsia?
—Ella está bien.
—¡Ah! —comentó el hombre delgado—, no lo dudo. —Había en su voz una nota casi de felicidad, pero luego, en otro tono, prosiguió—: Estáis extenuado, milord, y sin aliento. ¿Qué os trajo?
—He huido, señor Excorio…, me he escapado. Y tengo hambre, señor Excorio.
—¡Escapado! —susurró para sí el larguirucho sujeto con horror. Sin embargo, recogió el anzuelo y el sedal y se los guardó en el bolsillo, refrenando un centenar de preguntas candentes.
—El agua es demasiado profunda… demasiado rápida. Construí un vado… de piedras… medio kilómetro corriente arriba… no lejos, señoría, no lejos. Sígame por su orilla, siga su orilla del río, muchacho… comeremos conejo. —Parecía que fuera hablando consigo mismo mientras vadeaba las aguas del río para alcanzar la ribera de su lado—. Conejo y pichón y una larga siesta en la cabaña… Está reventado… el hijo de lord Sepulcravo…, listo para caer redondo… Lo habría reconocido en cualquier sitio… tiene los ojos de su señoría la condesa… ¡Ha escapado del castillo!… No… no… no debería hacer eso… No, no…, hay que enviarlo de vuelta, al septuagésimo séptimo conde… Lo tuve en el bolsillo… del tamaño de un mico… hace mucho tiempo…
Así divagaba Excorio mientras caminaba a grandes zancadas por la ribera con Titus siguiéndolo por la orilla opuesta, hasta que, tras lo que pareció un periplo interminable por el borde del agua, llegaron al vado de piedras. El río era poco profundo en aquel punto, pero no había sido fácil para Excorio trasladar las pesadas piedras y colocarlas en su lugar. Durante cinco años habían aguantado el embate de la corriente. Excorio había construido un vado perfecto y Titus lo cruzó al instante para reunirse con él. Durante unos instantes, los dos se quedaron mirándose torpemente y entonces, de improviso, el efecto acumulativo de la excitación física, las sorpresas y las privaciones de la jornada se manifestó en Titus y se le doblaron las rodillas. El hombre enjuto lo cogió al instante y, acomodando cuidadosamente al muchacho sobre su hombro, echó a andar entre los árboles. Pese a su aspecto demacrado, el vigor del señor Excorio estaba fuera de toda duda y el río pronto quedó muy atrás. Los brazos largos y vigorosos de Excorio mantuvieron firmemente a Titus sobre su hombro; sus piernas descarnadas cubrían el terreno a zancadas fluidas y poderosas en medio de un peculiar silencio sólo roto por el chasquido de la articulación de sus rodillas. Durante su exilio entre los bosques y las rocas había aprendido el valor del silencio y era para él una segunda naturaleza escoger cuidadosamente su camino como lo haría un hombre nacido para habitar los bosques.
El ritmo y la seguridad de su avance testimoniaban su íntimo conocimiento de cada recodo y revuelta de aquella tierra.
Ora avanzaba hundido hasta la cintura en un valle de helechos, ora trepaba por una pendiente de roja arenisca o bordeaba una pared de roca cuya cresta, más ancha que su base, sobresalía como un alero cuya extensa cara inferior aparecía salpicada por los nidos de barro de innumerables vencejos o bien veía a sus pies un precipicio que caía hacia un valle sombrío o las pendientes cubiertas de nogales desde las que cada noche, con terrorífica regularidad, una horda de búhos partía en sangrientas misiones.
Cuando al alcanzar la cima de un collado arenoso Excorio se detuvo un momento respirando afanosamente y contempló el pequeño valle de abajo, Titus, que había insistido en caminar por su propio pie durante un trecho, pues ni siquiera Excorio habría podido cargar con su peso al ascender por las colinas, se detuvo también y, apoyando las manos en las rodillas y con las cansadas piernas rígidas, se inclinó hacia delante para reposar un poco.
El pequeño valle o cañada que se abría a sus pies estaba rodeado por pendientes cubiertas de árboles excepto en el lado sur, donde unas paredes de roca tapizadas de líquenes y musgo centelleaban bajo los rayos del sol poniente.
En el extremo más alejado de aquella pared verde y gris había tres profundos agujeros abiertos en la roca, dos de ellos varios metros por encima del suelo y uno al nivel del fondo arenoso del valle.
Un arroyuelo discurría por el valle y se ensanchaba formando un extenso estanque de aguas cristalinas en el centro, pues, en el otro extremo del lago, donde éste se estrechaba formando una lengua, había una tosca presa. A pesar de su sencillez, se habían dedicado largas tardes a su construcción. Excorio había acarreado los dos troncos más pesados que pudo manejar y los había colocado uno junto a otro a través de la corriente. Titus los veía perfectamente desde donde estaba y también el delgado hilo de agua que desbordaba la presa en el centro. El sonido de esta pequeña cascada canturreaba y chapoteaba en el silencio de la luz crepuscular y su voz cristalina llenaba el valle.
Descendieron hacia éste, salpicado de franjas de pasto y arena, y bordearon la corriente hasta llegar a la presa y la ancha extensión de agua cautiva. Ni un soplo de aire turbaba la cristalina superficie de delicado color azul en la que los árboles de las colinas se reflejaban con minucioso detalle. Contra la cara interna de los troncos se habían dispuesto hileras de estacas para formar una suerte de encofrado que luego se había rellenado de cieno y piedras hasta levantar el muro que había dado origen al lago. Un nuevo sonido se oía en ese momento en el bosque: el tintineo de la centelleante cascada.
Poco después llegaron ante la boca de la más baja de las aberturas de la pared rocosa. Era apenas una grieta del ancho de una puerta corriente, aunque luego se ensanchaba hasta formar una espaciosa cueva de cuyo techo colgaban grandes cortinas de helechos. El interior de esta cueva recibía el reflejo de la luz que penetraba por las anchas chimeneas naturales cuyos respiraderos eran unas grietas en la roca semejantes a bocas que se abrían una docena de metros por encima de la entrada. Titus franqueó aquel umbral insólito detrás de Excorio y cuando se detuvo en el fresco suelo más o menos circular del interior de la cueva se maravilló de su luminosidad, aunque era imposible que un solo rayo de sol entrase sin impedimento y las anchas chimeneas de roca tenían que serpentear hasta encontrar la luz del sol. Y sin embargo, los rayos de éste reflejados desde las sinuosas chimeneas inundaban el suelo con una luz amable. El techo era alto y abovedado, y en las paredes laterales se veían varias enormes repisas de piedra así como salientes y nichos naturales. El más impresionante de estos afloramientos sobresalía de la pared izquierda en forma de una mesa de cinco lados de lisa superficie.
Titus percibió estos pocos detalles de modo automático, pero estaba demasiado exhausto y hambriento para hacer algo más que asentir con la cabeza y sonreír débilmente al larguirucho sujeto, que había bajado su inclinada cabeza hacia Titus como para comprobar si el niño se sentía complacido. Un segundo después, Titus yacía en un tosco y grueso colchón de helechos secos. Cerró los ojos y, a pesar del hambre se quedó dormido.