DIECIOCHO

Como una negra nube de grajos cerniéndose sobre sus nidos, un torbellino de togas bajo una arrastrada techumbre de birretes, una cuadrilla de profesores se acercaba velozmente a una estrecha abertura en un flanco de la sala de profesores para, al llegar a ésta, franquearla en fila de a uno.

La tal abertura tenía más de grieta que de puerta a pesar de que aún eran visibles los restos de un dintel y de que unas pocas tablas sueltas colgaban sin propósito cerca de la parte superior de la abertura para mostrar que en otro tiempo hubo una puerta. Las palabras «A los aposentos de los profesores. Estrictamente privado» se leían, borrosas, sobre las tablas y encima de éstas alguna mano irreverente había dibujado el ingenioso contorno de un armiño con toga y birrete. Hubieran o no reparado alguna vez los profesores en aquel dibujo, lo cierto es que ese día no les interesaba lo más mínimo. Les bastó con meterse por la grieta del muro, donde la oscuridad fue engulléndolos uno a uno.

Pese a carecer la abertura de puerta, no cabía duda de que los aposentos de los profesores eran «estrictamente privados». Lo que había del otro lado de aquella grieta en el sólido muro había sido un secreto durante muchas generaciones, un secreto sólo conocido por los miembros de los sucesivos claustros, aquellas bandas canosas e imposibles con las cuales, por arcana tradición, no se interfería. En cierta ocasión, un joven miembro de un claustro pretérito habló de progreso, pero fue expulsado de inmediato.

Era obligación de los profesores no experimentar cambios, observar la pintura descascarillada, la plumilla herrumbrosa, la tapa del pupitre tallada, con comprensión y beneplácito.

Todos ellos habían franqueado ya la estrecha abertura. No quedaba un alma en la sala de profesores. Era como si allí no hubiera habido nadie. Una avispa voló sobre el entarimado vacío con un sonoro zumbido y luego el silencio volvió a llenar la sala como algo palpable.

¿Dónde estaban los profesores en ese momento? ¿Qué hacían? Estaban en mitad de la tercera curva de un pasadizo abovedado que terminaba en un tramo de escalones descendentes en cuya base se alzaba un enorme torniquete.

Mientras los profesores se desplazaban como un negro dragón de cabeza de hidra con un centenar de alas en movimiento, podría haberse reparado en que, a pesar de la siniestra cualidad de la mitad superior del monstruo, había en sus numerosas patas una cierta alegría. Las pequeñas patas casi corrían, casi saltaban. Las grandes patas dejaban caer sus resonantes pisadas de un modo jovial y despreocupado, como si estuviesen palmeando la espalda de un amigo.

Sin embargo, aquel gran dragón compuesto no era por completo alegre. Pues dos de sus patas se desplazaban menos felizmente que las otras. Pertenecían a Bellobosque.

Aunque encantado de ser el director, la alteración que este hecho estaba produciendo en su existencia empezaba a amargarle. Y sin embargo, ¿acaso no había algo en él que imponía más que antes? ¿Acaso no había logrado demostrar su autoridad hasta cierto punto? Su semblante se mostraba severo y melancólico. Como un profeta, guiaba al personal a sus aposentos. Los de su personal, pues ya no eran los suyos. Con su acceso al puesto de director había perdido la habitación sobre el patio de los profesores que ocupara durante tres cuartas partes de su vida. Sólo él de entre los profesores debía volverse después de escoltar a su personal durante cierto trecho y regresar solo al dormitorio del director, sobre la sala de profesores.

El período transcurrido desde que vistiera por primera vez la toga zodiacal de su alto cargo había sido difícil para él. ¿Ganaba o perdía en su lucha por la autoridad? Ansiaba el respeto, pero también amaba la indolencia. El tiempo diría si la nobleza de su augusta cabeza se convertiría en el símbolo de su liderato. ¡Recorrer los corredores de Gormenghast como el reconocido maestro de profesores y alumnos por igual! Debía mostrarse prudente y severo, aunque generoso. Tenían que venerarlo. Eso era… venerarlo. Pero ¿significaba eso que habría de hacerse cargo de más trabajo? Sin duda, a su edad…

La excitación de las patas multiformes del dragón sólo comenzó a manifestarse cuando los miembros del claustro dejaron atrás la sala de profesores y, con ésta, también sus obligaciones. Pues había concluido su jornada en las aulas de Gormenghast y, si había algo que los profesores esperaban con ansia, era esa emoción, la emoción de volver a sus aposentos a las cinco en punto.

Aspiraron el aire secreto de sus dominios y una serie de sonrisas privadas comenzaron a insinuarse en sus rostros. Se aproximaban a un mundo que comprendían, no con el cerebro, sino con el entendimiento mudo, feliz y ancestral de sus huesos.

La larga tarde se extendía ante ellos. Durante las quince horas siguientes no verían a ningún niño de rostro manchado de tinta.

Respirando hondo con sus muchos pulmones, el dragón de cabeza de hidra se aproximó al tramo de escalera de piedra. Tras él, bajo el techo abovedado del largo corredor, una intangible serpiente de humo exhalado por sus pipas flotaba y se retorcía.

El corredor se había ido ensanchando imperceptiblemente y los movimientos de los profesores se fueron haciendo más desenvueltos con el progresivo desmembramiento del dragón. El ensanchamiento del pasadizo se convertía allí en algo verdaderamente remarcable, pues ante ellos se abría un vasto panorama de suelos de madera que llegaban hasta donde las paredes (en aquel punto a unos quince metros una de otra) se separaban abruptamente para flanquear la amplia terraza de madera que dominaba el tramo de escalera. Aunque dicha escalera era de una anchura excepcional y los profesores, al bajar por ella, gozaban de espacio de sobra para entregarse (caso de que se les antojara) a una relajación general de su porte, a un pisada más enérgica o a una aceleración del paso, una vez más, al pie de la escalera, se produjo un embotellamiento, pues, aunque a ambos lados del antiquísimo torniquete había espacio más que suficiente para pasar en tropel y entrar así en la destartalada cámara que había más allá, la costumbre ordenaba que fuera el torniquete el único medio posible para acceder a la cámara.

Por encima de la escalera de piedra, el tejado se encontraba en tan avanzado estado de descomposición que una apreciable cantidad de luz se colaba por los agujeros del techo y formaba charcos dorados por toda la extensión del gran tramo de escalera, con sus bajas barandillas y amplios rellanos, como bancos de arena en la superficie de la piedra.

Al igual que en la angosta salida de la sala de profesores, los miembros del claustro se hallaban detenidos ante el Gran Torniquete.

Pero aquí el asunto era algo más sosegado. No había forcejeos ni agitación. Volvían a encontrarse en sus dominios. Sus habitaciones, que rodeaban el pequeño patio cuadrado, les esperaban. ¿Qué más daba si tenían que esperar un poco más de lo que hubieran deseado? La larga tarde, amable, arcaica, nostálgica, perfumada de almendras, se extendía ante ellos, y luego la noche, larga y sosegada, antes de que el estruendo de la campana los despertara y una nueva jornada de tinta y huellas de dedos, chuletas y anteojos rotos, moscas y cifras, litorales, preposiciones, istmos y redacciones, aviones de papel, tubos de ensayo, tirachinas, productos químicos y prismas, fechas, batallas, dóciles ratoncitos blancos y un centenar de rostros a medio formar, ingeniosos y burlones, con sus enrojecidas orejas que nunca escuchaban, se iniciara de nuevo.

Con aire decidido, casi augusto, las togadas figuras tocadas con los birretes iban desfilando una tras otra por el gran torniquete rojo y se iban desperdigando por la sala que había del otro lado.

Pero la mayoría aún aguardaba de pie en grupos o sentados en los peldaños inferiores de la escalera a que les llegara el turno de pasar por el «aro». No tenían ninguna prisa. Aquí y allá podía verse a un erudito tendido cuán largo era en uno de los peldaños o rellanos de la escalera. Aquí y allá un grupo se acuclillaba sobre sus cuartos traseros como si de aborígenes se tratara, con las togas recogidas para no barrer con ellas el suelo. Algunos permanecían en la sombra y se les veía muy sombríos, como bandidos mal iluminados; los brumosos rayos dorados del sol recortaban la silueta de otros; y había aquellos que, inmóviles, eran traspasados por la última luz que se colaba por la carcomida techumbre.

Un menudo aunque fornido caballero con barba en forma de azada bajaba la ancha escalera cabeza abajo haciendo equilibrios sobre sus manos. La mayor parte de su cabeza permanecía oculta, pues la toga le caía por encima y se la tapaba, de manera que, además de mantener el equilibrio, tenía que ir palpando los escalones para encontrar el borde con sus ocultas manos, pero ocasionalmente asomaba entre los pliegues de la toga y la áspera azada negra de la barba se vislumbraba fugazmente a pocos centímetros del suelo.

Entre los pocos que lo miraban divertidos no había ninguno que no lo hubiera visto todo cien veces ya. Una figura de largos miembros con las piernas encogidas de manera que las rodillas sostenían el mentón azulado, observaba distraídamente a un grupo cuya silueta se recortaba contra un enjambre de motas doradas. De haberse encontrado un poco más cerca y un poco menos absorto habría podido oír unas exclamaciones muy peculiares.

Pero sí veía, con bastante claridad, que en el centro del distante grupo una figura de corta estatura repartía meticulosamente a sus colegas lo que parecían ser unas pequeñas hojas de papel rígido.

Y así era. El enérgico Percha-Prisma estaba repartiendo las invitaciones que había recibido aquella misma tarde por mensajero especial.

Uno a uno, cada invitado fue recibiendo su invitación, y no hubo profesor que pudiera contener ya fuera un jadeo o gruñido de sorpresa o una crispación de la ceja.

La estupefacción de algunos fue tal que se vieron forzados a sentarse brevemente en los peldaños hasta que el pulso se les normalizó.

Jirón y Mustio se golpeaban levemente los dientes con los bordes dorados de sus invitaciones, haciendo ya cábalas sobre las posibles implicaciones psicológicas.

Chiripa, cuya ancha boca sin labios regurgitaba interminables cúmulos de denso humo, comenzaba a permitir que una gigantesca sonrisa se le extendiera por el rostro feroz.

Franegato se sentía embarazosamente entusiasmado y estaba intentando borrar una huella dactilar de la esquina de su invitación, que tenía toda la intención de enmarcar.

La gran mandíbula de profeta de Bellobosque colgaba, abierta de par en par.

Había en total dieciséis invitaciones. El personal en pleno de la Sala de Cuero había sido invitado. Las invitaciones habían llegado en un momento en el que Percha-Prisma era el único maestro presente en la sala de profesores y éste había asumido la responsabilidad de entregarlas a los otros.

Repentinamente, la larga boca de reptil de Opus Chiripa se abrió como la de un caballo y un aullido de risa insensata reverberó por la sala salpicada de sol.

Una veintena de birretes se volvieron.

—¡Hay que ver! —dijo la voz chillona y precisa de Percha-Prisma—. ¡Hay que ver, mi querido Chiripa! ¡Vaya un modo de recibir la invitación de una dama! ¡Vaya, vaya!

Pero Chiripa no podía oír nada. De algún modo, la idea de ser invitado a una fiesta por Irma Prunescualo se había abierto paso hasta la región más sensibilizada de su diafragma y lo hizo aullar y aullar hasta quedarse sin aliento. Jadeó roncamente hasta tranquilizarse del todo, sin dignarse siquiera mirar alrededor, pues seguía en un mundo de diversión privada. Entonces sostuvo una vez más la invitación ante sus ojos acuosos y opacos sólo para abrir la boca en un nuevo espasmo, pero ya no le quedaba risa.

Las facciones de cerdito de Percha-Prisma expresaban una cierta condescendencia, como si comprendiese cómo se sentía el señor Chiripa pero a pesar de ello le sorprendiera y le irritara ligeramente la grosería del temperamento de su colega.

La gracia inesperada de Percha-Prisma consistía en que, a pesar de su carácter remilgado, su manera de expresarse, críptica e irritantemente académica y su aire general de omnisciencia, pese a todo ello, tenía un sentido del ridículo fuertemente desarrollado y a menudo se veía forzado a reír cuando su cerebro y su orgullo desearían lo contrario.

—Y ¿qué piensa el director? —dijo, volviéndose hacia la noble figura que tenía al lado, cuya mandíbula continuaba abierta como la boca de un sepulcro—, ¿qué piensa él, me pregunto? ¿Qué piensa nuestro director de todo este asunto?

Bellobosque volvió en sí con un sobresalto. Miró alrededor con la melancólica grandeza de un león enfermo. Luego reparó en que tenía la boca abierta y la fue cerrando despacio, pues no quería que los demás pensaran que se iba a dar prisa por nadie.

Volvió sus vacíos ojos de león a Percha-Prisma, que estaba allí, mirándolo con descaro y golpeando ligeramente la pálida uña de su pulgar con su brillante invitación.

—Mi querido Percha-Prisma —dijo Bellobosque—, ¿por qué diantres habría de interesarte a ti mi reacción ante lo que, después de todo, no es, en mi vida, un acontecimiento tan extraordinario? Verás, es posible —continuó laboriosamente—, es muy posible que cuando era un hombre más joven recibiera más invitaciones para diversos tipos de funciones que las que tú hayas podido recibir o esperes recibir en el curso de tu vida.

—¡Por eso justamente! —dijo Percha-Prisma—. Ésa es la razón de que queramos conocer su opinión. Ésa es la razón por la que sólo nuestro director pueda ayudarnos. ¿Qué podría ser más esclarecedor que recibir información de boca de una vaca sagrada?

En aras de la precisión, Percha-Prisma no pudo evitar desear haber estado dirigiéndose a Opus Chiripa, pues la boca de Bellobosque, aunque tampoco hiperhumana, distaba mucho de parecerse a la de una vaca.

—Prisma —dijo—, comparado conmigo es usted un joven. Pero no tanto como para ser ajeno a los principios de la decencia. Tenga la bondad de añadir a su viperina actitud hacia la vida como mínimo una delicadeza, y ésta es que, en caso de verse obligado a dirigirse a mí, lo haga de una manera menos calculada para ofender. No toleraré que se hable de mí como si no estuviera presente. Mis subordinados deben comprender esto de inmediato. No seré la tercera persona del singular. Soy viejo, lo admito, pero, a pesar de todo, estoy aquí. ¡Aquí —bramó—, de pie sobre el mismo suelo que usted, maese Prisma! ¡Y existo, por todos los demonios, en plenitud de mis derechos vocativos y de conversación! —Tosió y sacudió su cabeza leonina—. Así que cambie de tono, mi joven amigo, o cambie de tiempo verbal, y présteme un pañuelo para protegerme la cabeza…, este sol me está dando jaqueca.

Percha-Prisma sacó de inmediato un pañuelo de seda azul y lo puso sobre la irritada y noble cabeza.

—Pobre viejo «chinchoso» Bellobosque, pobre viejo Colmillos —dijo, susurrándole las palabras al oído mientras ataba las esquinas del pañuelo azul sobre la cabeza del anciano con pequeños nudos—. Será justo lo que necesita, sí señor…, ¡una fiesta desaforada en casa del doctor, ja, ja, ja, ja!

Bellobosque abrió su débil boca y sonrió. Le costaba mantener durante mucho tiempo su fingida dignidad, pero de pronto recordó su posición y con un tono de sepulcral autoridad dijo:

—Tenga cuidado con lo que dice, señor —dijo—. Ya me ha tomado suficiente el pelo.

—Mi querido Franegato, qué asunto más curioso es éste de los Prunescualo —dijo el señor Costrón—. Dudo bastante que pueda permitirme asistir. Me pregunto si podría usted… esto… prestarme…

—También a mí me han invitado —le interrumpió Franegato, mostrando la invitación con mano temblorosa—. Hacía mucho tiempo que…

—Hacía mucho tiempo que nuestras tardes no se veían perturbadas de este modo por el Exterior —interrumpió Percha-Prisma—. Caballeros, tendrán que darse un poco de filustre. ¿Cuánto hace que no ve a una dama, señor Chiripa?

—Ni la mitad del que me gustaría —dijo Opus Chiripa chupando su pipa ruidosamente—. Nunca me preocuparon las pollitas. Más bien me irritaban. Puedo equivocarme, es muy posible, pero ése es otro tema. Por lo que a mí se refiere, no cabe duda, todo lo estropean.

—Pero por supuesto aceptarás, ¿no es así, mi querido amigo? —dijo Percha-Prisma, inclinando a un lado su redonda y lustrosa cabeza.

Opus Chiripa bostezó y se desperezó antes de contestar.

—¿Qué día será, amigo? —preguntó (como si eso tuviera alguna importancia cuando cada una de sus tardes era un idéntico bostezo).

—La tarde del viernes que viene, a las siete, «Se ruega confirmar la asistencia», pone —resolló Franegato.

—Si el querido y maldito Bellobosque asiste —dijo el señor Chiripa tras una larga pausa—, no podría mantenerme al margen ni aunque me pagaran. Verlo en acción será tan entretenido como ir al teatro.

Bellobosque descubrió su irregular dentadura en un gruñido leonino, se sacó un cuadernillo y, sin apartar la vista del señor Chiripa, tomó nota.

—Tinta roja —murmuró, acercándose a su hostigador, y acto seguido se echó a reír desaforadamente. El señor Chiripa parecía estupefacto.

—Bien… bien… bien… —dijo al fin.

—Dista mucho de estar bien, señor Chiripa —dijo Bellobosque recobrando la compostura—, y no lo estará hasta que aprenda a dirigirse a su director como un caballero.

—En lo referente a Irma Prunescualo —dijo Mustio a Jirón—, es un claro caso de locura del espejo, provocado por la hipertrofia del conducto terrífico, aunque no exactamente.

—Discrepo —le replicó Jirón a Mustio—. Es la sombra del doctor proyectada sobre el alma despojada y desnuda de su hermana, sombra que ella ha tomado por el destino… y aquí coincido en que el conducto terrífico entra en juego, pues la longitud de su cuello y su frustración general han llevado a su subconsciente a un deseo inespecífico de hombres… sustitutos, claro está, de los monigotes.

—Quizá estemos los dos en lo cierto —dijo Mustio a Jirón—, cada uno a su manera. —Y dedicó una radiante sonrisa a su amigo—. Dejémoslo así, ¿no te parece? Sabremos más cuando la veamos.

—¡Oh, cierra el pico, condenada vieja! —dijo Mulfuego frunciendo el ceño con aire sombrío.

—¡Oh, vamos, vamos, ea! —dijo Florimetre—. ¡Mostrémonos terriblemente contentos, ea! ¡Vaya, vaya! Llamadme febril si no comienza a hacer frío.

Era cierto, pues, al levantar la vista, vieron que estaban sumidos en profundas sombras, ya que la mancha de sol había seguido su camino. Y al levantar las cabezas vieron también que eran los últimos miembros del claustro que quedaban en la escalera de piedra.

Haciendo ademán a los otros de que lo siguieran, Bellobosque abrió la marcha y franqueó el torniquete rojo, y unos momentos después todos habían pasado a través de los brazos chirriantes de la abertura y entrado en la sala oscura y desvencijada del otro lado. Bellobosque se volvió entonces y subió solo la escalera, al poco se encontró de nuevo en la sala de profesores.

En cambio los miembros del claustro, después de atravesar el desvencijado salón, avanzaron en fila india por un pasadizo singularmente angosto y elevado y, por fin, tras descender aún otro tramo de escalera, esta vez de nogal antiguo, franquearon una puerta frente a la cual se encontraba el patio del personal.

Fue allí, en la intimidad compartida de sus aposentos, donde el entusiasmo que habían sentido crecer en ellos en cuanto abandonaron la sala de profesores empezó a moderarse, sólo para que un entusiasmo de distinta naturaleza tomara el relevo. Para cuando llegaron al patio común, habían digerido el hecho de que tenían una tarde más de libertad. La sensación de huida había desaparecido, pero una sensación aún más liviana les soltó los corazones y los pies. Sus tripas se convirtieron en agua y unos grandes nudos oprimieron sus gargantas. Las lágrimas asomaron a sus ojos.

El intenso rosado oro de los ladrillos de las columnas de los claustros que flanqueaban el patio resplandecía a pesar de estar éstos sumidos en la sombra. Sobre los arcos, una terraza de ladrillos del mismo color rosado rodeaba el patio a unos siete metros del suelo, y en la pared que marcaba el fin de dicha terraza se abrían, a intervalos regulares, las puertas de los aposentos de los profesores. Siguiendo la costumbre, en cada puerta se había añadido el nombre del actual ocupante a la larga lista de predecesores. Estos nombres estaban cuidadosamente impresos en la madera negra de las puertas en columnas verticales de apretada y clara caligrafía que casi llenaban todo el espacio disponible. Las habitaciones eran pequeñas y uniformes, pero de carácter tan diverso como sus ocupantes.

Lo primero que hacían los profesores al volver a sus aposentos era ir a sus respectivas habitaciones y cambiarse las negras togas del magisterio por la variedad de color rojo oscuro asignada para las horas de la tarde.

Colgaban sus birretes detrás de la puerta o los lanzaban por el aire a través de la habitación a algún rincón o saliente adecuado. Las esquinas abolladas de la mayoría de los birretes se debían a aquellos «lanzamientos». Impulsados del modo correcto, al aire libre y empujados por una brisa ligera, podía conseguirse que se elevaran en el aire, con la negra copa en lo alto y las borlas colgando debajo como negras colas de borrico. Cuando treinta birretes se elevaban hacia el sol sobre el patio, se hacía realidad la pesadilla de cualquier escolar.

Una vez ataviados con las togas de color rojo vino acostumbraban a salir a la terraza de ladrillos rosados donde, reclinados sobre la balaustrada, los profesores pasaban una de las horas más agradables de la jornada, conversando o rumiando hasta que el sonido del gong de la cena los convocaba al refectorio.

Para el viejo encargado de barrer las hojas del suelo del acogedor patio de ladrillo, aquél era un espectáculo que siempre le complacía, mientras, rodeado por los claustros resplandecientes y, sobre éstos, por la larga línea de color rojo vino de los profesores apoyados sobre los codos en el muro de la terraza, iba juntando las hojas revueltas con su raída escoba.

Aunque esa noche particular no se lanzó al aire ningún birrete, hacia el final de la cena en la Larga Sala la conversación de los profesores se volvió particularmente frívola cuando se aventuraron innumerables explicaciones sobre los motivos secretos de la invitación de los Prunescualo. La más fantástica de todas la planteó Florímetre, a saber, que Irma, necesitada de un marido, acudía a ellos como posible fuente de candidatos. Ante esta sugerencia, el vulgar Opus Chiripa, en un exceso de júbilo obsceno, dejó caer sobre la larga mesa el enorme jamón crudo que tenía por mano con tanta fuerza que provocó que un corps de ballet de cuchillos, tenedores y cucharas saltara por los aires y que un par de patas de mesa hicieran un écart, de manera que los nueve profesores de su mesa se encontraron con los restos de su cena diseminados en todos los ángulos bajo el nivel de sus rodillas. Los que tenían las copas en la mano se alegraron no poco, pero aquellos cuyo vino se había derramado entre los restos necesitaron unos segundos de reflexión para poder recuperar el espíritu de la velada.

La idea de que cualquiera de ellos pudiera contraer matrimonio les parecía ridículamente divertida. No es que se sintieran indignos, lejos de ello. Era que una cosa así pertenecía a otro mundo.

—Pues claro, pues claro, por supuesto. Florimetre, tienes toda la razón —dijo Mustio a la primera oportunidad que tuvo de hacerse oír—. Jirón y yo habíamos llegado a la misma conclusión.

—En efecto —dijo Jirón.

—En mi caso —continuó Mustio—, la sublimación es bien evidente, porque, caramba, los peñascos y las águilas que se cuelan en cada condenado sueño que tengo, y sueño cada noche, por no hablar de mi escritura automática, que pone mi absurdo amor por la Naturaleza en su sitio, porque al leer lo que he escrito como en trance me doy cuenta de lo necio que es dedicar siquiera un pensamiento a los fenómenos naturales que, después de todo, no son sino una sucesión de accidentes… er… ¿dónde estaba?

—No importa —dijo Percha-Prisma—. La cuestión es que nos han invitado, que seremos huéspedes y que, por encima de todo, haremos lo correcto. ¡Cielo santo! —exclamó, mirando las caras del personal que lo rodeaba—, desearía ir yo solo.

Sonó una campana.

Los profesores se levantaron al instante. Había llegado el momento de observar un ritual tradicional. Colocaron las largas mesas —doce en total— patas arriba y se sentaron, uno detrás de otro, sobre los tableros vueltos, como si éstas fueran barcas y se dispusieran a adentrarse a golpe de remo en algún océano fabuloso.

Hubo una breve pausa y luego la campana sonó de nuevo. Antes de que el eco de la misma se extinguiera en el vasto refectorio, las doce tripulaciones de la inmóvil flotilla alzaron sus voces en un oscuro cántico de días pasados en los que, presumiblemente, tenía algún significado. Esa noche fue aullado en la penumbra a un compás lento y martilleante, sin que las voces intentaran disimular el aburrimiento. Desde que eran profesores, habían entonado aquellos versos noche tras noche y con voces tan vacías que muy bien podría haberse tomado por un canto fúnebre:

Aférrate a la ley

del postrero y frío tomo,

donde la tierra de la verdad

cubre, espesa, la página

y la marga de la fe

en la tinta que en otro tiempo brotó

del murmullo de la pluma.

Fluye aún en el aliento del hueso renacido

en un amanecer ominoso,

donde florece la rosa para los vientos,

el niño, para la tumba,

el zorzal, para acallar la canción,

la espiga, para la hoz y el espino

en espera del corazón,

hasta que el último de los primeros parta,

y el más pequeño del pasado polvo sea

y el polvo se pierda.

¡Aférrate!