DIECISIETE

Las clases de la mañana habían comenzado. En las aulas un centenar de cosas estaban sucediendo a la vez. Pero más allá de sus puertas tenía lugar un drama distinto: un drama de silencio escolástico, porque brotaba como algo palpable en las estancias desiertas y los corredores que separaban las aulas y saltaba contra las mismísimas puertas de las clases.

Una hora más tarde el bedel haría sonar la campana de cobre en el Salón Central y el silencio se haría añicos cuando, saliendo en tropel de sus distintas prisiones, un mundo de chicos se diseminara por los salones como plaga de langosta.

Las paredes de las aulas de Gormenghast, al igual que las de la sala de profesores, estaban tapizadas de cuero de caballo. Pero eso era lo único que tenían en común, porque el ambiente de las distintas salas y sus formas no podían ser más diversos.

El aula de Chiripa, por ejemplo, era larga, estrecha y la mal iluminaba un ventanuco alto en una esquina de la sala. Opus Chiripa descansaba en un sillón, rodeado por una alfombra roja. Estaba casi envuelto en la sombra. Aunque apenas distinguía a los niños que tenía delante, se encontraba en mejor posición que éstos, porque ellos no podían verle en absoluto. No tenía escritorio ante sí, y se sentaba, por así decir, en medio de la oscuridad. Debajo del sillón, por guardar las formas, había un par de libros de texto tirados por el suelo. La capa de polvo que los cubría era tan espesa que parecía chichones grises. El señor Chiripa aún no había descubierto que hacía más de un año que los habían clavado al entarimado del piso.

El aula de Percha-Prisma era perfectamente cuadrada y estaba demasiado bien iluminada para el gusto de los neófitos. Sólo las mohosas paredes de cuero eran antiquísimas e incluso éstas se fregaban y engrasaban de tanto en tanto. Los pupitres, los bancos y el entarimado del suelo eran restregados con sosa y agua hirviendo cada mañana, de manera que, paredes aparte, la sala emanaba una desnuda blancura que la convertía con mucho en la más impopular. Bajo aquella luz cruel era casi imposible copiar.

El aula de Franegato era un corto túnel con una ventana semicircular que ocupaba la totalidad del extremo más próximo. A diferencia de Chiripa, sentado en las sombras, el señor Franegato, aupado a las alturas de un alto pupitre, ofrecía una imagen muy distinta. Puesto que la única luz de la sala entraba a raudales por detrás de él, a ojos de sus alumnos el señor Franegato hubiera podido ser una figura recortada en papel negro. Sentado de espaldas a la deslumbrante ventana semicircular del final del túnel, su silueta se movía de acá para allá a contraluz. Por la ventana se veía la cima de la Montaña de Gormenghast y aquella mañana, sobre su brillante cabeza, flotaban perezosamente tres nubecillas como semillas de diente de león.

Pero entre las numerosas aulas de Gormenghast, cada una con su carácter propio, destacaba aquella mañana una en especial, una gran sala brumosa situada en uno de los pisos superiores, con muchos más pupitres de los que nunca se utilizarían y mucho más espacio del que (académicamente) jamás se necesitaría. De las paredes colgaban grandes franjas desprendidas del cuero de caballo que las cubría.

La ventana del aula miraba al sur, de manera que el suelo, que nunca había sido barnizado, estaba descolorido y la tinta que se había derramado, trimestre tras trimestre, se había desvaído hasta reducirse a un azul pálido tan hermoso que el entarimado parecía haber sido coloreado en el mundo de las hadas. Desde luego, no había nada más particularmente feérico en la sala.

¿Qué decir por ejemplo de aquel monstruo con apariencia de saco, aquella loma roncante, aquel peso muerto de horror descoyuntado? Acurrucado como un perro negro encima de la mesa del profesor, tenía un aspecto repugnante y bestial, pero ¿qué era? Podría haberse dicho que estaba muerto, porque parecía tan pesado como la muerte y adecuadamente inmóvil; pero de él brotaba el sonido de un ronquido sofocado puntuado por algún silbido ocasional como de viento soplando sobre cristales rotos.

Fuera lo que fuese, no suscitaba el terror y ni siquiera el interés de la veintena de muchachos que, en aquella aula brumosa en la que el tiempo parecía haberse detenido, situada en las casi olvidadas regiones de la Escuela Superior, tenían cosas muy distintas en que pensar. Los rayos del sol entraban a raudales por la alta ventana y una neblina de motas llenaba la sala. Pero no había ni rastro de sueño en los alumnos.

¿Qué estaba sucediendo? No se oía nada, pero la tensión que flotaba en el ambiente poseía una sonoridad propia.

Porque se estaba desarrollando un juego peligroso y arriesgado creado específicamente por aquella clase. El aire contenía el aliento. Quienes no participaban de aquella particular batalla se acuclillaban sobre pupitres y armarios. Una nueva fase estaba a punto de comenzar. Los ingenuos rostros se volvían hacia la ventana. Aquellos enjutos niños de la fortuna parecían criaturas avezadas. Los veteranos se colocaron en sus posiciones.

Todo estaba listo. Se habían retirado del suelo las dos tablas sueltas. Habían apoyado la primera en el alféizar de la ventana de manera que descendía en suave pendiente hasta el suelo de la clase. La secreta cara inferior había sido pulida y encerada con cabos de vela desde tiempos inmemoriales y ahora, era ese lado el que miraba al techo. La otra tabla, igualmente pulida, se había colocado a continuación de la primera, extremo tocando a extremo, de manera que un estrecho tramo de madera resbaladiza atravesaba unos nueve metros de la clase, desde la ventana hasta la pared opuesta.

El equipo que aguardaba junto a la ventana abierta fue el primero en hacer un movimiento y uno de sus miembros, un muchacho de cabellos negros con una marca de nacimiento en la frente, se encaramó de un salto al alféizar, aparentemente sin pensar siquiera en la caída de treinta metros que había del otro lado.

A este movimiento los miembros del equipo enemigo agazapados al fondo del aula detrás de una hilera de pupitres aprestaron sus perdigones de papel, duros como nueces, que se proponían lanzar con pequeños tirachinas desgastados hasta adquirir un tacto suave por el uso constante. En otro tiempo se utilizaban perdigones de arcilla e incluso canicas de cristal, pero después del tercer muerto y de la cantidad de problemas que dio ocultar los cadáveres, se decidió conformarse con los proyectiles de papel. No eran en modo alguno sustitutos amables, pues el papel había sido masticado, amasado, mezclado con cola blanca y luego comprimido entre las bisagras de los pupitres. A la devastadora velocidad a la que viajaban, golpeaban como un trallazo.

Pero ¿a qué tenían previsto disparar? Sus enemigos permanecían de pie junto a la ventana y evidentemente no esperaban que nada volara en su dirección. El pelotón de ejecución ni siquiera los miraba, sino que mantenían la vista fija al frente, aunque habían empezado a cerrar el ojo izquierdo y a tensar las siniestras gomas. Y de pronto, en un torbellino rítmico y violento, el sentido del juego quedó desvelado. Demasiado rápido, demasiado vital, demasiado peligroso para cualquier danza o ballet, pero no menos tradicional y rico en sutilezas. ¿Qué estaba ocurriendo?

El muchacho de los cabellos negros con la marca de nacimiento había flexionado las rodillas, arqueado la espalda, batido las manos manchadas de tinta y saltado al sol de la mañana desde el alféizar, donde las ramas de un plátano gigantesco se recortaban como una celosía contra el sol. Con la cabeza echada hacia atrás, mostrando los dientes, los dedos extendidos, fijos los ojos en una rama blanca del árbol, por un momento el muchacho fue una criatura del aire. Treinta metros más abajo, el patio polvoriento brillaba al sol de la mañana. Desde el aula parecía que el muchacho se hubiese ido para siempre, pero sus compinches de la ventana se habían pegado a la pared lateral y sus enemigos, agazapados tras los pupitres, tenían los ojos fijos en las tablas resbaladizas que atravesaban la clase como una franja de hielo.

En mitad de su salto, el muchacho se agarró al extremo de la rama y se balanceó describiendo una larga y pasmosa curva a través del aire poblado de hojas. En el punto culminante de aquel arco tendido hacia el exterior, el chico se meneó de modo que hizo combar aún más la rama, lo que lo proyectó hacia arriba en viaje de regreso, muy alto en el aire, más allá de las hojas, de manera que, por un instante, se encontró muy por encima del nivel de la ventana desde la que había saltado. Y en ese momento, cuando sus nervios tenían que ser de acero, en ese momento, cuando apenas contaba con una fracción de segundo antes de que le fallara la voluntad, soltó la rama. Volvía a estar en el aire. Caía a gran velocidad y en un ángulo tal que le permitió evitar tanto el dintel de la ventana como el alféizar de la misma y aterrizar sobre sus pequeñas y tensas posaderas en el tablón inclinado como un rayo caído del cielo para, un segundo después, chocar contra la pared de cuero del fondo de la clase después de deslizarse por los tablones a la velocidad de una piedra lanzada con una honda.

Pero a pesar de lo repentino de su reaparición y de la velocidad de su vuelo, no había alcanzado la pared incólume. El oído le zumbaba como un avispero. El fulminante fuego cruzado de seis tirachinas había conseguido un blanco superlativo, tres impactos en el cuerpo y dos balas perdidas. Pero el juego no había terminado, pues en el momento en que él se estrellaba contra la abollada pared de cuero, otro miembro de su equipo se encontraba ya en el aire, con las manos tendidas hacia la rama y los ojos brillantes de excitación, mientras que los del pelotón de fusileros, no menos activos, recargaban sus armas con nueva munición y comenzaban a guiñar el ojo izquierdo y a tensar las gomas.

Para cuando el chico de la marca de nacimiento hubo trotado de vuelta a la ventana, con la oreja ardiéndole, otra aparición había caído del cielo soleado, había bajado como un rayo por el tablón inclinado y se había deslizado a través del aula para chocar a su vez contra la pared, cuyo cuero, tras años de colisiones, estaba sucio y desgarrado. El silencio propio de un aula caía sobre todas las cosas, un silencio cargado de la pálida luz del sol. Las doradas sombras de los pupitres, de los bancos, de la enorme pizarra rota decoraban el suelo. Era la quietud de un trimestre de verano, ensimismado, perezoso, soñoliento, interrumpido por la rápida palmada de las manos manchadas de tinta de los chicos al saltar al vacío, del zumbido de los perdigones al surcar el aire, del aliento de la víctima, del golpe sordo del cuerpo al chocar con la pared de cuero y luego el sonido del forcejeo con los tirachinas para recargarlos. Y de nuevo la palmada del chico en la ventana y el lejano susurro de las hojas cuando atravesaba el arca verde por encima del patio. Los equipos se turnaban. Los saltadores cogían sus tirachinas. El pelotón de fusileros tomaba posiciones en la ventana. Aquel juego arriesgado y bárbaro y, sin embargo, ceremonial, tenía un ritmo propio, un ritual tan incuestionable y sacrosanto como lo es cualquier cosa en el alma de un niño.

La maldad y el estoicismo los vinculaban. Los secretos de los chicos se hacían más negros, más graves, más terribles o más divertidos gracias al conocimiento compartido de la espeluznante emoción de deslizarse vertiginosamente por la cálida aula, gracias al conocimiento compartido de los prolongados vuelos por el espacio envueltos en hojas, por su conocimiento del sonido del lacerante perdigón al pasar de largo por la cabeza o del dolor que producía su impacto.

Pero ¿qué decir de todo eso? ¿Del ritmo de los muchachos en los que los perdigones habían hecho blanco o de aquéllos tan llenos de vida como pájaros o peces? Sólo que eso estaba ocurriendo esa mañana.

¿Qué decir del espantoso bulto negro que había sobre la mesa del profesor? El sol que se colaba entre las hojas del plátano había comenzado a motearlo con trémulos rombos de luz. Roncaba, un deplorable sonido para escucharlo en la primera clase de una mañana de verano.

Pero sus momentos de complacencia estaban contados porque, de pronto, se oyó un grito cerca del techo y por encima de la puerta del aula. Era la voz de un pilluelo, un alfeñique pecoso apostado en lo alto de un armario. El cristal del montante de abanico de la puerta le quedaba a la altura del hombro. Estaba oscurecido por la mugre, pero un círculo del tamaño de una moneda se mantenía transparente y a través de esta mirilla el muchacho dominaba la vista del pasillo exterior. De este modo, a la menor señal de peligro, podía alertar no sólo a la clase, sino también al profesor.

No era frecuente que Bergantín o Bostezoyerto visitaran las aulas, pero era mejor apostar al pilluelo en lo alto del armario desde primera hora de la mañana porque no había nada más irritante para un profesor que el que la clase fuera interrumpida.

Aquella mañana, tumbado como un muñeco en lo alto del armario, la suerte cambiante del juego lo tenía tan absorto que había pasado más de un minuto desde que pusiera el ojo en la mirilla por última vez. Cuando al fin lo hizo fue para ver, a menos de seis metros de la puerta, una compacta falange de profesores acercándose como una marea negra con Bostezoyerto en persona al frente, dominando a los demás desde lo alto de su trona con ruedas.

La cabeza y los hombros de Bostezoyerto, que encabezaba la falange, quedaba por encima del resto del personal, aunque en modo alguno se sentaba derecho en su alta y estrecha silla. Con las ruedecillas chirriando en los extremos de las cuatro patas, la silla se mecía de un lado a otro mientras era propulsada velozmente por el bedel, todavía invisible para el alfeñique de la mirilla pues quedaba oculto tras el alto y feo mueble (increíblemente feo) con su desproporcionada bandeja para las comidas a la altura del corazón de Bostezoyerto y su tosco escabel para los pies.

La parte del rostro de Bostezoyerto que podía verse por encima de la bandeja parecía despierta, señal indudable de que algo de particular urgencia se mascaba en el ambiente.

Tras él, la compacta masa de los profesores se creaba en una susurrante oscuridad. Lo que hubiera ocurrido con sus respectivas clases y qué demonios se les había perdido en aquel perezoso piso del castillo a cualquier hora, y no digamos a primera hora de la mañana, era inimaginable. Pero el caso es que allí estaban, y el susurro de sus togas rozando las paredes llenaba el corredor. Había en el modo en que andaban una determinación, una suerte de imponente seriedad que daba miedo.

El diminuto niño aupado al armario dio la voz de alarma con la nota más aguda que sus condiscípulos hubieran oído jamás.

—¡El Bostezón! —chilló—. ¡Rápido, rápido, rápido! ¡El Bostezón con toda la banda! ¡Bajadme de aquí, bajadme!

El ritmo del arriesgado juego quedó roto. Ni un solo perdigón de papel pasó zumbando junto a la cabeza del último chiquillo que surgió de la luz del sol y fue a estrellarse contra la pared de cuero. En un instante la clase quedó sospechosamente silenciosa. Cuatro filas de niños medio vueltos en sus pupitres, con las cabezas inclinadas a un lado, escucharon el chirrido de las ruedecitas de la silla de Bostezoyerto que se acercaba a ellos en medio del silencio.

El alfeñique había sido rescatado después de dejarse caer desde lo que debió de parecerle una altura inmensa en los brazos de un muchachote de cabellos pajizos.

Los dos tablones habían sido apresuradamente retirados y devueltos a sus largas y estrechas cavidades inmediatamente debajo del escritorio del profesor. Pero se había cometido un error, y cuando se reparó en él ya era demasiado tarde para enmendarlo. Con las prisas, habían colocado uno de los tablones del revés.

Sobre el escritorio, el pesado bulto negro semejante a un perro seguía roncando. Ni siquiera el estridente chillido del vigía había logrado transmitir más que una leve contracción a aquel bulto articulado.

De haber considerado posible llegar a la mesa del profesor y regresar a su sitio antes de la entrada de Bostezoyerto y el claustro de profesores, cualquiera de los muchachos de la primera fila habría corrido a retirar los pliegues de la toga de Bellobosque de encima de su durmiente cabeza, que descansaba hundida entre sus brazos encima del escritorio, y lo habría zarandeado hasta devolverlo a un estado cercano a la conciencia; porque el bulto negro e informe era, en efecto, el viejo maestro en persona, perdido bajo el toldo de su toga, que sus alumnos le habían echado por encima de la reverenda cabeza como hacían siempre que se quedaba dormido.

Pero no había tiempo. El chirrido de las ruedas se había interrumpido. Se oyó un gran alboroto de tropezones y pies que se arrastraban mientras los profesores cerraban filas detrás de su jefe. El pomo de la puerta empezó a girar.

Cuando la puerta se abrió, se pudo ver a unos treinta muchachos inclinados sobre sus pupitres escribiendo furiosamente, con los ceños fruncidos por la concentración.

Durante un momento reinó un terrible silencio.

Y entonces, desde detrás de la silla de Bostezoyerto, la voz del señor Mosca, el bedel, gritó:

—¡El director!

Y la clase se puso de pie precipitadamente. Todos excepto Bellobosque.

Las ruedas empezaron a chirriar de nuevo cuando el bedel empujó la trona por uno de los pasillos manchados de tinta que quedaban entre las filas de pupitres.

Para entonces los birretes habían seguido al director al interior de la sala y bajo esos birretes era fácil reconocer los rostros de Opus Chiripa, Cañizo, Percha-Prisma, Chirlomirlo, Franegato, Jirón y Mustio, Florimetre y los demás. Bostezoyerto, que estaba visitando las aulas, tras inspeccionar cada una de ellas había enviado a los chiquillos al patio de piedra roja y había retenido a los profesores, de manera que a esas alturas llevaba a la casi totalidad del claustro pegada a los talones. Los muchachos no tardarían en ser desplegados en amplios abanicos para pasarse el día buscando a Titus, porque era en efecto su desaparición la causa de aquella actividad sin precedentes.

¡Qué misericordioso es que un hombre ignore su futuro inmediato! ¡Qué terrible y paralizante hubiera sido que todos los presentes supieran lo que estaba a punto de suceder en cosa de segundos! Porque ni siquiera el conocimiento previo podría haber impedido el suceso que se abatió súbitamente sobre ellos.

Los alumnos seguían todavía de pie y el señor Mosca, que había llegado al final del pasillo de pupitres, se disponía a girar la trona hacia la izquierda y empujarla hasta el pie del escritorio de Bellobosque para que Bostezoyerto pudiera hablar con el más veterano de sus profesores, cuando se produjo la catástrofe que hizo que incluso la terrible desaparición de Titus quedara en el olvido. ¡La Mosca había resbalado! Sus pies habían volado de debajo de su vivaracho cuerpo y sus pasos menudos y engreídos se habían convertido de pronto en una confusión de piernas que iban de acá para allá como las de una rana. Pero a pesar de tanta contorsión, no consiguieron aferrarse al resbaladizo suelo, pues había pisado la mortífera tabla que había sido devuelta, al revés, a su lugar bajo el escritorio de Bellobosque.

La Mosca no tuvo tiempo de soltar la trona, que osciló sobre él como una torre. Y entonces, mientras la larga fila de los miembros del claustro miraba cada cual por encima del hombro de quien tenía delante y los chicos seguían de pie junto a sus pupitres, paralizados, ocurrió ante sus ojos la cosa más terrible que les había sido dado contemplar.

Al estrellarse La Mosca contra el entarimado, las ruedas de la trona giraron como trompos dando su último alarido, y el destartalado escritorio saltó como enloquecido mientras desde su cima algo salía disparado hacia las alturas. ¡Era Bostezoyerto!

Descendió desde algún punto próximo al techo como un visitante de otro planeta o desde los dominios cósmicos del Espacio Exterior, y se precipitó hacia el suelo con todos los signos del Zodíaco revoloteando a su alrededor.

De haber tenido una larga trompeta de bronce en los labios y el poder de arquear la espalda y enderezarla al acercarse al suelo y barrer la sala volando sobre las cabezas de los profesores en un frenesí de ropas sueltas, y salir luego por la ventana y a través de la copa del plátano y sobrevolar el lomo de Gormenghast para desaparecer para siempre del mundo racional, sólo entonces, si hubiera tenido el poder de hacer todo esto, se habría podido evitar aquel sonido espantoso, aquel sonido espantoso y desagradable que ninguno de los niños o profesores que lo oyeron aquella mañana pudieron olvidar jamás. Oscureció el corazón y el cerebro. Oscureció la misma luz del sol en aquella clase de verano.

Pero no bastó con que sus oídos se vieran perturbados por el sonido de un cráneo que se rompía como si fuera un huevo. Como si todo se confabulara para producir el máximo horror, el destino quiso que el director, al descender en una línea absolutamente vertical, golpeara el suelo con la coronilla y quedara tieso sobre ésta, en un horroroso equilibrio posibilitado por una forma prematura de rigor mortis.

Allí cabeza abajo, el blando, imponderable y flácido Bostezoyerto, ese arquetipo de los deberes delegados, de la negación y la apatía, parecía poseer más vida de la que nunca había tenido. Sus miembros, agarrotados en el espasmo de la muerte, se veían verdaderamente musculosos, y el cráneo aplastado parecía sostener un cuerpo que de pronto había descubierto su razón para vivir.

Tras el jadeo de horror que recorrió la soleada clase, el primer movimiento se advirtió entre los escombros de lo que hasta hacía un momento era la trona.

El bedel emergió con los cabellos rojos erizados, los vivarachos ojos fuera de las órbitas y los dientes castañeteando de terror. Al ver a su amo cabeza abajo, se dirigió a la ventana, ya sin ningún rastro de engreimiento en sus andares, pues su sentido del decoro había sido tan ultrajado que lo único que deseaba era acabar con su vida lo antes posible. Encaramándose al alféizar de la ventana, La Mosca dejó colgar las piernas y luego saltó al patio de treinta metros más abajo.

Percha-Prisma salió de entre las filas de los profesores.

—Todos los niños se dirigirán de inmediato al patio de piedra roja —dijo en un agudo y vibrante staccato—. Todos los niños esperarán allí en silencio hasta que reciban instrucciones. ¡Perejil!

Un joven con la boca abierta y los ojos vidriosos dio un respingo, como si le hubieran golpeado. Consiguió arrancar sus ojos del invertido Bostezoyerto, pero no pudo recuperar su voz.

—Perejil —repitió Percha-Prisma—, tú guiarás a la clase… y tú, Cebollino, tú cerrarás la marcha. ¡Vamos, de prisa, de prisa! Volved las cabezas hacia la puerta, así. ¡Tú!, ¡sí, tú, Salvia Menor! ¡Y tú también, Menta o como te llames, a ver si espabiláis! ¡Venga, venga, venga!

Estupefactos, los escolares empezaron a salir en fila de la clase, pese a la advertencia, con las cabezas vueltas hacia su difunto director.

Tres o cuatro profesores más se habían recuperado hasta cierto punto de la horrible conmoción inicial y ayudaron a Percha-Prisma a sacar de la sala a lo que quedaba de la clase.

Por fin el lugar quedó libre de niños. El sol jugueteaba entre los pupitres vacíos; iluminaba los rostros de los profesores, aunque parecía que dejaba sus togas y birretes tan negros como si éstos aún permanecieran en la sombra; e iluminaba también las suelas de las botas de Bostezoyerto, que apuntaban directamente al techo.

Echando una mirada a los profesores, Percha-Prisma comprendió que le tocaba a él hacer el siguiente movimiento. Sus negros ojillos brillaron y adelantó lo poco que tenía de mentón. Su cara porcina, redonda e infantil, se aprestó para la acción.

Abrió la boca remilgada y feroz y se disponía a pedir ayuda para enderezar el cadáver cuando una voz sofocada surgió del lugar más inesperado. Sonaba a la vez cercana y lejana, y era difícil distinguir las palabras, pero durante uno o dos instantes la voz se hizo menos borrosa.

—No, no lo creo, yo os defenderé —decía— por este amor largo tiempo perdido, mi reina, mientras Bellobosque os proteja… —prosiguió la voz amodorrada en su sueño—… cuando el león… se abata… sobre ti… le arrancaré las melenas. Cuando las serpientes te silben amenazadoramente yo las pisotearé… probablemente… y dispersaré las aves de presa a diestro y siniestro.

Se oyó un prolongado silbido bajo la capas de toga y entonces, de pronto, con un estremecimiento, la masa invertebrada empezó a enderezarse al tiempo que la cabeza amortajada de Bellobosque se iba levantando lentamente de sus brazos. Aun antes de haberse librado de la última capa de toga, se sentó en su silla tutelar y, mientras sus manos se esforzaban por desembarazar del todo la cabeza, su voz brotó de la oscuridad de la tela.

—… ¡Nombradme un istmo! —tronó—. ¿Tirapúa?… ¿Fuegofatuo?… ¿Gorrionzuelo?… ¿Trefe?… ¿Liento?… ¿Cómo? ¿Nadie puede decirle el nombre de un istmo a su anciano maestro?

De un tirón libró su cabeza del último pliegue de la toga y su noble rostro, alargado y débil, quedó expuesto, tan desnudo y venerable como el de un monstruo marino.

Pasaron unos momentos antes de que sus pálidos ojos azules se acostumbraran a la luz. Alzó su ceño esculpido y parpadeó.

—Nombradme un istmo —repitió, pero con menos interés, pues empezaba a percatarse del silencio que reinaba en el aula.

—¡Nombradme… un… istmo!

Sus ojos se habían habituado lo suficiente a la luz para ver, justo delante de él, el cuerpo del director en equilibrio sobre la cabeza.

En medio del insólito silencio, su atención estaba tan concentrada en la aparición que tenía delante que apenas advirtió la ausencia de sus alumnos.

Bellobosque se puso de pie y se mordió los nudillos adelantando un tanto la cabeza. Volvió a encogerla y se sacudió como un gran perro; luego se inclinó hacia delante y volvió a mirar con atención. Había rezado porque todavía estuviera dormido, pero no, aquello no era un sueño. No sabía que el director estaba muerto y por eso, con un gran esfuerzo (en la creencia de que se había producido un cambio fundamental en la psique de Bostezoyerto y de que éste, en un acceso de exhibicionismo, estaba mostrándole a Bellobosque aquella proeza de equilibrio), él, Bellobosque, empezó a batir palmas con sus manos grandes y delicadas en una sucesión de aplausos deferentes y adoptó la expresión de alguien a la vez sorprendido e intrigado, con los hombros echados hacia atrás, la cabeza inclinada, las cejas enarcadas y el gran índice de la mano derecha en los labios. La línea de su boca se alzaba a cada extremo, pero esa curva ascendente podría muy bien haber sido descendente, dada su incapacidad para disimular su consternación.

Los enfáticos aplausos sonaron solitarios, levantando grandes ecos en la sala. Bellobosque volvió la vista a su alumnado, como buscando apoyo o una explicación, pero no encontró ni lo uno ni lo otro, sólo el infinito vacío de los pupitres desiertos atravesados oblicuamente por los anchos y brumosos rayos del sol.

Se llevó la mano a la cabeza y se dejó caer en la silla.

—¡Bellobosque! —Una voz seca y cortante a sus espaldas le hizo volverse en redondo. Allí, en doble fila, tan silenciosos como Bostezoyerto o los pupitres vacíos, aguardaban los profesores de Gormenghast como un coro masculino o una parodia del Juicio Final.

Bellobosque se levantó con dificultad y se pasó la mano por la frente.

—La vida misma es un istmo —dijo una voz junto a él.

Bellobosque volvió la cabeza. Tenía la boca entreabierta y mostraba sus dientes cariados en una sonrisa nerviosa.

—¿Qué es todo esto? —dijo, agarrando la toga de su interlocutor a la altura del hombro y tirando de ella.

—Haz el favor de controlarte —dijo la voz, que era la de Jirón—. Es una toga nueva, gracias. Decía que la vida es un istmo.

—¿Por qué? —dijo Bellobosque, pero con un ojo todavía fijo en Bostezoyerto. En realidad no estaba escuchando.

—¡Me preguntas por qué! —exclamó Jirón—. ¡Piensa, hombre! Nuestro director —dijo, dedicando una ligera inclinación al cadáver— se encuentra ya en el segundo continente, el continente de la muerte. Pero mucho antes ya estaba…

El señor Jirón fue interrumpido por Percha-Prisma, que gritó:

—¡Señor Chiripa!, ¿podría echarme una mano?

Pero a pesar de todos sus esfuerzos, lo único que pudieron hacer con Bostezoyerto fue darle la vuelta. De algún modo lograron colocarlo en la silla de Bellobosque como paso previo a su traslado a la morgue de los profesores, aunque, más que sentarlo en ella, tuvieron que apoyarlo contra ella, porque estaba tan rígido como una estrella de mar.

Sin embargo lo envolvieron cuidadosamente en su toga y le cubrieron el rostro con el trapo de borrar la pizarra y, cuando al fin encontraron su birrete bajo los escombros de la trona, se lo pusieron con el debido decoro en la cabeza.

—Caballeros —dijo Percha-Prisma cuando estuvieron de nuevo en la sala de profesores después de que un joven miembro del claustro fuese despachado a casa del doctor, a avisar al enterrador y al patio de arenisca roja para informar a los alumnos de que pasarían el resto del día en una búsqueda organizada de su condiscípulo Titus—, caballeros —repitió—, hay dos cosas de la máxima importancia. En primer lugar, la búsqueda del joven conde debe iniciarse de inmediato a pesar de la interrupción y, en segundo lugar, se debe nombrar en seguida un nuevo director para evitar la anarquía. A mi modo de ver —dijo Percha-Prisma sujetándose las hombreras de la toga mientras se balanceaba adelante y atrás sobre los talones—, a mi modo de ver, la elección debería recaer, como es habitual, en el miembro de mayor edad del claustro, sean cuales sean sus aptitudes.

Sobre esto hubo un acuerdo inmediato. Como un solo hombre todos vieron un futuro aún más ocioso desplegando sus indolentes vistas ante ellos. Únicamente Bellobosque estaba irritado. Pues con el orgullo se mezclaba el resentimiento porque Percha-Prisma se hubiese hecho con la situación. Como probable director, él ya debería haber tomado la iniciativa.

—Maldito seas, Prisma, ¿qué insinúas con lo de «sean cuales sean sus aptitudes»? —gruñó.

Una terrible convulsión en el centro de la sala, donde el señor Opus Chiripa yacía despatarrado en uno de los pupitres, reveló que dicho caballero luchaba por recuperar el aliento.

Aullaba de risa, aullaba como un centenar de sabuesos, pero sin emitir ningún sonido. Se convulsionaba y se mecía y las lágrimas le corrían a raudales por la basta cara masculina cuya barbilla, semejante a una larga hogaza de pan, apuntaba, temblorosa, al techo.

Apartando la vista de Percha-Prisma, Bellobosque examinó al señor Chiripa. Su noble rostro se había congestionado pero, de pronto, la sangre lo abandonó. Durante un fugaz instante, Bellobosque contempló su destino. ¿Acaso no iba a ser un líder de hombres? ¿Acaso no era aquél uno de esos momentos cruciales en los que la autoridad ha de ejercerse o reprimirse para siempre? Allí estaban, en pleno cónclave. Allí estaba él, Bellobosque, sobre sus pies de barro, revelando su debilidad ante sus colegas. Había algo en él que no concordaba con la orgullosa expresión de su cara, pero en ese momento supo que estaba hecho de una pasta mejor. Él había conocido la ambición. Cierto que había sido hacía mucho tiempo y que ahora ya no le preocupaban esas cosas, pero la había conocido.

Dándose cuenta de que si no actuaba en aquel momento no lo haría nunca, el señor Bellobosque cogió con determinación un gran frasco de peltre lleno de tinta roja de la mesa que tenía al lado y, al acercarse al señor Chiripa y descubrir que tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y las fuertes quijadas abiertas de par en par en un paroxismo de risa sísmica, vertió todo su contenido por el embudo de la garganta de Chiripa con un seco golpe de muñeca.

—Percha-Prisma —dijo, volviéndose al claustro y empleando un tono de tan patriarcal autoridad que sobresaltó a los profesores tanto como el vertido de la tinta—, usted se encargará de organizar la búsqueda de su señoría. Que el personal le acompañe al patio de arenisca roja. Franegato, ocúpese de llevar al señor Chiripa a la enfermería y avise al doctor para que lo atienda. Esta noche me informarán de sus progresos. Estaré en el despacho del director. Buenos días, caballeros.

Volviéndose con una majestuosa sacudida de su cabellera de plata, abandonó la sala con la toga ondeando al viento y el viejo corazón latiendo agitadamente. ¡Oh, el placer de dar órdenes! ¡Oh, qué placer! En cuanto cerró la puerta a sus espaldas corrió hasta el despacho con monstruosos brincos y se dejó caer en el sillón del director, en adelante su sillón. Encogió las rodillas y se las abrazó, se recostó de lado contra el respaldo y, por primera vez en muchos años, lloró de verdadera felicidad.