Muy por debajo de Titus, como una reunión de personas, se alzaban una docena de bosquecillos. Entre uno y otro la áspera tierra centelleaba aquí y allá donde unos hilos de agua reflejaban el cielo.
Apartados de esta confusión de ríos relumbrantes, zarzas y achaparrados espinos, los grupos de árboles se alzaban con una peculiar autoridad.
Para Titus aquellos bosquecillos parecían curiosamente vivos, pues cada soto era singularmente distinto de los demás aunque todos fueran semejantes en tamaño y estuvieran formados exclusivamente por una mezcla de fresnos y sicómoros.
Pues, mientras el grupo más próximo a Titus estaba de un humor irritable, y ninguno de los árboles quería cuentas con su vecino, dándose las encorvadas espaldas, a menos de cien pies de allí otro soto se encontraba en un estado de suspensa excitación, como si las cabezas de los árboles que lo componían se inclinasen sobre algún secreto verde y susurrante. Sólo uno de los árboles había alzado un tanto la cabeza, aunque la ladeaba como si no quisiera perderse ni una sílaba de la chispeante conversación que se mantenía junto a su hombro. Titus desplazó la mirada y reparó en otro grupo en el que, retirados y dándole a medias la espalda, doce árboles miraban de soslayo a uno que se alzaba en solitario. Este no quería nada con ellos, y era evidente que se negaba a mirarlos con desdén.
Había árboles que se apiñaban como si tuvieran frío o miedo. Los había que gesticulaban. Otros parecían sostener a uno de los suyos que parecía herido. Estaban los grupos arrogantes y los pesarosos, con las cabezas gachas, los sotos exultantes y aquellos en los que todos los árboles parecían dormidos.
El paisaje estaba vivo, pero también lo estaba Titus. Después de todo, no eran más que árboles: ramas, raíces y hojas. Aquél era el día del niño, no había tiempo que perder.
Le había dado esquinazo a aquella gris hilera de torres. Las piedras y helechos de la montaña rodeaban a Titus y los rayos del sol de la mañana bailoteaban sobre ellos formando una luminosa neblina sobre el suelo.
Una libélula revoloteó sobre una roca junto a su codo y en ese mismo instante Titus reparó en un gran griterío de pájaros que venía de más allá de los sotos.
Al norte de estos bosques se extendían los brillantes llanos, pero el lugar de donde procedían las voces de los pájaros, lejanas y claras, estaba mucho más al oeste y más próximo a la falda de la montaña en la que él estaba. Allí donde los extensos bosques se mecían al sol. Una línea verde tras otra, una masa de follaje tras otra ondeando contra el mellado horizonte.
El anhelo de Titus se concretó. Ya no tenía remordimientos por haberse escapado. Ardía de curiosidad.
¿Qué se gestaba entre aquellos altos muros de hojas, aquellos muros verdes y soleados? ¿Y en las sombras interiores? ¿Y en las terrazas cubiertas de bellotas y los vacíos pasadizos de hojas? La conciencia de haber hecho novillos había quedado aturdida bajo el martilleo de su excitación.
Titus quería galopar, pero las pendientes de esquisto y piedras sueltas eran demasiado peligrosas. Sin embargo, a medida que se iba abriendo camino hacia los niveles inferiores, el terreno fue haciéndose más transitable y pudo recorrer considerables trechos a mayor velocidad.
La verde muralla del bosque fue elevándose cada vez más hacia el cielo soleado a medida que él se acercaba, y al fin tuvo que levantar la cabeza para poder ver las ramas superiores.
Gormenghast quedaba al oeste, oculta tras una elevación del terreno. Hacia el este y detrás de Titus, las faldas de la montaña trepaban en feas plataformas. Refrenó el caballo y se deslizó hasta el suelo.
El terreno que lo rodeaba estaba cubierto de una hierba sedosa, de un color ceniciento que emitía un peculiar resplandor blanquecino. Unos ásperos peñascos yacían diseminados aquí y allá y a la sombra de sus ceños severos y sus mentones prominentes crecían en profusión distintas variedades de helechos.
Las lagartijas correteaban sobre las superficies calientes y al primer paso de Titus hacia la muralla del bosque, una serpiente bajó de una roca deslizándose como un arroyo y se cruzó velozmente en el camino del niño haciendo sonar los anillos sueltos de su cola.
¿Qué significaba todo aquello? Una serpiente de cascabel, un pequeño valle de hierba sedosa, algunos peñascos con lagartos y helechos y la muralla verde del bosque. ¿Por qué aquellas cosas se sumaban para arrojar un total tan emocionante y asombroso?
Titus anudó flojamente las riendas al cuello del pony y le dio un buen empujón en dirección a Gormenghast.
—Ve a casa —le dijo.
El pony volvió la cabeza hacia él un momento y luego, sacudiéndola de un lado a otro, echó a andar. En un instante había desaparecido sobre la elevación del terreno y Titus se encontró verdaderamente solo.