Tres rayos de sol naciente hendían la oscuridad y parecían incendiar la tierra allí donde caían. El brillo del rayo más cercano revelaba una maraña, microscópicamente perfecta, de ramas caprichosamente entrelazadas que centelleaban a la deriva en la oscuridad.
La segunda de estas islas inundadas de luz parecía flotar inmediatamente por encima de la primera, porque cielo y tierra formaban allí una única cortina de oscuridad. En realidad estaba igual de alejada pero, al estar suspendida de aquel modo, era imposible hacer estimaciones de distancia.
En su extremo septentrional brotaban de la tierra de color amarillo avispa ciertas formas más semejantes a erupciones de mampostería que a agujas y contrafuertes de roca natural. El haz de sol había descubierto apenas el dedo de una morada que, ensanchándose a medida que se internaba en la oscuridad circundante hacia el septentrión, se convertía en un puño de piedras que, a su vez, trepando por la muñeca y el antebrazo hasta un codo parecido a un panal aplastado, subía internándose en la oscuridad hasta un lúgubre hombro carcomido por el tiempo que se expandía para formar un cuerpo montañoso de torres inmemoriales.
Pero nada de todo esto era visible, salvo el rutilante y mellado extremo de un dedo de piedra.
La tercera isla tenía forma de corazón, un corazón brillante de espigas en llamas.
Un caballo se aproximaba a la linde oscura de esta tercera luz. No parecía mayor que una mosca. Titus iba montado en él.
Al cruzar la cortina de tinieblas que lo separaba de su hogar semejante a una ciudad, Titus frunció el ceño. Aferraba con una mano las crines de su montura y su corazón latía ruidosamente en el silencio absoluto. Pero el caballo avanzaba sin vacilar y su movimiento regular tranquilizó al niño.
De pronto, una nueva isla de luz, que se acercaba ondeando desde el este, ampliando sin cesar sus márgenes cambiantes, como para apartar las tinieblas, creó en la oscuridad un fantástico caleidoscopio de rocas y árboles y valles y montañas veloces. Una diminuta y nítida tracería llameaba en el litoral fluctuante de la isla. Esta corriente de luz fue seguida por otra y por otra más. Unos grandes claros de color azafrán se abrieron en el cielo y entonces, de horizonte a horizonte, el mundo fue luz desnuda.
Titus gritó. El caballo sacudió la cabeza y, entonces, sobre la tierra de sus antepasados, el niño galopó de regreso a casa.
Pero en la emoción del galope, Titus apartó la vista de las torres del castillo, que se elevaban cada vez más altas en el horizonte, y la volvió hacia donde, envuelta en las frías nieblas del amanecer, la lejana Montaña de Gormenghast, con su cumbre en forma de garra, lanzaba su desafío al aire helado: «¿Te atreves? —parecía gritar—. ¿Te atreves?».
Titus se alzó sobre los estribos y tiró de las riendas para frenar al caballo, porque una extraña confusión de voces e imágenes batallaban en su cuerpo jadeante. Allí sentado, tembloroso, medio vuelto en la silla de montar, los bosques, verdes y húmedos como la aventura misma, lo abrazaron con sus ramas espinosas y las frondas húmedas le acariciaron las costillas. Sintió en la boca el sabor amargo de las hojas, y el olor acre de la tierra del bosque, ennegrecida por los helechos en descomposición, le ardió por un momento en las fosas nasales.
Su mirada había viajado desde la alta y desnuda cumbre de la Montaña de Gormenghast hasta los bosques sombríos, y de nuevo se había vuelto al cielo. Titus contempló el ascenso del sol y sintió el inicio del día. Hizo girar al caballo y le volvió la espalda a Gormenghast.
El puño de la Montaña centelleaba en un vasto yermo de luz. Sus feos contornos lo contenían todo o bien no contenían nada, y su peculiar vacuidad despertaba la imaginación.
Y volvió a oírse la voz.
«¿Te atreves? ¿Te atreves?».
Y una multitud de voces se unió a ésa. Voces procedentes de los claros iluminados por el sol, de los pantanos y los lechos de grava, de las aves de los verdes brazos del río, del lugar donde habitan las ardillas y se mueven los zorros y los pájaros carpinteros espesan la soñolienta quietud del día con su lejano golpeteo arcádico; del lugar donde el hueco podrido de algún árbol, lleno de abundancia, brilla como iluminado desde dentro por el dulce y secreto hogar de las abejas silvestres.
Titus se había levantado una hora antes del toque de la campana. Se vistió apresuradamente sin hacer ruido y recorrió de puntillas los salones silenciosos hasta llegar a una puerta en el lado meridional. Después cruzó corriendo un patio amurallado y llegó a los establos del castillo. La mañana era negra y sombría, pero Titus estaba impaciente por encontrarse en un mundo sin Muros. Por el camino se detuvo ante la puerta de Fucsia y llamó.
—¿Quién es? —dijo la voz extrañamente ronca de su hermana desde el otro lado.
—Soy yo —dijo Titus.
—¿Qué quieres?
—Nada —respondió Titus—. Salgo a montar un rato.
—Hace un tiempo de perros —dijo Fucsia—. Adiós.
—Adiós —dijo Titus, y había reanudado su avance de puntillas por el corredor cuando oyó el sonido de un pomo al girar. Al volverse, vio no sólo a Fucsia entrando de nuevo en su dormitorio, sino, en el mismo momento, algo que viajaba muy de prisa por el aire en dirección a su cabeza. Levantó el brazo para protegerse la cara y, más por accidente que por habilidad, descubrió que su mano había agarrado al vuelo un trozo de pastel grande y pegajoso.
Titus sabía que no le estaba permitido salir del castillo antes del desayuno. Sabía que aventurarse más allá de las Murallas Exteriores era desobedecer por partida doble. Como único superviviente de un célebre linaje tenía que cuidarse más de lo normal. Estaba obligado a dar detalles de adónde iba y cuándo, de manera que si se retrasaba se supiera de inmediato. Pero el día, por sombrío que fuera, no pudo reprimir el deseo que había ido creciendo en él en las últimas semanas: el deseo de cabalgar mientras el resto del mundo dormía, de beber el aire primaveral a bocanadas mientras su caballo galopaba sobre los campos de abril más allá de las Moradas de Extramuros… De fingir, mientras galopaba, que era libre.
¡Libre!
¿Qué podía significar tal noción para Titus, que apenas sabía lo que era ir de un lugar a otro en su hogar sin que lo vigilaran, guiaran o siguieran y que nunca había conocido la incomparable intimidad de ser un desconocido, de no llevar un nombre famoso, de no tener linaje, de ser algo sin interés para el ojo disimulado del mundo adulto, de ser una criatura que crece como se arrastra un piel roja: de la infancia a la juventud, de un año al siguiente, como quien se desliza de un matorral a otro, de una emboscada a otra, espiando desde la ventajosa posición de la copa del árbol de la juventud?
A la vista del paisaje agreste que rodeaba Gormenghast y que se extendía de horizonte a horizonte como si el castillo fuera una isla de náufragos situada en medio de aguas desoladas alejadas de las rutas comerciales, ante tal sensación de espacio vacío, ¿cómo podía saber Titus que la vaga y difusa insatisfacción que había empezado a sentir de tanto en tanto era el desasosiego de una criatura enjaulada?
El niño no conocía otro mundo. Allí, a su alrededor, ardían las materias primas: los accesorios y decorados de la aventura, una aventura apasionada, oscura y asexuada, peligrosa y arrogante.
Ante él se extendía el futuro con su infinito ritual y cargado de pedantería, pero algo latió en su garganta y Titus se rebeló.
¡Hacer novillos! ¡Novillos! Era como ser un conquistador… o un demonio.
Y por eso había ensillado su pequeña yegua gris y se había adentrado en la oscura mañana de abril. En cuanto hubo franqueado uno de los arcos de la Muralla Exterior y avanzado a medio galope hacia los bosques de Gormenghast se sintió perdido sin remedio. Al punto tuvo la sensación de que las nubes habían acabado con toda la luz del cielo y se encontró tratando de abrirse paso entre las ramas que lo golpeaban en la oscuridad. En otro momento, su caballo se hundió hasta las corvas en una helada ciénaga y, tembloroso, el animal retrocedió con dificultad buscando un terreno más firme para sus cascos. Cuando el sol estuvo más alto, Titus intentó ver dónde se encontraba. Y de pronto los largos rayos del sol lograron atravesar la oscuridad y vio a lo lejos —mucho más lejos de lo que hubiera creído posible— la pared brillante de uno de los promontorios occidentales del castillo.
Luego el sol inundó el cielo hasta que no quedó ni un jirón de nube y la emoción del miedo se transformó en la emoción de la expectativa, de la aventura.
Titus sabía que a esas alturas ya habrían advertido su ausencia. Debían de haber terminado de desayunar, pero la alarma habría sonado mucho antes del desayuno, en el dormitorio. Titus imaginaba la ceja enarcada de su profesor en el aula al ver el pupitre vacío y podía oír el murmullo y las especulaciones de los alumnos. Y entonces sintió algo más emocionante que el cálido beso del sol en la nuca: una aguda ráfaga del frío aire de abril en la cara, algo peligroso y terriblemente excitante, algo estridente que le silbaba a través del estómago revuelto y le bajaba por los muslos. Parecía como si el heraldo de la aventura le susurrara que hiciera volverse al caballo, mientras la amable luz dorada del sol murmurase el mismo mensaje con voz adormilada.
Durante un momento, Titus experimentó una percepción de sí mismo tan intensa que las figuras del castillo se convirtieron en meras marionetas de su imaginación. Tiraría de ellas con una mano y las arrojaría al foso cuando regresara —si es que regresaba—. ¡Nunca más volvería a ser esclavo de ellas! ¿Quiénes eran ellos para decirle que tenía que ir a la escuela, que prestara atención a esto o aquello? Él no sólo era el septuagésimo séptimo conde de Gormenghast, sino Titus Groan por derecho propio.
—¡Muy bien! —gritó para sí—. ¡Se lo demostraré! —Y, clavando los talones en los flancos de la yegua, enfiló hacia la Montaña.
Pero la fría ráfaga de aire primaveral en el rostro de Titus no sólo fue el preludio de su escapada. Anunciaba también una nueva alteración del tiempo, tan rápida e inesperada como la aparición del sol. Pues aunque no había nubes en las capas superiores del aire, el sol parecía velado por una neblina y el calor en el cuello de Titus era menos intenso.
Sólo cuando hubo cubierto más de tres millas de su expedición rebelde y se encontró en los bosques de avellanos que conducían a las estribaciones de la Montaña de Gormenghast advirtió Titus la presencia de bruma en la atmósfera. A partir de ese momento pareció como si una blancura empezara a crecer sobre su cabeza, a brotar de la tierra y a congregarse alrededor. El sol pronto fue un disco pálido y al poco desapareció por completo.
Ya no había vuelta atrás: Titus sabía que se perdería tan pronto como hiciera dar la vuelta al caballo. No veía más que un pálido brillo que poco a poco se hacía más tenue, un resplandor situado justo delante y por encima de su cabeza. Era la mitad superior de la Montaña de Gormenghast, que brillaba entre las brumas cada vez más densas.
Su única esperanza era subir para escapar del vapor blanco y, forzando al caballo a adoptar un peligroso trote, porque la visibilidad se reducía sólo a un par de yardas, Titus avanzó hacia las pendientes más altas guiado por el pálido resplandor de lo alto, y al cabo advirtió que el aire se hacía más tenue. Cuando el sol empezó a brillar de nuevo sin trabas y los retazos de niebla más altos quedaron a cierta distancia por debajo, Titus tuvo plena conciencia de lo que era estar solo. Aquélla era una soledad que no había experimentado nunca: el quieto silencio de una elevación a cuyos pies se extiende un fantasmagórico mundo de vapor.
Lejos, en el oeste, flotaba el paisaje de tejados de su opresivo hogar, tan ligeros como si cada piedra fuera un pétalo. Alineadas bajo los tejadillos que, a modo de mandíbulas, coronaban la gran cabeza, un centenar de ventanas del tamaño de dientes reflejaban el amanecer. Había en la naturaleza de estas ventanas más del hueso o de la piedra en la que estaban encajadas que del cristal. En contraste con la apatía de aquellas superficies de vidrio, que se intercalaban en la distante mampostería con tanta frialdad, unos mantos de hiedra se extendían como agua oscura sobre los tejados y los millones de húmedos párpados en forma de corazón pestañeaban como inquietos.
La cima de la montaña centelleaba en lo alto. ¿Es que no había más criatura viviente en aquellas desoladas pendientes que el pequeño fugitivo? Parecía como si el corazón del mundo se hubiera detenido.
Las hojas de hiedra se agitaban levemente y aquí y allí una bandera ondeaba flojamente en su mástil, pero no había vitalidad ni propósito en aquellos movimientos, del mismo modo que los largos cabellos de un cadáver movidos por el viento no pueden negar la muerte del cuerpo al que lisonjean.
Ninguna cabeza asomó por aquellas altas ventanas semejantes a dientes que cubrían el ceño del castillo. Si alguien hubiera estado allí, habría visto el sol suspendido a un palmo de altura sobre los márgenes de la niebla que cubría el suelo.
Esta niebla se extendía de horizonte a horizonte, sosteniendo en su espumoso lomo la mole de las montañas como un cargamento flotante de feos peñascos y esquistos. Depositaba sus vapores en los flancos de la montaña, los depositaba a lo largo de las murallas del castillo, capa sobre capa, como una vasta marea insalubre. Muda, inmóvil, bajo algún sortilegio más poderoso que el de la luna, no tenía fuerza para el reflujo.
Ni un soplo brotaba de la montaña, ni un suspiro del velado castillo ni del vacío silencio de las brumas. ¿Es que no había pulso bajo el vapor ni un corazón que latiera? Pues aun el corazón más débil reverberaría sin duda en semejante silencio blanco, marcando su redoble en precipicios lejanos.
La luz del sol no manchaba el palio ceniciento. Era un sol blanco que parecía reflejar las brumas inferiores, quebradizo como un disco de cristal.
¿Acaso la Naturaleza estaba inquieta y experimentaba con sus distintos elementos? Porque en cuanto la niebla blanca se hubo asentado, como para siempre, tendiéndose pesadamente sobre el barranco como un arroyo de humo frío, sobre los llanos como un manto, tanteando con sus fríos dedos hasta la última madriguera de conejo, un viento gélido y tormentoso bajó del norte y, barriendo la tierra y dejándola desnuda de nuevo, cesó tan súbitamente como se había levantado, como si hubiera sido enviado con el mandato específico de dispersar la niebla. Y el sol volvió a ser una esfera de oro. El viento había pasado, la niebla se había levantado, las nubes habían desaparecido, el día era cálido y joven y Titus se encontraba en las laderas de la Montaña de Gormenghast.