Una tarde, en la clase de Bellobosque, Titus pensó por primera vez conscientemente en la idea del color: en que las cosas tenían colores, en que todo tenía su color particular y en el modo particular en que cada color cambiaba según el lugar donde estuviera, cómo fuera la luz y junto a qué se encontrara.
Bellobosque estaba medio dormido, igual que la mayoría de los chicos. Hacía bochorno en la sala y unas motas doradas de polvo llenaban el aire. Un gran reloj marcaba monótonamente el paso del tiempo. Una moscarda zumbaba despacio sobre la superficie de los cristales recalentados o su sonido de cítara se escuchaba mientras deambulaba lánguidamente entre los pupitres. Cada vez que pasaba por determinadas mesas, unas pequeñas manos manchadas de tinta intentaban agarrarla o las reglas chasqueaban en el aire cansado. A veces se posaba por un instante en un tintero o en la parte de atrás del cuello de la camisa de algún chico y juntaba las patas delanteras y luego las traseras y las frotaba, las afilaba, las amolaba o, como si fuera una dama ataviándose para un baile, se ponía un par de guantes largos e invisibles.
¡Oh, moscarda, mal te iría en un baile! Nadie bailaría mejor que tú, pero la gente te evitaría: serías demasiado original, te anticiparías a tu tiempo. Las otras damas no conocerían los pasos de tu baile, ninguna de ellas despediría el destello añil de tu ceño o tu costado, pero, moscarda, el caso es que tampoco lo querrían. Ésa es la triste verdad. El zumbido de su conversación no es el tuyo, moscarda. Nada sabes de escándalos y chismes, de halagos o jergas. Estarías perdida por mucho que sepas ponerte los guantes largos. Porque tu esplendor es, después de todo, una suerte de esplendor del horror. Sigue con tus tinteros y los cristales recalentados de las aulas y emite tu zumbido durante los largos trimestres de verano. Deja que el grandioso tictac del reloj ponga el contrapunto. Deja que el silbido de una vara, el impacto de una bola de papel, la conspiración susurrada sean tus eternos compinches.
Zumba, moscarda, sobre generaciones de muchachos, zumba en las prisiones de verano, porque los chicos se aburren. ¡Marca el paso del tiempo, reloj, márcalo! El joven Escarabeo está a punto de pelearse con «Camorrista»… El joven Canojo se muere por ver los capullos de sus gusanos de seda. Júpiter menor sabe dónde hay un nido de chorlito. ¡Marca el paso del tiempo, reloj, márcalo!
Sesenta segundos en un minuto, sesenta minutos en una hora, sesenta veces sesenta.
¿Multiplicar los seises y añadir cuántos ceros? Dos, supongo. Seis seises son treinta y seis. Treinta y seis y dos ceros son tres mil seiscientos. Tres mil seiscientos segundos en una hora. Queda un cuarto de hora para los gusanos de seda, para el «Camorrista», para el nido de chorlito. ¡Zumba, mosca, zumba! ¡Marca el paso del tiempo, reloj, márcalo! Divide tres mil seiscientos entre cuatro y réstale un poco por el tiempo que tardas en calcularlo.
3600 / 4 = 900
¡Novecientos segundos! ¡Oh, maravilloso, maravilloso! Son tan pequeños los segundos… Uno… dos… tres… cuatro… los segundos son tan enormes…
Los dedos manchados de tinta restriegan la frente a través del flequillo, la pizarra es un borrón gris. Las tres últimas lecciones pueden atisbarse borrosamente, una detrás de otra, como en una perspectiva aérea. Una niebla de cifras olvidadas… mapas olvidados… lenguas olvidadas.
Pero mientras Bellobosque dormía, mientras Canojo tallaba, mientras el reloj hacía tictac, mientras la mosca zumbaba, mientras la sala nadaba en una vía láctea de motas de color miel, el joven Titus (manchado de tinta como los demás, adormilado como los demás, con la cabeza reclinada contra el muro cálido, pues su pupitre estaba pegado al cuero) había empezado a seguir un hilo de pensamientos, al principio perezosamente, distraído, sin excesivo interés, porque era el primer hilo de pensamientos que se había molestado en seguir hasta tan lejos. ¡Con cuánta pereza se separaban las imágenes unas de otras o se adherían por un instante al tejido de su mente!
Soñoliento, Titus se interesó no en su secuencia, sino en el hecho de que imágenes y pensamientos pudieran sucederse con tan poco esfuerzo. Y había sido el color de la tinta, el peculiar azul oscuro y mohoso de la tinta que llenaba el tintero empotrado en una esquina del pupitre, lo que había inducido a sus ojos a vagar sobre los escasos objetos agrupados bajo su mirada. La tinta, como había observado, era de un azul oscuro y mohoso, más bien sucio, profundo como el agua cruel en la noche. ¿Cuáles eran los otros colores? A Titus le sorprendió la riqueza, la variedad. Siempre había visto sus libros, llenos de huellas, como cosas que leer o cuya lectura había que eludir, como cosas que se perdían, cosas llenas de cifras o mapas. Pero en ese momento los veía como rectángulos de colores, azul desvaído o verde laurel, con las pequeñas ventanas cortadas en las portadas a través de las cuales, sobre la desnuda blancura de la primera página, había escrito su nombre.
La tapa del pupitre era de color sepia, con toques de marrón dorado e incluso amarillo allí donde la superficie se había roto o rajado. Su pluma, cuyo extremo había masticado hasta convertirlo en una cola subdivida en húmedas frondas, relucía como un pez y la tinta añil trepaba por el mango desde la plumilla emborronando primero la otrora prístina pintura verde del vientre de la pluma y luego la blancuzca cola mutilada.
Incluso vio su propia mano como un objeto coloreado antes de darse cuenta de que formaba parte de él: el color ocre de la muñeca, el negro de la manga y, entonces… y entonces vio la canica, la canica de cristal junto al tintero, con sus espirales con los colores del arco iris girando dentro del transparente y frío cristal blanco; los había en profusión. Titus la tocó y contó los hilos de colores que se retorcían en el interior —rojo, amarillo, verde, violeta, azul…— y el mundo blanco y cristalino, tan perfecto, que las envolvía, transparente, frío y terso, pesado y resbaladizo. ¡Cómo restallaban, cuando topaban unas con otras, cuando se deslizaban por el suelo y chocaban entre sí! ¡Sonaban como disparos contra la frente brillante y redonda de su enemigo! ¡Oh, hermosas canicas! ¡Oh, canicas rojo sangre! ¡Oh, esas nubladas, que nadan en sangre y leche! ¡Oh, mundos de cristal, que resonáis en los bolsillos, que los hacéis pesados!
¡Qué agradable era sostener aquella uva reluciente en una bochornosa tarde de verano, mientras el profesor dormía en su alto escritorio de madera tallada! ¡Qué agradable era sentir aquella cosa fría y resbaladiza en la palma caliente de su mano pegajosa! Titus la cogió y la sostuvo contra la luz. Al hacerla girar entre el pulgar y el índice, los hilos de colores empezaron a girar los unos en torno a los otros, a describir espirales, dando vueltas y más vueltas, dentro y fuera, en interminables circunvoluciones. Rojo, amarillo, verde, violeta, azul… Rojo… amarillo… verde… rojo… amarillo… rojo… rojo. Aislado en su mente, ese rojo se convirtió en un pensamiento, un pensamiento de ese color, y Titus regresó a una tarde pasada. El techo, las paredes, el suelo de su pensamiento eran rojos, estaba envuelto en ese color. Pero en seguida las paredes se contrajeron y todas las superficies se encogieron y finalmente convergieron en un punto. La imagen borrosa, la abstracción, había desaparecido y en su lugar había una pequeña gota de sangre, cálida y líquida. La luz la capturó en su brillo. Estaba en sus nudillos, pues, hacía un año, una tarde, en aquella misma aula, se había peleado con otro chico. Una rabia melancólica se apoderó de Titus al recordarlo. Aquella imagen que irradiaba un rojo tan intenso, aquella pequeña y brillante gota de sangre y otras sensaciones cruzaron esa rabia subyacente y despertaron en él una sensación de alegría, de confianza en sí mismo y también de miedo por haber derramado ese líquido rojo, esa corriente de legendario aunque muy real carmesí. Y la cuenta de sangre perdió definición, se desdibujó y entonces, cambiando su borroso contorno, se transformó en un corazón… un corazón. Titus se llevó las manos al pequeño pecho. Al principio no pudo escuchar nada pero, desplazando las yemas de los dedos, al fin sintió el doble latido y el tamborileo brotó tumultuoso de otra región de su memoria: el sonido del río una noche que, solo entre las altas espadañas, había visto a través de sus gruesos y negros tallos un cielo aprestado para la batalla.
Y las nubes de batalla cambiaban de forma a cada momento, ora arrastrándose por el firmamento de su imaginación como pieles rojas, ora coleando sobre las montañas como peces rojos con una cabeza como la de la arcana carpa del foso de Gormenghast, y a continuación cuerpos que se arrastraban tras ellos en festones semejantes a harapos o al follaje otoñal. Y el cielo a través del que estas criaturas nadaban incesantemente, en multitudes, se convirtió en el océano y las montañas bajo éstas eran corales submarinos y el sol rojo se transformó en el ojo de un dios subacuático que observaba ceñudo el lecho marino. Pero el gran ojo dejó de ser amenazador y se transformó en algo no mayor que la canica en la mano de Titus; pues, vadeando las aguas, hundidos hasta la cintura, dilatándose mientras iban aproximándose hasta que la presión quebró el marco de la fantasía, se acercaba una banda de piratas.
Eran altos como torres y sus ceños imponentes se proyectaban sobre sus ojos hundidos como salientes de roca. De sus orejas pendían aros de oro rojo y en la boca sujetaban chorreantes cimitarras. Salieron de la roja oscuridad con los ojos entrecerrados para protegerlos del sol y proyectando sobre los círculos de agua que se abrían y burbujeaban en torno a sus cinturas la luz abrasadora que reflejaban sus cuerpos. Sus dimensiones no dejaban ver nada más y, sin embargo, siguieron avanzando hasta que sus torsos de brillo metálico y sus cabezas peñascosas llenaron el cerebro del chiquillo. Y aun entonces siguieron adelante, hasta que sólo quedó espacio para la llameante cabeza del bucanero principal, un poderoso señor de los mares cuyo rostro estaba tan cubierto de costras y cicatrices como la rodilla de un niño, cuyos dientes habían sido tallados en forma de calaveras, cuya garganta ceñía el tatuaje de una serpiente escamosa. Y a medida que la cabeza se agrandaba, un ojo se hizo visible en la oscuridad de su cuenca y, en un instante, no pudo verse ya nada salvo ese órgano salvaje y siniestro. Durante un breve lapso permaneció allí, inmóvil. No había más en el ancho mundo que aquel… globo. Era el mundo y, de pronto, empezó a girar como el mundo. Y mientras giraba, empezó a crecer de nuevo, hasta que sólo la pupila llenó la conciencia. Y en la medianoche de esa pupila Titus vio su reflejo mirando adelante. Y alguien se le acercó desde la oscuridad de la pupila del pirata y un punto de luz herrumbrosa sobre el ceño de la figura se transformó en los apretados rizos de la cabellera de su madre. Pero antes de que ella pudiera alcanzarlo, su rostro y su cuerpo se disiparon y en lugar de la cabellera quedó el rubí de Fucsia. Y el rubí bailó en la oscuridad como si estuviera sujeto al extremo de una cuerda que alguien manejaba. Y, finalmente, también esto desapareció y la canica brilló en su mano con todas sus espirales de colores: amarillo, verde, violeta, azul, rojo… amarillo… verde… violeta… azul… amarillo… verde… violeta… amarillo… verde… amarillo… amarillo.
Y Titus vio con claridad no sólo el gran girasol de tallo cansado y espinoso que había visto a Fucsia llevar en los últimos dos días, sino una mano que lo sostenía, una mano que no era la de Fucsia. Sostenía la pesada planta en alto entre el pulgar y el índice, como si fuera la cosa más delicada del mundo. En cada dedo de aquella mano llameaban anillos de oro, de manera que parecía un guantelete de metal flamígero, un objeto protegido por una armadura.
Y entonces, de pronto, ocultándolo todo, un enjambre de hojas empezó a girar en el interior de Titus, una hueste de hojas amarillas que serpenteaban, subían y bajaban mientras el viento las arrastraba sobre un desierto sin árboles, y allá en lo alto, como una hoguera en el cielo, el sol brillaba sobre las hojas agitadas. Era un mundo amarillo, un mundo amarillo e inquieto, y Titus estaba empezando a deslizarse en las entrañas aún más profundas del color cuando Bellobosque despertó con un sobresalto, recogió la toga, como Dios recogiendo un torbellino, se la acomodó en torno al cuerpo, y dejó caer la mano con un golpe sordo e impotente sobre la lapa de su escritorio. Su cabeza absurdamente noble se irguió. Su mirada vacía y orgullosa se fijó finalmente en el joven Canojo.
—¿Sería abusar de ti —dijo al fin, con un bostezo que dejó al descubierto sus dientes cariados— preguntarte si un joven, un joven no demasiado estudioso llamado Canojo, se halla tras esa máscara de mugre y tinta, preguntarte si hay un cuerpo humano bajo ese sórdido montón de harapos y si ese cuerpo es también el de Canojo? —Volvió a bostezar. Uno de sus ojos apuntaba al reloj, el otro permanecía distraídamente sobre el joven alumno—. Lo plantearé en términos más sencillos: ¿eres tú realmente, Canojo? ¿Estás sentado en la segunda fila de delante? ¿Ocupas el tercer pupitre desde la izquierda? Y ¿estabas tú, si es que en efecto eres tú quien está detrás de ese morro azul oscuro, estabas tallando algo indescriptiblemente fascinante en la tapa de tu pupitre? ¿He despertado para sorprenderle en esa actividad, jovencito?
Canojo, una figura menuda y anodina, se agitó con malestar.
—Contéstame, Canojo. ¿Te dedicabas a tallar pensando que tu viejo profesor dormía?
—Sí, señor —dijo Canojo en un tono sorprendentemente chillón; tan chillón que él mismo se sobresaltó y miró alrededor como buscando el origen de la voz.
—¿Qué es lo que tallabas, muchacho?
—Mi nombre, señor.
—¿Cómo muchacho?, ¿todo entero?
—Sólo tengo hechas las tres primeras letras, señor.
Bellobosque se levantó envuelto en su toga. Su augusta y benigna figura avanzó por el polvoriento pasillo que quedaba entre los pupitres y se detuvo junto a Canojo.
—No has terminado la «N» —dijo con voz lúgubre y distraída—. Termina la «N» y déjalo ahí. Y deja el «OJO» para otras cosas… —Una inane sonrisa afectada empezó a cruzar lentamente la parte inferior de su cara—… como por ejemplo, tu libro de gramática —dijo con vivacidad, con un tono horriblemente afectado, y empezó a reírse de un modo que hacía presagiar que podía descontrolarse, pero una punzada de dolor lo paró en seco y se llevó la mano a la quijada, donde sus dientes pedían a gritos que los extrajeran.
—Levántate —dijo, pasados unos momentos y, sentándose al pupitre de Canojo, cogió la navaja que tenía delante y continuó tallando la «N» de «CAN» hasta que sonó una campana y el aula se convirtió en un torrente de niños en estampida dirigiéndose hacia la puerta de la clase como si del otro lado cada uno esperase encontrar la encarnación de sus sueños: las garras de la aventura, la cornamenta del romance caballeresco.
IRMA QUIERE UNA FIESTA
—¡Muy bien, pues, la tendrás! —exclamó Alfred Prunescualo—. La tendrás, te lo aseguro.
Había en su voz una desenfrenada y feliz desesperación. Feliz porque se había tomado una decisión, por insensata que fuera. Desesperada porque la vida con Irma era en cualquier caso un asunto desesperado, pero especialmente por lo relacionado con ese empeño suyo de dar una fiesta.
—¡Alfred! ¡Alfred! ¿Pondrás en ello tu empeño, Alfred? ¿Digo que si pondrás en ello tu empeño?
—Por ti me empeñaré trocito a trocito, Irma.
—¿Estás resuelto, Alfred?… ¿Digo que si estás resuelto? —preguntó sin resuello.
—Eres tú quien está resuelta, dulce Perturbación. Soy yo quien ha cedido. Pero así están las cosas. Soy débil, soy dúctil. Te saldrás con la tuya, aunque me temo que esa tuya está preñada con la posibilidad de las más monstruosas repercusiones…, pero tuya es, Irma, tuya es. Y una fiesta daremos. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!
Había algo que no sonaba del todo sincero en su risa chillona. ¿No había en ella acaso un deje de amargura?
—Después de todo —prosiguió, sentándose en el respaldo de una silla (con los pies sobre el asiento y la barbilla apoyada en las rodillas se parecía notablemente a un saltamontes)—… Después de todo, llevas mucho tiempo esperando. Mucho tiempo. Pero, como bien sabes, nunca te aconsejaría una cosa así. No eres de las que dan fiestas. Ni siquiera eres de las que van a fiestas. No hay en ti, hermana mía, ni una pizca de la frivolidad que hace que una fiesta resulte, pero estás decidida.
—Indeciblemente —confirmó Irma.
—¿Y confías en tu hermano como anfitrión?
—¡Oh, Alfred, ojalá pudiera! —susurró ella con aire sombrío—. Confiaría si dejaras de intentar que todo lo que dices suene ingenioso. ¡Me cansa tanto el modo que tienes de decir las cosas! Y en verdad no me gustan las cosas que dices.
—Irma —dijo su hermano—, a mí tampoco me gustan. En cuanto las oigo, me suenan a rancias. ¡Hay tanta distancia entre el cerebro y la lengua!
—¡Ésa es la clase de tontería que detesto! —chilló Irma con súbita pasión—. ¿Vamos a hablar de la fiesta o vamos a escuchar tus estúpidos suflés? Respóndeme, Alfred. Respóndeme ahora mismo.
—Hablaré a pan y agua. ¿Qué puedo decir?
Prunescualo se bajó del respaldo de la silla y se acomodó en el asiento. Acto seguido, se inclinó un poco hacia delante y, con las manos cruzadas entre las rodillas, miró expectante a Irma a través de los cristales de aumento de sus gafas. Cuando Irma a su vez lo miró a través del cristal oscurecido de sus propias gafas, el tamaño ampliado de los ojos de su hermano apenas resultó perceptible.
Irma sintió que, por el momento, gozaba de un cierto ascendente moral sobre su hermano. El aire de sumisión que éste mostraba la alentó a revelarle la verdadera razón por la que deseaba aquella fiesta…, dado que necesitaba su ayuda.
—¿Sabías, Alfred, que estoy pensando en casarme? —dijo.
—¡Irma! —exclamó su hermano—. ¡No puede ser!
—Oh, sí, sí puede ser —murmuró Irma—. Oh, sí, sí puede ser.
Prunescualo estaba a punto de preguntarle quién era el afortunado cuando una curiosa punzada de compasión por ella, pobre criatura blanca, sentada muy tiesa en la silla delante de él, le atravesó el corazón. Él sabía qué pocas habían sido en el pasado sus oportunidades de conocer algún hombre; sabía que ella lo ignoraba todo de las estratagemas del amor, a excepción de lo que había leído en los libros. Sabía que perdería la cabeza. Sabía también que ella no tenía a nadie en perspectiva. Por eso dijo:
—Encontraremos el hombre adecuado para ti. Mereces un purasangre: algo que pueda levantar las orejas y sacudir el rabo. Por todo lo irreprochable, lo mereces de veras. ¿Por qué…?
El doctor se interrumpió: había estado a punto de entregarse a una floritura verbal cuando recordó su promesa. De manera que volvió a inclinarse hacia delante para escuchar lo que su hermana tenía que decir.
—No sé nada de levantar orejas ni menear rabos —dijo Irma con un amago de mohín crispado en una comisura de su fina boca—, pero me gustaría que supieras, Alfred, digo que me gustaría que supieras que me alegra que comprendas la situación. No se me aprecia en lo que valgo, Alfred. Te das cuenta, ¿verdad?, ¿verdad?
—En efecto, me doy cuenta.
—Mi piel es la más blanca de Gormenghast.
«Y tus pies los más planos», pensó su hermano, pero dijo:
—Sí, sí, pero lo que debemos hacer, dulce cazadora, oh, virgen que acechas entre los matorrales del sexo desaforado —esa imagen de su hermana le resultaba irresistible—, lo que debemos hacer es decidir a quién invitaremos. A la fiesta, me refiero. Eso es fundamental.
—¡Sí, sí! —dijo Irma.
—Y cuándo los invitaremos.
—Eso es lo más fácil —dijo Irma.
—Y a qué hora del día.
—Por la noche, naturalmente —dijo Irma.
—Y cómo deberán vestir.
—Oh, con traje de noche, evidentemente —dijo Irma.
—Depende de a quién invitemos, ¿no crees? Por ejemplo, ¿qué dama posee trajes tan esplendorosos como los tuyos? Hay algo de cruel en un traje de noche.
—Oh, eso es inútil.
—¿Quieres decir que no es importante?
—Sí, sí —dijo Irma.
—Pero ¡qué embarazoso! ¿No crees que se resentirán vivamente, querida mía… o es que, en un alarde de amor y compasión, te vestirás con harapos?
—No habrá mujeres.
—¡No habrá mujeres! —exclamó su hermano, genuinamente asombrado.
—He de estar yo sola… —murmuró su hermana, subiéndose un poco más las gafas oscuras sobre el puente de su larga nariz puntiaguda—… con ellos… los hombres.
—Pero ¿qué hay del entretenimiento de tus invitados?
—Yo estaré allí —dijo Irma.
—Sí, sí, y sin duda demostrarás ser arrebatadora y ubicua; pero, cariño mío, cariño mío, piénsalo mejor.
—Alfred —dijo Irma, poniéndose de pie y dejando caer una de sus crestas ilíacas al tiempo que alzaba su compañera a tal altura que su pelvis adoptó un aspecto absolutamente peligroso—, Alfred —repitió—, ¿cómo puedes ser tan perverso? ¿De qué utilidad serían las mujeres? No habrás olvidado la naturaleza del asunto que tenemos entre manos, ¿verdad? ¿Verdad?
Su hermano comenzaba a admirarla. ¿Acaso había estado ocultando todo aquel tiempo, bajo su neurosis, su vanidad, su infantilismo, una voluntad de hierro?
Prunescualo se levantó y, aplicando sus manos a las caderas de su hermana, corrigió su ángulo con el hábil movimiento de un ensalmador. Luego, sentándose de nuevo en la silla y cruzando delicadamente sus elegantes piernas de zancuda mientras se frotaba las manos como si se las estuviera lavando, dijo:
—Irma, revelación mía, dime sólo una cosa… —alzó los ojos con aire burlón—… ¿Quiénes son los hombres, esos venados, esos carneros, esos gatos, esos gallos, armiños y gansos que tienes en mente? Y ¿de qué calibre será la jarana?
—Sabes muy bien, Alfred, que no tenemos elección. Entre las gentes de bien, ¿quiénes hay? Te pregunto, Alfred, ¿quiénes hay?
—¿Quiénes, en efecto? —musitó el médico, sin que se le ocurriera nadie. La idea de dar una fiesta en casa era tan novedosa que el esfuerzo de pensar en los asistentes lo sobrepasaba. Era como si intentara reunir el reparto de un drama no escrito.
—En cuanto a las proporciones de la fiesta, Alfred…, ¿me estás escuchando?…, pienso en una reunión de unos cuarenta hombres.
—¡No, no! —gritó su hermano, aferrándose a los brazos de la silla—, ¿no pensarás hacerlo en esta habitación? Sería peor que lo de los gatos blancos. Sería una pelea de perros.
¿Era un ligero rubor lo que recorrió fugazmente el rostro de su hermana?
—Alfred —dijo Irma al rato—, ésta es mi última oportunidad. En un año mi encanto puede perder brillo. ¿Crees que es momento de pensar en tu bienestar personal?
—Escúchame —dijo Prunescualo hablando muy despacio. Su voz chillona tenía un extraño matiz meditabundo—. Seré tan conciso como me sea posible. Pero tienes que escucharme, Irma.
Ella asintió.
—Tendrás más éxito si tu fiesta no es demasiado grande. En una fiesta grande, la anfitriona tiene que andar revoloteando de invitado en invitado sin poder disfrutar nunca de una conversación prolongada con ninguno de ellos. Es más, los invitados revolotean continuamente hacia la anfitriona de manera calculada para demostrarle lo bien que se lo están pasando. Pero en una fiesta más pequeña, en la que todos pueden verse sin dificultad, las presentaciones y la toma de posiciones pueden concluirse rápidamente. Luego tendrás el tiempo necesario para calibrar a los presentes y decidir quiénes son dignos de recibir tu atención.
—Comprendo —dijo Irma—. También colgaré farolillos en el jardín para atraer al huerto de los manzanos a los que considere adecuados.
—¡Cielo santo! —exclamó Prunescualo, a medias para sí—. Bien, espero que no llueva.
—No lloverá —afirmó Irma.
Nunca la había visto comportarse así. Había algo aterrador en descubrir una segunda cara en una hermana sobre la que siempre había dado por supuesto que no tenía más que una.
—Bueno, pues habrá que descartar a algunos.
—Pero ¿quiénes son?, ¿quiénes son? —exclamó él—. No puedo soportar esta terrible tensión. ¿Quiénes son esos hombres que pareces considerar en bloque, esa horda canina que, como quien dice, al oír un silbido, atravesarán el atrio y el vestíbulo y entrarán en tropel por esa puerta y adoptarán toda una gama de poses masculinas? En el nombre de la piedad fundamental, Irma, dime quiénes son.
—Los profesores.
Mientras pronunciaba esas palabras, Irma cruzó las manos a la espalda. Su pecho plano palpitó, su afilada nariz se crispó y una terrible sonrisa le asomó en el rostro.
—¡Son caballeros! —gritó con voz chillona—. ¡Caballeros! Y dignos de mi amor.
—¿Cómo? ¿Los cuarenta? —Prunescualo se había vuelto a poner de pie. Estaba conmocionado.
Pero, al mismo tiempo, veía la lógica de la elección de su hermana. ¿Quién más sería adecuado para asistir a una fiesta celebrada con aquella oculta finalidad? En cuanto a lo de que eran caballeros…, tal vez lo fueran. Pero por los pelos. Si la sangre de aquellos hombres era azulada, lo mismo podía decirse de los mentones y las uñas de la mayoría. Si su pasado soportaba el escrutinio, apenas podía decirse lo mismo de sus presentes personas.
—¡Qué vista se abre ante nosotros! ¿Cuántos años tienes, Irma?
—Lo sabes muy bien, Alfred.
—No sin pensarlo detenidamente —dijo el doctor—. Pero dejemos eso. Lo que importa es tu aspecto. ¡Dios sabe que eres limpia! Es un buen punto de partida. Estoy intentando ponerme en tu lugar. Requiere esfuerzo… ¡Ja, ja!… no puedo hacerlo.
—Alfred.
—¿Sí, vida mía?
—¿Cuántos crees que sería lo ideal?
—Si elegimos bien, Irma, yo diría que una docena.
—¡No, no, Alfred, se trata de una fiesta! ¡Se trata de una fiesta! Las cosas pasan en las fiestas, no en las reuniones de amigos. He leído sobre el tema. Veinte como mínimo, para preñar la atmósfera de posibilidades.
—Muy bien, querida, muy bien. Pero eso no significa que incluyamos a una bestia mohosa y jadeante con los cuernos rotos porque hace el número veinte en una lista en la que los otros diecinueve son venados viriles y deseables. Pero, venga, examinemos la cuestión con más detenimiento. Digamos, para iniciar la discusión, que hemos reducido a quince la lista de los probables. De esos quince, Irma, mi dulce coestratega, sin duda no podemos esperar que haya más de seis posibles maridos… No, no, no pongas esa cara; debemos ser honrados, aunque ello resulte brutal. Es un asunto delicado, porque los seis que podrías preferir no necesariamente son los seis a los que les gustaría pasar el resto de sus vidas contigo, oh, no. Por otra parte, podría haber otros seis que no te importaran lo más mínimo. Y por encima y por debajo de esos intercambiables, hemos de contar con el trasfondo flotante de aquellos a quienes, no me cabe duda, darías la patada con tus elegantes cascos hendidos a la menor señal de avance. Tú los refrenarías, Irma, estoy seguro de que lo harías. No obstante, esos intocables son necesarios, porque debemos disponer de una zona neutral. Ellos son los que darán color a la fiesta y crearán una atmósfera propicia.
—Alfred, ¿crees que podríamos considerarla una soiréé?
—Que yo sepa, no hay ninguna ley que lo prohíba —respondió Prunescualo, quizá un tanto irritado, pues era evidente que su hermana no había estado escuchando—. Aunque los profesores, tal como los recuerdo, no son precisamente el tipo de personas que yo asociaría con el término. Por cierto, ¿quiénes componen el profesorado en estos tiempos? Hace mucho tiempo que no he visto agitarse una toga.
—Ya sé que eres un cínico, Alfred, pero me gustaría que comprendieras que ellos son mis elegidos. Siempre he deseado para mí un hombre de letras. Yo lo comprendería, le prestaría ayuda, lo protegería y le zurciría los calcetines.
—¡Y jamás zurcidora más diestra protegió el tendón de Aquiles con hilo doble!
—¡Alfred!
—Perdóname, vida mía. Por todo lo imprevisible que la idea está empezando a gustarme. Yo por mi parte, Irma, me ocuparé de los vinos y licores, de los barriles y del ponche. Tú por la tuya de las viandas, las invitaciones y la formación del personal…, de nuestro personal, no de las lumbreras. Y ahora, querida, ¿cuándo será? Ésa es la cuestión: ¿cuándo?
—Mi vestido de mil volantes con el corpiño de loros pintados a mano estará listo en diez días y…
—¡Loros! —gritó el doctor consternado.
—¿Por qué no? —dijo Irma con aspereza.
—Pero… ¿de cuántos loros hablamos? —preguntó su hermano, vacilante.
—¿Qué diantres te importa a ti eso, Alfred? Son pájaros de brillante colorido.
—Pero ¿ya harán juego con los volantes, dulzura? Yo habría pensado que, puestos a poner criaturas pintadas a mano en tu corpiño, como tú lo llamas, estaría más indicado recurrir a algo calculado para desviar los pensamientos de los profesores hacia tu femineidad, tu carácter deseable, algo menos agresivo que los loros… Recuerda, Irma, que yo sólo…
—¡Alfred! —la voz de Irma lo empujó de nuevo a su silla—, creo que eso está en mi terreno —dijo con marcado sarcasmo—. Supongo que cuando se trata de loros, puedes dejármelos a mí.
—Lo haré —dijo su hermano.
—¿Serán suficientes diez días, Alfred? —dijo Irma abandonando su silla y acercándose a su hermano, mientras se alisaba los cabellos de color gris metálico con sus largos y pálidos dedos. Su tono se había suavizado y para horror del doctor, se sentó en el brazo de su silla.
Luego, con repentino y coquetón abandono echó atrás la cabeza con tal ímpetu que su cuello, desmesuradamente largo aunque de un blanco nacarado, se tensó en un ángulo tan pronunciado que el moño la golpeó entre los omoplatos con una perentoriedad que la hizo toser. Pero en cuanto se hubo cerciorado de que no había sido la mala intención de su hermano la responsable del golpe, su rostro empolvado recuperó la expresión extática y coquetona e Irma se llevó las manos entrelazadas al pecho.
Prunescualo, mirándola horrorizado al ver salir a la luz una nueva faceta más de su carácter, advirtió que uno de los molares de su hermana necesitaba un empaste, pero decidió que no era el momento de mencionarlo.
—¡Oh, Alfred! ¡Alfred! —exclamó Irma—. Soy una mujer, ¿no es cierto? —Las manos entrelazadas le temblaban por la emoción—. ¡Les demostraré que lo soy! —chilló, perdiendo todo control de su voz. Entonces, dominándose con visible esfuerzo, se volvió hacia su hermano y, sonriéndole con una afectación peor que cualquier grito, susurró—: Alfred, mañana les enviaré las invitaciones.