TRECE

El ancianísimo hombre en cuya red metafísica los tres discípulos, Cañizo, Chirlomirlo y Sobrecaña, estaban tan irrevocablemente atrapados, se inclinó adelante en el espacio como si apoyara su peso en la empuñadura fantasma de un bastón invisible. Fue un milagro que no se cayera de narices.

—Siempre hay corrientes en este tramo de pasillo —afirmó, con los cabellos blancos colgándole sobre los hombros. Se golpeó los muslos con las manos antes de devolverlas al punto en el espacio donde habría estado el bastón—. Doblega a un hombre…, lo destroza…, lo convierte en una sombra…, lo arroja a los lobos y clava la tapa de su ataúd.

Bajó los largos brazos y se remetió los dobladillos de sus pantalones en los gruesos calcetines, a continuación pateó el suelo, enderezó la espalda, la inclinó adelante de nuevo y echó una mirada de antagonismo al pasillo.

—Un tramo sucio y ventoso. No hay razón para ello. Hunde a un hombre —dijo—. Y, sin embargo —sacudió sus mechones blancos—, no es cierto, ¿sabéis? No creo en las corrientes de aire. No creo que tenga frío. ¡No creo en nada! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! Por ejemplo, no puedo estar de acuerdo contigo.

Su compañero, un joven de mejillas hundidas, inclinó la cabeza como si fuera la recámara de una pistola. Luego enarcó las cejas como queriendo animar al anciano a continuar, pero éste permaneció en silencio. El joven levantó entonces la voz como si quisiera levantar a los muertos, pues era singularmente monótona y aburrida…

—¿Qué quiere decir con eso de que no puede usted estar de acuerdo?

—Sencillamente que no puedo —dijo el anciano, inclinándose adelante con las manos aferradas ante sí—, eso es todo.

El joven enderezó la cabeza y deshizo el ceño.

—Pero si todavía no he dicho nada; acabamos de encontrarnos, ¿sabe?

—Tal vez tengas razón —replicó el anciano acariciándose la barba—. Podrías muy bien estar en lo cierto, no sabría decirlo.

—Pero ¡lo que le digo es que todavía no he hablado! —La voz monótona se elevó y los ojos del joven hicieron un tremendo esfuerzo por relampaguear; pero o bien la leña estaba húmeda o el tiro era insuficiente, pues permanecieron particularmente faltos de chispa—. No he hablado —repitió.

—¡Ah, eso! —dijo el anciano—. No me hace falta. —Soltó una floja carcajada cargada de suficiencia—. No puedo estar de acuerdo, eso es todo. Con tu cara, por ejemplo. Está mal, como todo lo demás. La vida es tan simple cuando la ves de ese modo, ¡ja, ja, ja, ja! —El vil y visceral deleite que el viejo obtenía de su actitud ante la vida resultaba pavoroso para el joven, quien, pasando por alto su propia naturaleza, su rostro melancólico e ineficaz, su voz blanda, sus ojos sin luz, se enfadó.

—¡Y yo no estoy de acuerdo con usted! —gritó—. No estoy de acuerdo en cómo inclina el espantoso desguace que tiene por cuerpo en un ángulo tan absurdo. No estoy de acuerdo con el modo en que la barba blanca le cuelga de la barbilla como un montón de algas sucias… No estoy de acuerdo con sus dientes mellados… No…

El anciano estaba encantado; el cacareo de su risa estomacal no dejaba de oírse.

—Ni yo tampoco, joven —resolló—, ni yo tampoco. Yo tampoco estoy de acuerdo con eso. Verás, ni siquiera estoy de acuerdo con estar aquí, e incluso si lo estuviera, no estaría convencido de tener derecho a estar. Todo el asunto es ridículamente simple.

—¡Es usted un cínico! —gritó el joven—, ¡un cínico y nada más!

—Oh, no —exclamó el anciano de piernas cortas—. Yo no creo ser nada. ¡Si al menos la gente pudiera dejar de pretender ser algo! Al fin y al cabo, ¿qué pueden ser fuera de lo que ya son… o serían si yo creyera que son algo?

—¡Ruin, ruin, ruin! —gritó el joven de las mejillas hundidas. Tras treinta años de indecisión, había dado rienda suelta a sus reprimidas pasiones—. ¡Bestia decrépita, sin duda ya tendremos bastante tiempo en la tumba para no ser nada, para estar fríos y acabados! ¿También ha de ser así la vida? ¡No, no! ¡Ardamos! —exclamó—. ¡Quememos nuestra sangre en la sublime hoguera de la vida!

Pero el viejo filósofo replicó:

—La tumba, joven, no es lo que imaginas. Insultas a los muertos, joven. Con cada palabra irreflexiva mancillas una tumba, borras la inscripción de un sepulcro, perturbas con pasos torpes el humilde túmulo funerario. Pues la muerte es la vida. Sólo lo vivo carece de vida. ¿Acaso no has visto a los ángeles de la eternidad avanzando sobre las colinas al anochecer? ¿No los has visto?

—¡No! —dijo el joven—, ¡no los he visto!

La figura barbuda se inclinó aún más hacia delante y traspasó al joven con la mirada.

—¿Cómo? ¿Qué nunca has visto a los ángeles de la eternidad, de alas tan grandes como mantas?

—No —dijo el joven—. Ni quiero verlos.

—Nada es profundo para el ignorante —dijo el anciano barbudo—. Me has llamado cínico. ¿Cómo puedo serlo si no soy nada? Lo grande contiene lo pequeño. Pero esto te diré: aunque el castillo sea una imagen estéril, aunque los verdes árboles, llenos de vida, en realidad estén vacíos de ella, cuando nos damos cuenta de que el cordero de abril no es ni más ni menos que un cordero en abril, cuando sabemos y aceptamos esas cosas, entonces, oh, es entonces —a estas alturas, el anciano se acariciaba la barba muy de prisa— cuando alcanzas las fronteras del asombroso reino de la muerte, donde todo se mueve el doble de rápido y los colores son el doble de brillantes y el amor es el doble de encantador y el pecado es el doble de picante, ¿quién salvo el doblemente ciego puede dejar de ver que sólo en el Otro Lado puede uno comenzar a estar de acuerdo? Pero aquí, aquí… —hizo un ademán con las manos como para desechar el mundo terreno—, ¿qué hay aquí con lo que estar de acuerdo? Aquí no hay sensaciones, ninguna sensación.

—Están la alegría y el dolor —dijo el joven.

—No, no, no. Pura ilusión —dijo el anciano—. Pero en el asombroso Reino de la Muerte, la Alegría no tiene límites. Será lo más normal bailar durante un mes entero en las praderas celestiales… lo más normal. O cantar mientras se vuela montado sobre un águila fulgurante…, cantar para expresar la alegría que llena nuestro pecho.

—¿Y qué me dice del dolor? —dijo el joven.

—Hemos inventado el concepto de dolor para entregarnos a la lástima de nosotros mismos —fue la respuesta—. Pero el Auténtico Dolor, tal como existe en el Otro Lado, ése sí que valdrá la pena sufrirlo. Será toda una experiencia quemarse un dedo en el Reino.

—¿Y qué pasaría si le pegara fuego a tu barba, viejo farsante? —gritó el joven, que había dado un tropezón en el curso del día y conocía la validez de las molestias terrenales.

—¿Qué pasaría si lo hicieras, hijo mío?

—¡Te escocería la barbilla, y tú lo sabes! —gritó el joven.

La altanera sonrisa que cruzó por los labios del teórico fue insoportable y, sin poder contenerse, su acompañante echó mano de la vela más cercana y le pegó fuego a la barba, que colgaba allí como un reto. Ésta ardió rápidamente y le dio a la expresión horrorizada y atónita del anciano una cualidad irreal y teatral que contrastaba con el dolor muy real que sintió, por terreno que fuera, primero en el mentón y luego a ambos lados de la cabeza.

Un aullido terrible de su vieja garganta y el pasillo se llenó inmediatamente de figuras, como si hubieran estado allí esperando el pie para su entrada. Arrojaron abrigos sobre la cabeza y los hombros del viejo y sofocaron así las llamas, pero no antes de que el agitado joven de las mejillas hundidas escapara como un gamo sin que jamás volviera a saberse de él.

CAÑIZO, CHIRLOMIRLO Y SOBRECAÑA

Llevaron al anciano a su habitación, un cuchitril de color rojo oscuro que no tenía alfombra en el suelo pero sí un cuadro sobre la repisa de la chimenea que mostraba a un hada sentada en un botón de oro contra un cielo muy azul. Tres días más tarde recobró la conciencia, sólo para morir del susto un instante después al recordar lo sucedido.

Entre los presentes junto a su lecho de muerte en el cuartito rojo, estaban los tres amigos del viejo y chamuscado pedagogo.

Se hallaban en fila, un tanto encorvados, porque el techo de la habitación era muy bajo, e innecesariamente pegados unos a otros, ya que, al menor movimiento de sus cabezas, sus viejos birretes de cuero negro entrechocaban y quedaban indecorosamente inclinados.

Y sin embargo, era un momento conmovedor. Sentían el éxodo de una gran fuente de inspiración. Ante ellos yacía su maestro moribundo. Discípulos hasta el fin, creían tan implícitamente en la ausencia de emoción física que, cuando su maestro murió, no pudieron sino llorar porque el origen de su fe les había sido arrebatado para siempre.

Bajo sus negros birretes de cuero, sus cabezas desalojaban el aire inocente implacablemente, como si sus ceños, narices y mentones, como los rasgos de un mascarón de proa, fuesen abriendo senderos ante ellos a través de aguas invisibles. Sólo en las colgantes togas, los planos birretes de cuero y las borlas que pendían de éstos como las babas grisáceas lo hacen de los picos de los pavos, tenían algo en común.

Una mesa baja flanqueaba el lecho mortuorio y sobre ésta descansaban un pequeño prisma y una botella de brandy que sostenía una vela encendida. Aquélla era la única iluminación de la estancia, mas las rojizas paredes ardían con un sombrío resplandor. Las cabezas de los tres profesores, que se encontraban más o menos a la misma altura con respecto al suelo, tan distintas que uno no podía por menos que preguntarse si pertenecerían a la misma especie. Al pasear la vista de una cara a la siguiente se experimentaba una sensación semejante a cuando la mano pasa del cristal al papel de lija y de este a las gachas. La cara de papel de lija no era ni más ni menos interesante que la de cristal, pero los ojos se veían obligados a desplazarse con lentitud sobre una superficie tan entorpecida por la maleza, tan peligrosa por sus hoyas y sus afloramientos de hueso, sus hondonadas cenagosas y páramos espinosos, que era un milagro que hubiera mirada que alcanzara el otro lado.

Por el contrario, con el del rostro vítreo, todo cuanto el ojo podía hacer era tratar de no resbalar por él.

En cuanto al tercer rostro, no era ni exasperantemente resbaladizo ni lo hacían escabroso barrancos escarpados y malezas rastreras, y sin embargo, recorrerlo de un golpe de vista era tan inviable como desplazarse gradualmente por el rostro vítreo. Había que vadear despacio, porque el rostro estaba mojado, siempre estaba mojado. Era una cara vista bajo el agua.

Así pues, ante el ojo que quisiera recorrer inocentemente esos tres rostros se presentaba aquella extraña prueba, de roca y malezas, de hielo resbaladizo y de paciente chapoteo.

Detrás de ellos, sobre la pared rojiza, se extendían sus sombras, el doble de grandes que los propios profesores.

El vidrioso (el profesor Cañizo) inclinó la cabeza sobre el cadáver de su difunto maestro. Su rostro parecía iluminado por una lóbrega luz interior, aunque no había nada de espiritual en aquella palidez. La dura nariz de cristal era larga y excepcionalmente afilada. Decir que estaba bien afeitado no daría idea de aquella superficie que ningún pelo podría penetrar, del mismo modo que no podría brotar hierba alguna de un glaciar.

Siguiendo su ejemplo, el profesor Chirlomirlo inclinó de igual manera la cabeza: sus rasgos quedaban desdibujados en la masa general de la cabeza. Ojos, nariz y boca eran meras irregularidades bajo la humedad.

En cuanto al tercer profesor, Sobrecaña, cuando, siguiendo el ejemplo de sus colegas, inclinó la cabeza sobre el cadáver iluminado por la vela fue como si un paisaje bárbaro y rocoso hubiese cambiado de pronto su ángulo en el espacio. Si desde su cara una nube de serpientes y loros hubiera saltado a las sábanas luminosas del lecho mortuorio, hubiera parecido de lo más natural.

No pasó mucho tiempo antes de que Cañizo, Chirlomirlo y el señor Sobrecaña, el de la cabeza de jungla, se cansaran de permanecer calladamente inclinados sobre su maestro, quien, en cualquier caso, no constituía un espectáculo agradable, ni siquiera para sus discípulos más celosos, y se enderezaron.

El cuartito rojo se había vuelto opresivo. La vela se consumía en la botella de brandy. El hada del botón de oro de la repisa de la chimenea sonreía con afectación y era hora de marcharse.

No podían hacer nada. Su maestro estaba muerto.

Dijo Chirlomirlo, el de la cara mojada:

—Es la salsa del pesar, Cañizo.

Dijo Cañizo, el de la cara resbaladiza:

—Eres demasiado grosero, amigo mío. ¿Es que no hay en ti poesía? El carámbano de la muerte lo empala.

—Tonterías —susurró Sobrecaña con voz áspera y malhumorada. A pesar de su rostro tropical, era un hombre muy amable, pero se enfadaba cuando pensaba que sus colegas, más brillantes, no hacían más que pavonearse—. Tonterías. No fue ni carámbano ni salsa. Fue el fuego y nada más. Muy cruel, en verdad, pero… —y los ojos se le animaron con una súbita excitación, más acordes con su semblante de lo que lo habían estado en años—… pero ¡mirad! Él era el que no creía en el dolor, no reconocía el fuego. Y ahora que está muerto, os confesaré una cosa… Porque está muerto, ¿no es así?…

Sobrecaña volvió los ojos rápidamente a la rígida figura que tenía debajo. Sería espantoso que el viejo estuviera escuchando todo lo que decían. Los otros dos se inclinaron también. No cabía duda, a pesar de que la luz vacilante de la vela sobre el rostro mordido por el fuego confería a las facciones una sobrenatural apariencia de movimiento. El profesor Sobrecaña cubrió la cabeza del cadáver con una sábana antes de volverse a sus compañeros.

—¿De qué se trata, Sobrecaña? —dijo Cañizo—. ¡De prisa! —Y al volverse bruscamente a mirar al escarpado Sobrecaña, su nariz de cristal cortó la lóbrega atmósfera.

—Se trata de lo siguiente, Cañizo, se trata de lo siguiente —dijo Sobrecaña, con la mirada todavía encendida. Se rascó el mentón con un sonido cascajoso y se alejó un paso del lecho. Luego alzó los brazos—. Escuchadme, amigos míos. Cuando hace tres semanas me caí rodando por aquellos nueve escalones fingí no sentir dolor; ahora confieso que sufría atrozmente. ¡Y ahora, ahora que él ha muerto, me vanaglorio en mi confesión, porque ya no le temo! Y os digo, os lo digo a los dos, abiertamente y con orgullo, que espero con ansia mi próximo accidente, por serio que sea, pues no tendré nada que ocultar. Gritaré a todo Gormenghast «¡Sufro atrozmente!», y cuando mis ojos se llenen de lágrimas, serán lágrimas de alegría y alivio y no de dolor. ¡Oh, hermanos, colegas!, ¿no lo comprendéis?

Movido por la emoción, el señor Sobrecaña se adelantó un paso y dejó caer las manos, que había mantenido alzadas todo ese tiempo (y que al instante se le quedaron pegadas a los costados). ¡Oh, qué amistad, qué arrebato de sincera amistad corrió como la electricidad por las seis manos!

No había necesidad de hablar. Le habían dado la espalda a su fe. El profesor Sobrecaña había hablado por los tres. Su cobardía (porque nunca se habían atrevido a expresar una duda en vida del anciano) era algo que los ligaba más estrechamente de lo que lo habría hecho la valentía.

—Lo de la salsa del pesar era una exageración —dijo Chirlomirlo—. Sólo lo dije porque, después de todo, ha muerto y en cierto modo lo admirábamos… y me gusta decir algo adecuado en el momento justo, siempre ha sido así. Pero era excesivo.

—Supongo que también lo era «el carámbano de la muerte» —dijo Cañizo con suficiencia—, pero era una frase elegante.

—No cuando resulta que murió quemado vivo —dijo Chirlomirlo, que no veía razón por la que Cañizo no hubiera de retractarse tan completamente como él.

—Con todo —dijo Sobrecaña, que se descubrió ocupando el centro del escenario, normalmente monopolizado por Cañizo—, somos libres. Nuestros ideales han desaparecido. Creemos en el dolor, en la vida, en todas aquellas cosas que él nos decía que no existían.

Cañizo, cuya nariz vítrea reflejaba la vela chorreante, se irguió y, en tono altanero, preguntó a los demás si no convendría más discutir su abandono de las creencias de su difunto maestro algo más lejos de sus despojos. Aunque sin duda estaban fuera del alcance de sus oídos, lo cierto es que no lo parecía.

Salieron de inmediato y, en cuanto la puerta se cerró tras ellos, la llama de la vela, tras un corto y frustrado salto al aire rojo, se arrastró por un instante en su cuenco de cera líquida y se apagó. Según la fantasía de cada uno, el cuchitril rojo se convirtió bien en una pequeña caja negra, bien en una porción de espacio pavoroso e imponderable.

En cuanto se alejaron de la cámara mortuoria, una peculiar ligereza les cantó en los huesos.

—Tenías razón, Sobrecaña, querido amigo…, mucha razón. Somos libres, no hay posibilidad de error. —La voz de Cañizo, tenue, aguda, académica, sonaba con un optimismo que forzó a sus cómplices a mirarlo.

—Sabía que en el fondo tenías corazón —dijo Chirlomirlo sin resuello—. Yo siento lo mismo.

—¡No más ángeles a los que esperar con ansia! —aulló Sobrecaña con un chorro de voz.

—No más desear que llegue el final de la vida —atronó Chirlomirlo.

—Vamos, amigos —gritó Cañizo, el del rostro vítreo, olvidando su dignidad—, ¡reanudemos nuestra vida! —Y, agarrándolos de los hombros, los llevó rápidamente por el corredor con la cabeza erguida y el birrete audazmente inclinado. Las tres togas ondearon tras ellos, al igual que las borlas de sus tocados, cuando apretaron el paso. Girando hacia aquí o hacia allá, casi deslizándose sobre el suelo, recorrieron las arterias de fría piedra hasta que, de pronto, irrumpiendo a plena luz en el flanco meridional de Gormenghast, se vieron ante los vastos espacios bañados por el sol, los altos árboles que bordeaban las estribaciones y la montaña misma brillando contra el intenso azul del cielo. Durante unos segundos, los asaltó el recuerdo de la imagen de la habitación de su difunto maestro.

—¡Oh, exuberancia! —gritaron—. ¡Oh, exuberancia sin fin!

Y, echando a correr y luego a galopar, los tres profesores emancipados, tomados de la mano, con las negras togas flotando al viento, brincaron por el dorado paisaje y sus sombras saltaron junto a ellos.