Una techumbre de nubes que cubría el cielo de horizonte a horizonte inmovilizaba el aire de debajo, como si cielo y tierra, empujándose mutuamente, lo hubiesen dejado sin aliento. Bajo la mugrienta cara inferior del ininterrumpido techo de nubes, gracias a algún curioso juego de luz que le daba un cierto halo de mundo submarino, el aire se reflejaba en el desolado lomo de Gormenghast con intensidad suficiente para intranquilizar y estremecer a las garzas posadas en una terraza olvidada medio oculta entre las nubes.
La escalera de piedra que llevaba a esa terraza se perdía sofocada bajo la hiedra y las enredaderas fruto del discurrir de un siglo de estaciones. Ninguna persona viva había puesto los pies en las grandes almohadillas de musgo negro que engalanaban el suelo ni se había paseado junto a los torreones que flanqueaban la cornisa, donde se posaban las garzas y peleaban las cornejas, y los rayos del sol y la lluvia, la escarcha, la nieve y los vientos se turnaban en su devastadora obra.
En otro tiempo había habido un gran ventanal que se abría a esa terraza, pero éste había desaparecido. No se veían ni cristales rotos ni hierros ni madera podrida. Era posible que bajo el musgo y las enredaderas hubiese otros estratos aún más profundos, putrefactos por la antigüedad, pero donde se alzara el gran ventanal quedaba sólo la hueca oscuridad de un salón, que abría su boca expuesta en mitad del borde interior de la terraza. A ambos lados de esta abertura cavernosa, muy separados, se advertían en la mampostería los toscos agujeros de los soportes que en otro tiempo sostuvieron las contraventanas. La sala en sí se veía solemnizada por la presencia de las grullas, pues era allí donde anidaban y criaban a sus polluelos. Pero aunque era sobre todo un nidal de garzas, había no obstante nichos y oquedades en los que, por sagrada costumbre, se congregaban garcetas y avetoros.
Este salón, donde una vez los amantes de tiempos pasados avanzaron y se detuvieron y giraron uno en torno del otro al compás de bailes y músicas olvidados, estaba alfombrado de palos de color blanco lima. En ocasiones, cuando el sol poniente se acercaba al horizonte, sus rayos oblicuos se colaban en el salón y, al deslizarse sobre los toscos nidos, el blanco entramado de ramas que cubría el suelo resplandecía como un banco de coral leproso y aquí y allá (si era primavera) un pálido huevo verde azulado brillaba como una piedra preciosa, o un nido de frágiles polluelos cubiertos de suave plumón que estiraban sus largos cuellos hacia la ventana parecía como iluminado por candilejas.
Los últimos rayos de sol se deslizaron por el piso desigual y realzaron las largas y lustrosas plumas que pendían de la garganta de una garza posada junto a una chimenea podrida, y luego, de nuevo, la blancura, al hacer llamear entre las sombras la frente de un ave próxima… A continuación, mientras la luz recorría el salón, la danza de las distintas franjas y manchas y el amarillo rojizo de los avetoros animaron de súbito un nicho.
Al caer el crepúsculo, la luz verdosa se concentró en la mampostería. Lejos, sobre los tejados, sobre la muralla exterior de Gormenghast, sobre las marismas, el yermo, el río y las estribaciones con sus bosques y sotos, y sobre las brumas de tierras imprecisas, la testa en forma de garra de la Montaña de Gormenghast brillaba como una talla de jade. Las garzas despertaron de su trance en aquel aire verde y del interior del salón brotó el peculiar pipiar de los polluelos cuando ven que crece la oscuridad y saben que sus padres pronto saldrán a cazar.
Por apretados que hubieran estado en el nidal de techo abovedado, en otro tiempo pintado de oro y verde pero ahora reducido a una superficie en desintegración llena de desconchones que colgaban como alas de polilla, al avanzar desde el salón a la terraza cada ave aparecía como una figura solitaria, cada garza, cada avetoro, un recluso que caminaba solemnemente sobre sus patas largas y delgadas.
De pronto, emitiendo por decirlo así cierta nota hueca que sus dulces costillas repitieron, se elevaron en el aire crepuscular: un grupo de garzas con los cuellos arqueados y las alas extendidas y redondeadas batiendo en un vuelo pausado, y luego otro, y otro, y después un martinete, que se echó a volar con un espeluznante graznido, más terrible que la nota sobrenatural de una pareja de avetoros que, remontándose en espiral hacia las alturas a través de las nubes, muy por encima de Gormenghast, ascendieron bramando como toros.
La terraza se extendía en la oscuridad verdosa. Las ventanas bostezaban, pero nada que no tuviera plumas se movía. Y en cien años, nada se había movido allí salvo los vientos, el granizo, las nubes, la lluvia y los pájaros.
Bajo la alta cumbre verde de la Montaña de Gormenghast las extensas zonas de marisma se convirtieron de pronto en zonas de tensión y acecho.
Las aves aguardaban inmóviles, cada cual en su parcela de agua hereditaria, con ojos brillantes y las cabezas prestas para la acometida fatal del afilado pico. De repente y en un instante, un pico se hundió y se retiró de las aguas oscuras, y en su punta letal se debatía un pez. Un instante después, la garza se remontaba en un augusto y solemne vuelo.
Durante la larga noche, aquellas aves regresaban de tanto en tanto, a veces con ranas o ratones de agua en sus picos, o tritones o bulbos de lirio.
Pero ahora la terraza estaba desierta. En las marismas cada garza ocupaba su lugar, inmóvil, lista para clavar su puñal. En el salón, los polluelos permanecían, por el momento, extrañamente silenciosos.
La naturaleza muerta del aire que había entre las nubes y la tierra era extrañamente siniestra. La luz verde y tenebrosa, que jugueteaba con todas las cosas, se había arrastrado por la boca abierta del silencioso salón.
Fue entonces cuando apareció un niño. No hubo tiempo de dilucidar si era chico, chica o duende, pero las delicadas proporciones eran las de un crío y aquella vitalidad sólo podía pertenecer a uno de ellos. Durante un instante permaneció junto a un torreón, en el otro extremo de la terraza, y luego desapareció, dejando sólo la impresión de algo desbordante de vida, de algo ligero como una ramita de avellano. Había brincado (porque el movimiento era más bien un brinco que un salto o un paso) desde el torreón a la oscuridad que se extendía más allá y desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido; pero, en el mismo instante en que apareciera el niño fantasma, un céfiro había atravesado el muro de aire moribundo y recorrido, indómito y exultante, el áspero y severo espinazo del cuerpo de Gormenghast. Jugó con las banderas harapientas, pasó bajo las arcadas, ascendió silbando traviesamente por torres y chimeneas huecas, hasta que, colándose por una dentada fisura en un techo pentagonal, se vio rodeado de severos retratos: un centenar de rostros en color sepia resquebrajados por una cubierta de telarañas; se vio arrastrado hacia una rejilla en el suelo de piedra y, cediendo a la ley de la gravedad y al atractivo azul de un conducto descendente, bajó cantando siete pisos y, de improviso, se halló en el salón de luz gris paloma, prendiendo a Titus en un lazo de aire.