ONCE

Si alguna vez existió un testaferro, un cero a la izquierda primigenio, ese arquetipo había sido resucitado en la forma de Bostezoyerto. Era pura fachada. Comparado con él, hasta el señor Chiripa era un hombre ocupado. Se le suponía poseedor de un gran ingenio, pues se las había arreglado para delegar sus deberes de una forma tan intrincada que nunca había necesidad de que él hiciera nada. Su firma, necesaria de cuando en cuando al pie de extensos comunicados que nadie leía, era siempre falsificada e incluso el ingenioso sistema de delegación en el que radicaba su grandeza había sido concebido por otro.

Un individuo menudo y pecoso entró en la sala inmediatamente detrás del director empujando una destartalada silla a cuyas patas se había añadido unas ruedas y sobre la que venía sentado Bostezoyerto. Aquel mueble, que tenía las proporciones de una trona infantil y que al igual que ésta estaba equipada con una bandeja por encima de la cual podía verse parcialmente la cabeza de Bostezoyerto, advertía oportunamente a alumnos y profesores de su proximidad, pues pedía a gritos que la engrasaran. Las ruedas chirriaban.

Bostezoyerto y el hombre pecoso ofrecían un llamativo contraste. No existía razón por la que los dos hubieran de ser considerados seres humanos, pues entre ellos no se advertía un denominador común. Cierto es que ambos tenían dos piernas, dos ojos, una boca por barba y así sucesivamente, pero este hecho no parecía probar la existencia de una similitud de especie y, de hacerlo, era sólo del mismo modo en que, por conveniencia, jirafas y armiños se clasifican bajo la amplia etiqueta de «fauna».

Allí estaba Bostezoyerto en persona, y poco menos que dormido. Iba envuelto como un paquete mal hecho en una toga de color gris cañón decorada con los signos del zodíaco en dos tonos de verde, signos ninguno de los cuales podía distinguirse con mucha claridad a causa de los pliegues y las arrugas, a excepción de Cáncer, el cangrejo, sobre el hombro izquierdo. Llevaba los pies metidos debajo del cuerpo y una bolsa de agua caliente en el regazo.

Su rostro mostraba la resignada expresión de quien sabe que la única diferencia entre un día y el siguiente se encuentra en las páginas de un calendario.

Las manos descansaban flácidas en la bandeja que tenía delante, a la altura de la barbilla. Al entrar en la sala abrió un ojo y escrutó con aire ausente la humareda. No fue una contemplación apresurada y quedó no poco satisfecho cuando, pasados unos minutos, distinguió las tres figuras borrosas en los espacios inferiores. Esas tres figuras —Opus Chiripa, Percha-Prisma y Bellobosque— estaban de pie y en fila, Opus Chiripa después de haberse librado con gran esfuerzo, como quien lucha contra la succión, de su cuna. Los tres miraban a Bostezoyerto, sentado en las alturas de su silla.

La cara de Bostezoyerto era redonda y blanda como una albóndiga y no daba indicios de tener estructura: nada indicaba que hubiera un cráneo debajo de la piel.

Tan desagradable efecto podría haber indicado un temperamento no menos desagradable. Por fortuna no era así, pero ejemplificaba una actitud vital igualmente falta de osamenta. En él no podía hallarse ni un asomo de nervio, pero tampoco ninguna debilidad como tal, sólo una negación de carácter. Por otra parte, su flacidez no era algo deliberado, a no ser que las medusas sean indolentes de forma consciente.

Aquel extremo aire de abstracción, de vacuo y afable distanciamiento, resultaba casi terrorífico. Era ese tipo de despreocupación que humilla a los vehementes, a los de naturaleza apasionada, y que los fuerza a preguntarse por qué se gastan en cuerpo y alma si cada día no hace sino conducirlos a los gusanos. Por temperamento, o por falta de él, Bostezoyerto había alcanzado, sin querer, lo que los sabios anhelaban: equilibrio. En su caso, un equilibrio entre dos polos que no existían; pero, como fuera, allí estaba, en equilibrio sobre un imaginario punto de apoyo.

El pecoso había empujado la trona hasta el centro de la sala. La piel del hombre estaba tan tirante sobre el diminuto rostro anguloso, casi insectil, que las pecas eran el doble de grandes de lo que habrían sido normalmente. Era verdaderamente pequeño y, mientras miraba con descaro desde detrás de las patas de la trona, la brillantina relucía en sus cabellos de color zanahoria, que llevaba peinados hacia atrás sobre su huesuda cabecita de insecto. Las paredes de cuero de caballo se perfilaban entre el humo, despidiendo un olor perceptible. Unas pocas tachuelas centelleaban sobre el lóbrego cuero marrón.

Bostezoyerto dejó caer un brazo por el costado de la silla y meneó un lánguido dedo índice. «La Mosca» (nombre por el que se conocía al enano pecoso) se sacó un trozo de papel del bolsillo pero, en vez de pasárselo al director, subió con extraordinaria agilidad los alrededor de una docena de travesaños de la silla y gritó al oído de Bostezoyerto:

—¡Todavía no!, ¡todavía no! ¡Sólo hay tres!

—¿Cómo? —dijo Bostezoyerto con voz vacua.

—¡Que sólo hay tres!

—¿Quiénes? —preguntó Bostezoyerto tras un largo silencio.

—Bellobosque, Percha-Prisma y Chiripa —dijo La Mosca con su voz penetrante como el zumbido de ese animal. A través del humo, guiñó un ojo a los tres caballeros.

—¿Y no bastaría con ellos? —murmuró Bostezoyerto con los ojos cerrados—. Son parte de mi personal, ¿no… es cierto?

—Muy cierto —dijo La Mosca—, muy cierto. Pero vuestro edicto, señor, va dirigido a todo el personal.

—He olvidado de qué trata. Refrésqueme… la… memoria…

—Está todo escrito —dijo La Mosca—. Lo tengo aquí, señor. Lo único que tiene que hacer es leerlo, señor. —Y de nuevo el hombrecito pelirrojo honró a los tres maestros con un guiño particularmente íntimo. Había algo obsceno en el modo en que el pétalo cerúleo de su párpado caía sugerentemente sobre su ojo brillante y se alzaba de nuevo sin la menor agitación.

—Déselo a Bellobosque. Él se encargará de leerlo cuando llegue el momento —dijo Bostezoyerto levantando su mano colgante y posándola en la bandeja que tenía delante, acariciando lánguidamente la bolsa de agua caliente—. Averigüe por qué se retrasan.

La Mosca bajó con agilidad los travesaños de la silla y emergió de la sombra que ésta proyectaba. Cruzó la sala con pasos ligeros e insolentes, bien echados hacia atrás la cabeza y el trasero. Pero la puerta se abrió antes de que pudiera alcanzarla y entraron dos profesores, uno de ellos Franegato, con los brazos atestados de cuadernos de ejercicios y la boca llena de torta de anís, y su compañero, Jirón, con los brazos vacíos pero con la cabeza llena de teorías sobre el inconsciente de todo el mundo menos el suyo. Este último tenía un amigo, de nombre Mustio, que llegaría de un momento a otro, y que, en contraste con Jirón, estaba cargado de teorías sobre su propio inconsciente y el de nadie más.

Franegato se tomaba su trabajo muy en serio y siempre andaba preocupado. Alumnos y colegas lo llevaban por la calle de la amargura y una gran proporción del trabajo que hacía pasaba inadvertida, pero era su obligación hacerlo. Tenía un sentido del deber que lo estaba convirtiendo a marchas forzadas en un hombre enfermo. La lastimosa expresión de reproche que nunca abandonaba su rostro testimoniaba su celo. Siempre llegaba a la sala de profesores demasiado tarde para encontrar una silla vacía y a su clase demasiado pronto como para encontrarla reunida. Continuamente descubría que le habían atado las mangas de la toga y que habían sustituido su ración de queso por pastillas de jabón en la mesa de los profesores. No tenía idea de quién hacía esas cosas ni de cómo evitar que las hicieran. Ese día, al entrar en la sala de profesores con los brazos cargados de libros y la torta de anís en la boca, estaba dominado por la habitual agitación, y su estado de ánimo no mejoró al encontrar al director cerniéndose sobre él como Júpiter entre las nubes. En su confusión, la torta se le coló por la tráquea y la montaña de cuadernillos empezó a resbalarle de los brazos y, con fuerte estrépito, se desparramó por el suelo. En el silencio que siguió se oyó un gemido de dolor, pero sólo era Bellobosque a vueltas con su mandíbula. Su noble cabeza rodaba de un lado a otro.

Jirón entró sin prisa y, tras una breve inclinación en dirección a Bostezoyerto, se detuvo a conversar con Bellobosque.

—¿Te duele, mi querido Bellobosque? ¿Te duele? —preguntó, pero con un tono áspero, irritante e inquisitivo que mostraba la misma compasión que abrigaría el pecho de un vampiro.

Bellobosque irguió su señorial cabeza, pero no se dignó responder.

—Demos por supuesto que te duele —continuó Jirón—. Trabajemos sobre la base de esa hipótesis; que Bellobosque, un hombre entre los sesenta y los ochenta años, siente dolor. O, más bien, cree sentirlo. Debemos ser precisos. Como hombre de ciencia, insisto en la precisión. Bien pues, ¿qué sigue? Caramba, hay que tener en cuenta que Bellobosque, quien supuestamente siente dolor, también piensa que ese dolor tiene relación con sus dientes. Esto es absurdo, naturalmente, pero, repito, debe tenerse en cuenta. ¿Por qué motivo? Porque son simbólicos. Todo es simbólico. No existe «una cosa» per se. Tan sólo es un símbolo de algo que sí es, y así sucesivamente. A mi modo de ver, sus dientes, aunque aparentemente cariados, son meramente el símbolo de una mente enferma. —Bellobosque gruñó—. ¿Y por qué está enferma la mente? —Jirón agarró la toga de Bellobosque por debajo del hombro izquierdo de este caballero y, alzando el rostro, escrutó la gran cabeza—. La boca se te crispa —comentó—. Interesante… muy… interesante. Quizá lo ignores, pero tu madre tenía mala sangre. Muy mala sangre. O, como alternativa, sueñas con armiños. Pero no importa, no importa. A lo que íbamos. ¿Dónde estábamos? Ah, sí, en tus dientes, símbolos, como hemos dicho, de una mente enferma. Ahora bien, ¿de qué clase de enfermedad se trata? Ahí está la clave. ¿Qué clase de enfermedad mental afectaría tus dientes de ese modo? Abra la boca, señor…

Pero Bellobosque, cuyas parcas reservas de paciencia y decoro se habían visto socavadas por una nueva punzada de dolor, levantó su enorme bota, del tamaño de una bandeja, y la estampó con ciega satisfacción sobre los pies del señor Jirón. La bota cubrió ambos pies y debió de producir un dolor atroz, pues el ceño del señor Jirón se contrajo y le subió el dolor, aunque no emitió ningún sonido a excepción del comentario:

—Interesante, muy interesante… probablemente tu madre.

A la risa corporal de Opus Chiripa sólo le faltó partirlo en dos o darse rienda suelta en un sonido.

Para entonces, otros profesores se habían infiltrado desde la puerta a través del humo. Por ejemplo, Mustio, el amigo de Jirón, o su discípulo, pues sostenía todas las opiniones de Jirón en sentido inverso. Pero si hablamos de discípulos, el señor Mustio era un rebelde comparado con los tres caballeros que, desplazándose en apretado tropel, con los birretes formando sobre ellos una superficie prácticamente ininterrumpida, se habían sentado en un apartado rincón, como conspiradores. Aquellos tres no debían lealtad a ningún miembro del claustro ni a una abstracción como el mismo claustro, sino a un anciano sabio, una figura barbuda sin ocupación específica pero cuyos puntos de vista sobre la Muerte, la Eternidad, el Dolor (y su inexistencia), la Verdad o, de hecho, cualquier cosa de naturaleza filosófica, era como fuego en sus oídos.

Al sostener los puntos de vista de su maestro sobre tan descomunales temas, habían desarrollado un miedo hacia sus colegas y una disposición susceptible que, como más de una vez les había hecho notar cruelmente Percha-Prisma, no era coherente con su teoría de la inexistencia. «¿Por qué sois tan susceptibles —solía decirles—, si resulta que el dolor o la susceptibilidad no existen?». Ante lo cual los tres, Cañizo, Sobrecaña y Chirlomirlo, se convertían al instante en una sola tienda negra al ponerse a deliberar con la velocidad de la succión. ¡Cómo ansiaban a veces que su barbudo líder estuviera con ellos! Él sabía responder todas las preguntas impertinentes.

Eran hombres infelices, aquellos tres. No por una melancolía propia, sino a causa de sus teorías. Y allí estaban sentados juntos, con las espirales de humo enroscándose a su alrededor, los ojos desplazándose con suspicacia de un rostro a otro de sus heréticos hermanos, en celoso temor de que alguien desafiara la fe que profesaban.

¿Quién más había entrado? Sólo Florimetre, el dandi, Costrón, el gorrón, y el colérico Mulfuego.

Entre tanto, La Mosca había permanecido en el pasillo con los nudillos entre los dientes, emitiendo unos silbidos de lo más escalofriantes. Tanto si éstos habían provocado la súbita aparición al fondo del pasillo de los pocos rezagados como si estos personajes iban ya de camino a la sala de profesores, no había duda de que la estridente música de La Mosca había apresurado sus pasos.

Un palio de humo se cernía sobre ellos, pues no deseaban entrar en el fumadero de Chiripa, como ellos lo llamaban, con pulmones vírgenes.

—El «Bostezón» está aquí —dijo La Mosca a los profesores que se acercaban con gran revuelo de togas. Una docena de cejas se enarcaron. Raras veces veían al director.

Cuando la puerta se cerró tras el último de ellos, fue evidente que aquella sala coriácea no era lugar para nadie que padeciese de asma. Ninguna flor podría medrar allí, salvo las espinosas y duras, algún cacto habituado al polvo y la sed. Tampoco era lugar para aves cantoras, no, ni siquiera para el cuervo, porque el humo llenaría sus delgadas y dulces tráqueas. Aquella atmósfera nada sabía de pastos fragantes, del amanecer en los bosques de avellanos perlados de rocío, de arroyos o luz de estrellas. Era una cueva de bruma color sepia.

La Mosca, cuyo afilado rostro de insecto apenas era visible entre el humo, trepó a la trona, una mano tras otra, y encontró a Bostezoyerto dormido y la bolsa de agua caliente helada como una piedra. Con el diminuto y huesudo pulgar, pinchó al director en las costillas en el punto donde Tauro y Escorpio se superponían. La cabeza de Bostezoyerto se había hundido aún más mientras dormía y apenas se mantenía por encima de la bandeja. Todavía tenía los pies bajo el cuerpo. Parecía una criatura que hubiera perdido su caparazón, porque su rostro se veía repugnantemente desnudo, no sólo físicamente, sino debido a su vacuidad.

Bostezoyerto no despertó con un sobresalto ante los estímulos de La Mosca, como hubiera sido lo normal; aquello hubiera equivalido a un cierto interés por la vida. Se limitó a abrir un ojo que, partiendo del rostro de La Mosca, vagó por la miscelánea de togados que tenía a sus pies.

Volvió a cerrar el ojo.

—¿Qué… hace… aquí… toda… esta… gente? —Su voz salió de su blanda cabeza como una serpentina de papel—. ¿Y qué hago yo aquí? —añadió.

—Todo esto es muy necesario —contestó La Mosca—. ¿He de recordarle otra vez, señor, el edicto de Bergantín?

—¿Por qué no? —dijo Bostezoyerto—. Pero sin demasiado ruido.

—¿O prefiere que Bellobosque lo lea en voz alta, señor?

—¿Por qué no? —dijo el director—. Pero primero haz que llenen mi bolsa.

La Mosca bajó los travesaños de la silla con la bolsa fría en las manos y, con su habitual descaro, se abrió paso hacia la puerta entre el grupo de profesores. Antes de llegar a ella, ayudado por la escasa visibilidad de la sala pero, sobre todo, por la excepcional habilidad de sus delgados deditos, había aligerado a Franegato de un viejo reloj de oro con cadena, al señor Jirón de unas cuantas monedas y a Florimetre de un pañuelo bordado.

Cuando regresó con la bolsa de agua caliente, Bostezoyerto se había dormido otra vez pero, antes de volver a trepar a la silla con ruedas para despertar al director, La Mosca le alcanzó a Bellobosque un rollo de papel.

—Léalo —dijo La Mosca—. Es de Bergantín.

—¿Por qué yo? —dijo Bellobosque con la mano en la quijada—. ¡Que se vayan al cuerno Bergantín y sus avisos! ¡Al cuerno!

Desató el rollo de papel y avanzó con pasos pesados hacia la ventana, donde lo sostuvo bajo la luz que por allí entraba.

A esas alturas, los profesores se habían sentado en el suelo, en grupos o solos, como Franegato, que se había acomodado entre las frías cenizas de la chimenea. De no ser por la ausencia de tiendas, mujeres indias, plumas y hachas de guerra, bien podría haberse tratado de una tribu acampada bajo el humo en suspensión.

—¡Adelante, Bellobosque! ¡Adelante, muchacho! —dijo Percha-Prisma—. Híncale el diente al asunto.

—Para tratarse de un erudito —comentó el sarcástico Jirón—, siempre he tenido la sensación de que Bellobosque está mermado, seriamente mermado. En primer lugar por la dificultad que tiene para comprender frases de más de siete palabras y, en segundo lugar, por el efecto idiotizante que ejerce sobre su mente un frustrado complejo de superioridad.

Se oyó un gruñido entre el humo.

—¿Se trata de eso? ¿Se trata de eso? ¡Ja!

Era la voz de Florimetre. Procedía del extremo más próximo de la larga mesa, en la que se había sentado dejando colgar sus delgadas y elegantes piernas. Le había dado tanto lustre a sus estrechos y puntiagudos zapatos que sus punteras brillaban en medio del humo como antorchas en la niebla. En esa última media hora, no habían podido apreciarse en la sala más pies que los suyos.

—Bellobosque —continuó Florimetre, retomando el tema allí donde Percha-Prisma se había interrumpido—, ¡híncale el diente, hombre! ¡Híncale el diente! ¡Danos la esencia, vamos! Danos la esencia. ¿Es que no sabes leer, viejo farsante?

—¿Eres tú, Florimetre? —dijo otra voz—. Llevo buscándote toda la mañana. ¡Vaya por Dios, qué lustrosos llevas los zapatos! ¡Me estaba preguntando qué diablos eran esas luces! Pero en serio, esto es muy embarazoso para mí, Florimetre, de veras, pero te buscaba por mi esposa en el exilio, ya sabes, está terriblemente enferma. Y ¿qué puedo hacer yo, espléndido como soy, con mi tableta de chocolate semanal? Ya ves cómo están las cosas, camarada; es el fin… o casi… a menos que… me preguntaba si tú podrías… Lo que sea, hasta el martes… En confianza, ya sabes, ¡ja, ja, ja! Es terrible pedir… miseria y todo eso… Pero, en serio, Florimetre (¡caramba, qué par de cascos más deslumbrantes, viejo!), en serio, si pudieses arreglártelas para…

—¡Silencio! —gritó La Mosca interrumpiendo a Costrón, que no se había dado cuenta de que estaba sentado tan cerca de un colega hasta que había oído a su lado la afectada voz de Florimetre. Todos sabían que Costrón no tenía esposa en el exilio, ni enferma ni de otra clase. También sabían que sus continuos ruegos se debían no tanto a que estuviera sumido en la pobreza como a su deseo de llamar la atención. Costrón parecía pensar que tener una esposa en el exilio que, además, agonizaba en medio de atroces dolores, le daba una especie de aureola romántica. Lo que pretendía suscitar no era compasión, sino envidia. Sin una consorte exiliada y moribunda, ¿qué era él? Solamente Costrón. Nada más. Costrón para sus colegas y Costrón para sí mismo. Algo con siete letras que caminaba a dos patas.

Pero Florimetre se había bajado de la mesa aprovechando el humo. Dio unos delicados pasos hacia su izquierda y tropezó con las piernas extendidas de Mulfuego.

—¡Que Satán te deje morado a golpes! —rugió una fea voz desde el suelo—. ¡Malditos sean tus pies apestosos, seas quien seas!

—¡Pobre viejo Mulfuego! ¡Pobre viejo puerco! —dijo otra voz, una más familiar, y a continuación todos tuvieron la sensación de que algo se estremecía incontrolablemente, aunque sin el acompañamiento del sonido correspondiente.

Franegato se mordía el labio inferior. Llegaba con retraso a su clase. Todos llegaban con retraso. Pero a nadie más que a Franegato le preocupaba este hecho. Frane sabía que, a esas alturas, el techo de la clase estaría azul de tinta, que Tartaja, el pequeño de piernas arqueadas, andaría revolcándose debajo del pupitre en una convulsión de frenético desenfreno, que los tirachinas estarían disparándose libremente desde cualquier escondrijo de madera y que las bombas fétidas estarían transformando su aula en un infierno nauseabundo. Sabía todo eso y no podía hacer nada. El resto del claustro también lo sabía, pero no tenían ningún deseo de hacer nada.

Entre el palio de humo una voz exclamó:

—¡Silencio, caballeros, silencio para el señor Bellobosque!

Y otra:

—¡Oh, diablos, mis dientes, mis dientes!

Y otra:

—¡Si al menos no soñara con armiños!

Y otra:

—¿Adónde habrá ido a parar mi reloj de oro?

Y entonces La Mosca de nuevo:

—¡Silencio, caballeros! ¡Silencio para Bellobosque! ¿Está usted listo, señor? —dijo, y escrutó el rostro inexpresivo de Bostezoyerto.

—¿Por qué… no? —dijo Bostezoyerto en respuesta, con una pausa particularmente larga entre el «Por qué» y el «no». Bellobosque leyó:

Edicto 1597577361544329621707193

A la atención de Bostezoyerto, director, y a los caballeros del claustro de profesores, a todos los bedeles, conservadores y demás personas con autoridad.

En el día de hoy… del mes de… del octavo año del septuagésimo séptimo conde, a saber, Titus, señor de Gormenghast, se les comunica y advierte en lo concerniente a su actitud, tratamiento y conducta con respecto al anteriormente mencionado conde, quien ahora, en el umbral de la edad de la razón, podría impresionar al director, los caballeros del claustro de profesores, bedeles, conservadores y similares con las atribuciones de su linaje hasta el punto de distraer a estas personas de su deber con respecto a la ley inmemorial que rige la actitud que Bostezoyerto, etcétera, están estrictamente obligados a adoptar, en tanto en cuanto deben tratar al septuagésimo séptimo conde en todos los aspectos y en toda ocasión tal como tratarían a cualquier otro menor confiado a su custodia, sin obstáculo ni favoritismo, para que le sea inculcada noción de las costumbres, tradiciones y ritos y, por encima de todo, noción de las obligaciones inherentes a cada una de las ramificaciones de la vida del castillo, y también una noción indeleble de las responsabilidades que asumirá cuando alcance la mayoría de edad, momento en el que, transcurridos sus años de formación entre la chusma de los jóvenes del castillo, es de suponer que el septuagésimo séptimo conde no sólo habrá desarrollado una mente ágil, un conocimiento de la naturaleza humana, un cierto ímpetu, sino, además, un cierto grado de saber derivado de los esfuerzos que usted, señor director, y ustedes, caballeros del claustro de profesores, deben aportar en cumplimiento de su deber, por no mencionar el privilegio y el honor que ello representa.

Todo esto, señor, es, o debería ser, algo bien sabido para ustedes pero, estando el septuagésimo séptimo conde en su octavo año de vida, he creído conveniente recordarles estas responsabilidades, en mi condición de Maestro del Ritual, etcétera, en capacidad de lo cual estoy autorizado a aparecer en cualquier momento en cualquier aula por mí elegida para informarme sobre el modo en que imparten sus distintas disciplinas y con particular interés sobre el efecto que ello tenga sobre el progreso del joven conde.

Bostezoyerto, señor, desearía inculcárais en vuestro personal la magnitud de la tarea que tienen ante sí y en particular…

Pero Bellobosque, cuya mandíbula de pronto empezó a dolerle como si la estuviesen martillando sobre un yunque calentado al blanco, tiró el pergamino y cayó de rodillas con un aullido de dolor que despertó a Bostezoyerto hasta el punto de que abrió los dos ojos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Bostezoyerto a La Mosca.

—Bellobosque, que siente dolor —replicó el enano—. ¿Termino de leer el edicto?

—¿Por qué no? —dijo Bostezoyerto.

Franegato le tendió el papel a La Mosca. Nervioso, había salido a gatas de las cenizas e imaginaba ya a Bergantín en su aula y los sucios ojos líquidos de aquella criatura coja fijos en la tinta que en aquel momento debía de estar chorreando por las paredes de cuero.

La Mosca arrancó el papel de la mano de Franegato y, tras soltar un silbido preparatorio logrado gracias a la conjunción de nudillos, labios y tráquea, retomó la lectura. El silbido fue tan estridente que, como un solo hombre, los reclinados miembros del claustro se sentaron de un salto sobre sus posaderas.

La Mosca leyó de prisa, cada palabra atropellando la siguiente, y terminó el edicto de Bergantín casi de un tirón.

… desearía inculcárais en vuestro personal la magnitud de la tarea que tienen ante sí, y en particular a aquellos miembros del claustro que confunden el ritual de su vocación con el simple hábito, convirtiéndose en lapas molestas pegadas a la roca viviente, o que, como malignas enredaderas en torno a un brote vivo, ahogan la respiración del castillo.

Firmado (por orden de) Bergantín, Maestro del Ritual, Conservador de los Ritos y custodio hereditario de los manuscritos por

PIRAÑAVELO (amanuense)

Alguien había encendido una linterna que, puesta sobre la mesa, apenas alcanzaba a iluminar con un mortecino resplandor el pecho del cormorán disecado. Había algo ignominioso en la necesidad de recurrir a una lámpara en un mediodía de verano.

—Si alguna vez hubo una lapa molesta envuelta en enredaderas esa lapa eres tú, amigo mío —dijo Percha-Prisma dirigiéndose a Bellobosque—. ¿Te das cuenta de que todo eso iba dirigido a ti? Para ser un anciano, has llegado demasiado lejos, lo que se dice demasiado lejos. ¿Qué harás cuando te destituyan, amigo? ¿Adónde irás? ¿Hay alguien que te quiera?

—¡Oh, por todos los diablos! —gritó Bellobosque con tal estridencia y descontrol que hasta Bostezoyerto sonrió. Fue quizá la sonrisa más leve y lánguida que haya agitado jamás durante un instante la mitad inferior de un rostro humano. Los ojos no participaron de ella. Eran tan inexpresivos como platos de leche; pero una de las comisuras de la boca se alzó como podría haberlo hecho el frío labio de una trucha.

—Señor… Mosca —dijo el director con una voz tan remota como el fantasma de su fugaz sonrisa—. Señor… Mosca…, usted…, virus, ¿dónde… está?

—¿Señor? —dijo La Mosca.

—¿Era… ése… Bellobosque?

—En efecto, lo era, señor —dijo La Mosca.

—Y…, ¿cómo… se… encuentra… últimamente?

—Siente dolor —dijo La Mosca.

—¿Mucho… dolor?

—¿Quiere que se lo pregunte, señor? —dijo La Mosca.

—¿Por qué… no?

—¡Bellobosque! —gritó La Mosca.

—¿Qué tripa se te ha roto, maldito? —dijo Bellobosque.

—El director pregunta por tu salud.

—¿Por mi salud? —dijo Bellobosque.

—Por tu salud —dijo La Mosca.

—¿Señor? —inquirió Bellobosque, mirando en dirección a la voz.

—Acércate —dijo Bostezoyerto—. No… puedo… verte… mi… pobre… amigo.

—Ni yo a usted, señor.

—Adelanta… la… mano… Bellobosque. ¿Notas… algo?

—¿Es éste su pie, señor?

—En efecto… lo… es… mi… pobre… amigo.

—Vaya que sí, señor —dijo Bellobosque.

—Y ahora… dime… Bellobosque… dime…

—¿Sí, señor?

—¿Te… sientes… indispuesto… mi… pobre… amigo?

—Se trata de un dolor localizado, señor.

—¿No… será… en… la… mandíbula?

—Ahí es, sí, señor.

—Como… en… los… viejos… tiempos… cuando… eras… ambicioso… Cuando… tenías… ideales…, Bellobosque… Todos… teníamos… esperanzas… puestas… en… ti…, según… creo… recordar… —Se oyó el sonido de una risa que recordaba el borboteo de unas gachas.

—Efectivamente, señor.

—¿Queda… todavía… alguien… que… crea… en… ti…, mi… pobre… amigo?

No hubo respuesta.

—Vamos… vamos. No debes quejarte de tu destino. Ni… criticar… la… hoja… marchita… que… amarillea… Oh… no…, mi… pobre… Bellobosque…, has… madurado. Quizá… hasta… podría… decirse… que… estás… pasado. ¿Quién… sabe? Con… el… tiempo… todos… vamos… a… menos. ¿Tienes… más… o… menos… el… mismo… aspecto, amigo… mío?

—No lo sé —dijo Bellobosque.

—Estoy… cansado —dijo Bostezoyerto—. ¿Qué… estoy… haciendo… aquí? ¿Dónde… está… ese… virus…, el señor… Mosca?

—¡Señor! —contestó como un disparo de mosquete.

—Sáqueme… de… aquí. Empuje… la… silla… y lléveme… donde haya… silencio…, señor… Mosca… Lléveme… a… la… amable… oscuridad… —Su voz se elevó en un espantoso tiple que, aunque vacío y apagado, contenía en sí el germen de la vida—. Empuja… mi… silla… hacia… el… dorado… vacío —exclamó.

—Inmediatamente, señor —dijo La Mosca.

Al punto pareció como si la sala de profesores se hubiese llenado de gaviotas hambrientas, pero los chillidos procedían de las ruedas faltas de aceite de la trona, que habían empezado a girar lentamente. Franegato localizó el picaporte luego de un breve tanteo a ciegas y abrió la puerta de par en par. Afuera, en el corredor, se veía el resplandor de la luz. Las espirales de humo se recortaron contra aquélla, y al poco, la fantástica silueta de Bostezoyerto, instalada como un saco en lo alto de la trona desvencijada, hizo su chirriante salida de la sala como si se tratara de un alto y negro andamio dotado de vida propia.

El chillido de las ruedas fue haciéndose cada vez más débil.

Pasó un tiempo antes de que el silencio fuera roto. Ninguno de los presentes había escuchado jamás aquella nota aguda en la voz del director, y les había helado la sangre. Ni tampoco lo habían oído nunca explayarse tanto ni en esa vena mística. Era terrible pensar que aquel hombre era algo más que la nulidad que ellos tenían asumida desde hacía tanto tiempo. No obstante, una voz quebró por fin el meditabundo silencio.

—Un «asunto» verdaderamente árido —dijo Costrón.

—¡Por el amor de Dios, que alguien encienda una luz! —gritó Percha-Prisma.

—¿Qué hora debe ser? —gimió Franegato.

Alguien había encendido un fuego en la chimenea, utilizando como combustible algunos de los cuadernos de Franegato que éste no había podido recoger del suelo. Habían puesto el globo terráqueo en lo alto de la pila y, como estaba hecho de alguna madera fina, en pocos minutos proporcionó una luz excelente mientras los continentes se desprendían como mondas y los océanos burbujeaban. El recordatorio de que había que azotar a Molleraviesa, escrito con tiza en la superficie coloreada, desapareció entre las llamas, y con él el castigo del muchacho, porque Mulfuego no volvió a acordarse y Molleraviesa nunca se lo recordó.

—¡Vaya, vaya! —dijo Florimetre—, ¡si el inconsciente del director no está consciente, llamadme ciego…, llamadme ciego! ¡Caramba, qué cosas, qué cosas!

—¿Qué hora es, caballeros? ¿Qué hora debe ser, si alguien es tan amable de decírmelo? —dijo Franegato, buscando a tientas los cuadernos por el suelo. La escena lo había desquiciado y los cuadernos que había logrado recuperar se le caían constantemente de las manos.

El señor Mustio sacó uno de los cuadernos del fuego y, sosteniéndolo por una esquina que no ardía lo sostuvo un instante ante el reloj.

—Cuarenta minutos para la salida —dijo—. Casi no vale la pena…, ¿o sí? Personalmente, creo que me limitaré a…

—¡Eso mismo haré yo! —gritó Florimetre—. ¡Que me llamen tonto si mi clase no está en llamas o inundada a estas horas!

La misma idea debía de rondar por la cabeza de la mayoría, porque se produjo una movilización general en dirección a la puerta. Sólo Opus Chiripa permaneció en su decrépito sillón, con la barbilla como una hogaza apuntando hacia el techo, los ojos cerrados y la boca correosa describiendo una línea tan fatua como indolente. Un momento más tarde, el susurro de una docena de togas al viento rozando las paredes de los pasillos presagió el giro de una docena de picaportes y la entrada de los profesores de Gormenghast en sus respectivas aulas.