DIEZ

En la pésima luz subterránea que llenaba la sala de profesores, tres figuras parecían flotar entre el movimiento de la parda marea. El humo del tabaco había convertido aquel lugar en una suerte de tumba ambarina. Aquellos tres eran la vanguardia de una reunión diaria, tan sacrosanta e inevitable como la reunión de los grajos en las copas de los olmos en el mes de marzo. ¡Sí, pero infinitamente más malsana! Una reunión de los profesores, pues eran las once en punto y el corto recreo había comenzado.

Los alumnos —los gorriones, por así decir— de Gormenghast corrían hacia el vasto patio de arenisca roja, un patio flanqueado en todos sus lados por altos muros cubiertos de hiedra de la misma piedra. ¡Los filos de incontables navajas se habían quebrado contra su áspera superficie, pues habría quizá un millar de iniciales de pata de mosca grabadas en la piedra! Un centenar de despedidas y observaciones trabajosamente talladas cuyo significado hacía tiempo que se había diluido. Otras incisiones más profundas habían marcado las reglas de algún juego de invención local. Más de un muchacho había sollozado contra aquellas paredes, más de unos nudillos se habían magullado al esquivar una cabeza el puñetazo. Más de un niño se había abierto camino a golpes hasta el patio con la boca ensangrentada y un millar de vacilantes pirámides de muchachos se habían tambaleado y desmoronado mientras los de arriba se agarraban a la hiedra.

Al patio se accedía por un túnel que nacía inmediatamente debajo de la alargada aula meridional y al que llevaban unos peldaños que, a través de una trampilla, descendían hasta éste. En este túnel, viejo y recubierto de helechos, resonaban en ese momento los salvajes chillidos de una horda de chicos que se dirigían atropelladamente al patio de piedra roja, su inmemorial campo de juegos.

Pero en la sala de profesores, los tres caballeros hallaban la relajación más por una disminución que por un incremento de energía.

Entrar en la sala por el corredor de los profesores significaba experimentar un extraordinario cambio de atmósfera, no menos repentino que el que sufriría quien, nadando en aguas límpidas y transparentes, se encontrara de pronto luchando desesperadamente por mantenerse a flote en una ensenada de sopa. No sólo el aire tenía un tinte pardo a causa de una mezcla de olores que incluía tabaco rancio, tiza seca, madera podrida, tinta, alcohol y, sobre todo, cuero mal curtido, sino que el color general de la sala era una transcripción de los olores, pues las paredes estaban recubiertas de cuero de caballo del más deprimente de los marrones, sólo mitigado por el centelleo apagado de algunas cabezas de tachuelas dispersas.

A la derecha de la puerta colgaban las negras togas de los maestros en diversos estadios de descomposición.

De los tres profesores, el primero en llegar a la sala aquella mañana para asegurarse el único sillón (tenía la costumbre de abandonar la clase que estaba dando —o que fingía dar— al menos veinte minutos antes de que concluyese oficialmente para asegurarse de que encontraba el sillón desocupado) fue Opus Chiripa. Más que sentarse, se tendía en lo que entre el personal se conocía como «la Cuna de Chiripa». Pues había desgastado aquel elemento del mobiliario —o símbolo de la poltronería— hasta darle una forma que convertía en una arriesgada empresa el descenso de cualquier otro cuerpo que no fuera el suyo en aquel ondulante cráter de crin de caballo.

Aquellos caprichos diarios antes del descanso de media mañana y su reanudación antes de que sonara la campana de la cena eran muy apreciados por el señor Opus Chiripa, quien, durante esos períodos, incrementaba el palio de humo de tabaco que ya oscurecía el techo de la sala con una cantidad de emanaciones propias suficientes para poder afirmar no sólo que el entarimado del suelo estaba en llamas, sino que el centro de la conflagración era el señor Chiripa en persona, tendido formando un ángulo de cinco grados con respecto al suelo, en una posición que, en cualquier caso, podía sugerir asfixia. Pero nada ardía salvo el tabaco de su pipa y allí, en posición supina, expulsando blancas espirales de humo por su ancha boca, musculosa y desprovista de labios (bastante parecida a la de un afable y enorme lagarto), revelaba una despreocupación tan brutal por su propia tráquea y las ajenas que uno no podía evitar preguntarse cómo podía aquel hombre compartir el mismo mundo con jacintos y damiselas.

Tenía la cabeza muy echada hacia atrás. La larga y prominente barbilla apuntaba al techo como una hogaza de pan y los ojos seguían con expresión lúgubre el ondulante ascenso de cada nuevo anillo de humo hasta que éste era absorbido por las nubes superiores. Había una suerte de madurez en su indolencia, en su pavorosa ecuanimidad.

De los dos compañeros de Opus Chiripa que estaban con él en la sala, Percha-Prisma, el más joven, se acuclillaba garboso en el borde de una larga mesa manchada de tinta. El vetusto mueble se hallaba cubierto en toda su extensión de libros de texto, lapiceros azules, pipas cargadas a distintos niveles de ceniza y picadura sin fumar, trozos de tiza, un calcetín, varios tinteros, un bastón de caminante de bambú, un charco de cola blanca, un mapa del sistema solar, buena parte de cuya superficie se había consumido a consecuencia de algún pasado accidente con una botella de ácido, un cormorán disecado con la patas claveteadas con unas tachuelas que no lograban mantener derecho al pájaro, un descolorido globo terráqueo con las palabras «Azotar a Molleraviesa el jueves» garabateadas en tiza amarilla desde debajo del Ecuador hasta más allá del Círculo Ártico, listas, avisos, instrucciones, una novela titulada Las increíbles aventuras de Cupido Gato y por lo menos una docena de altas y desordenadas pagodas de cuadernos de color ante.

Percha-Prisma había despejado un reducido espacio en un extremo de la mesa y allí estaba acuclillado, con los brazos cruzados. Era un hombre más bien menudo y rollizo que rezumaba presunción en cada movimiento que ejecutaba, en cada palabra que pronunciaba. Tenía una nariz porcina y unos ojos como botones negros y horrorosamente vivaces rodeados por anillos suficientes para lacear y estrangular en el momento de su concepción cualquier idea de que tenía menos de cincuenta años. Pero su nariz, que no parecía tener más que unas horas de edad, contribuía no poco, a su porcina manera, a contrarrestar el efecto producido por los anillos alrededor de los ojos y le daba a Percha-Prisma, en suma, un aire juvenil.

Opus Chiripa en su asiento predilecto, Percha-Prisma posado en el borde de la mesa. En contraste con sus colegas, el tercero de estos caballeros de la sala de profesores parecía tener algo que hacer. Mirándose en un espejo de mano que había sobre la repisa de la chimenea, con la cabeza ladeada para captar la poca luz que lograra abrirse paso entre el humo, Bellobosque examinaba sus dientes.

A su manera, era un hombre guapo. De cabeza grande, su frente y el puente de su nariz descendían en una única línea de innegable nobleza. El mentón era tan largo como la frente y la nariz juntas, y de perfil se encontraba en una línea perfectamente paralela a estos rasgos. Su leonina melena de níveos cabellos le confería algo de la dignidad del profeta, sin embargo los ojos eran decepcionantes. No hacían ningún esfuerzo por confirmar la promesa de los demás rasgos, que habrían constituido el marco ideal para unos ojos en los que relampagueara el fuego visionario. Los ojos del señor Bellobosque no relampagueaban lo más mínimo. Eran más bien pequeños, de un triste color gris verdoso y bastante inexpresivos. Después de haberlos visto, era difícil no abrigar un cierto resentimiento contra su espléndido perfil, por fraudulento. Los dientes, desiguales y cariados, eran el peor rasgo del señor Bellobosque.

Con gran rapidez, Percha-Prisma estiró simultáneamente brazos y piernas y luego los retrajo. Al mismo tiempo, cerró sus brillantes ojos negros y bostezó con toda la anchura que su diminuta y remilgada boca le permitió. Luego palmeó la mesa, como queriendo decir: «¡No puede uno pasarse el día aquí sentado, soñando!». Frunciendo el ceño, sacó una pipa pequeña, elegante y bien cuidada (había descubierto hacía mucho tiempo que aquélla era su única defensa contra el humo de sus colegas) y la cargó con dedos rápidos y diestros. Mientras la encendía, entrecerró los ojos y la cara inferior de su nariz porcina reflejó el resplandor de la llama. Con los ojos oscuros y cerebrales ocultos por un instante tras los párpados, más que un hombre parecía un lactante famélico.

Aspiró la pipa tres o cuatro veces seguidas y entonces, tras apartarla de su elegante boquita, dijo enarcando las cejas:

—¿Es necesario?

Tendido en su sillón como si éste fuera una camilla, Opus Chiripa no movió nada a excepción de sus ojos perezosos, que se volvieron lentamente hasta enfocar con expresión abstraída el rostro interrogativo de Percha-Prisma. Pero comprobó que Percha-Prisma evidentemente se dirigía a otra persona y, volviendo lánguidamente los ojos atrás, el señor Chiripa pudo obtener una borrosa imagen de Bellobosque, detrás de él. Ese augusto caballero que examinaba sus dientes con tan minucioso cuidado frunció el magnífico ceño y volvió la cabeza.

—¿Qué es necesario? Explícate, mi querido muchacho. Si hay algo que detesto son las oraciones de dos palabras. Mi querido muchacho, hablas como una cascada de loza.

—Bellobosque, eres un condenado viejo pedante y ya hace tiempo que te esperan para tu funeral —dijo Percha-Prisma—, y además eres más lento que una tortuga preñada. Por el amor de Dios, ¡deja ya de hurgarte los dientes!

En su destartalado asiento, Opus Chiripa entornó los ojos y, puesto que dibujó con su ancha boca de labios correosos una curva ligeramente ascendente, se podría haber pensado que de la situación obtenía un cierto regocijo sardónico, camuflado por el formidable volumen de humo que brotó de sus pulmones y salió por su boca, elevándose en el aire en la forma de un olmo blanco como la nieve.

Bellobosque le dio la espalda al espejo y perdió de vista su imagen y sus problemáticos dientes.

—Percha-Prisma —dijo—, eres un advenedizo insoportable. ¿Qué demonios te importan mis dientes? Tenga la amabilidad de dejar que yo me ocupe de ellos, señor.

—Con mucho gusto —dijo Percha-Prisma.

—Resulta, querido camarada, que me duelen —dijo Bellobosque, y su tono se dulcificó.

—Eres un avaro —dijo Percha-Prisma—. Te aferras a cosas caducas. Sea como sea, ya no te sirven. Haz que te los saquen.

Bellobosque se elevó una vez más a la categoría de imponente profeta.

—¡Eso nunca! —exclamó, pero echó a perder la majestad de sus palabras echándose mano a la mandíbula y gimiendo patéticamente.

—No me das lástima —dijo Percha-Prisma, balanceando las piernas—. Eres un viejo estúpido, y si estuvieses en mi clase te azotaría dos veces al día hasta que dominaras, uno, tu crasa dejadez, dos, tu mórbida atracción por la putrefacción. No me das ninguna lástima.

Esta vez, cuando Opus Chiripa expulsó su acre nube lo hizo con una inconfundible sonrisa.

—Pobre condenado y viejo Bellobosque —dijo—. ¡Pobre viejo Colmillos!

Y empezó a reírse con un estilo muy personal, una risa violenta y silenciosa. Su pesado cuerpo reclinado envuelto en la toga negra se agitó adelante y atrás. Las rodillas se le pegaron a la barbilla. Los brazos colgaron a los lados del sillón, desvalidos. La cabeza se le bamboleó. Parecía como si estuviera en las últimas fases del envenenamiento por estricnina. Pero no emitió ningún sonido ni su boca se abrió. Gradualmente el espasmo fue remitiendo y, cuando su rostro recuperó su natural color arena (su risa contenida le había conferido un rojo intenso), continuó fumando con ahínco.

Con paso digno y pesado, Bellobosque se plantó en el centro de la sala.

—Así que para usted soy el «Condenado Bellobosque», ¿no es así, señor Chiripa? Eso es lo que piensa de mí, ¿no es cierto? Así es como discurren sus groseros pensamientos. ¡Ajá!… ¡Ajá! —Su intento de aparentar que meditaba filosóficamente sobre el carácter de Chiripa fracasó miserablemente. Negó con un movimiento de su venerable cabeza—. Amigo mío, es usted un sujeto de lo más grosero. Es como un animal… más aún, como un vegetal. Tal vez ha olvidado que, hace quince años, se consideró la posibilidad de nombrarme director. Sí, señor Chiripa, «se consideró». Fue entonces, creo, cuando se cometió el trágico error de incluirlo a usted en el claustro. Humm… Desde entonces ha sido usted una deshonra, señor, una deshonra durante quince años, una deshonra para nuestro oficio. Por lo que a mí se refiere, indigno como soy, le participo que me avala una experiencia que no pienso molestarme en enumerar. ¡Es usted un holgazán, señor, un maldito holgazán! Y por su falta de respeto hacia un anciano erudito únicamente…

Pero una nueva punzada de dolor forzó a Bellobosque a llevarse la mano a la mandíbula.

—¡Oh, mis dientes! —gimió.

Durante esta arenga, la mente del señor Chiripa había estado divagando. Si le hubieran preguntado, habría sido incapaz de repetir una sola palabra de lo que le habían dicho.

Pero la voz de Percha-Prisma abrió un sendero entre las densas nieblas de su ensueño.

—Mi querido Chiripa —dijo—, ¿es o no es cierto que, en una de esas raras ocasiones en las que tuviste a bien presentarte en un aula (creo que en esa ocasión se trataba de la Gamma cinco), te referiste a mí con el nombre de «gallo cabezón»? Ha llegado a mis oídos que te referiste a mí exactamente en esos términos. Confírmamelo, porque suena muy en tu línea.

Opus Chiripa se acarició el largo y protuberante mentón.

—Es probable —dijo al fin—, pero no podría asegurarlo. Nunca escucho. —El extraordinario paroxismo se inició de nuevo: las agitadas e incontrolables oleadas de silenciosa risa corporal.

—Una memoria muy oportuna —dijo Percha-Prisma con un leve tono de irritación en la voz seca y cortante—. Pero ¿qué ha sido eso?

Había oído algo fuera, en el corredor, algo parecido al agudo y lejano chillido de una gaviota. Opus Chiripa se incorporó sobre un codo. El agudo sonido ganó estridencia. De pronto, la puerta se abrió de par en par y allí, ante ellos, en el umbral, apareció el director.