NUEVE

En lo alto del ala sur existía un rellano casi olvidado, un rellano ocupado desde hacía muchas décadas por sucesivas generaciones de ratones de color gris paloma, unas criaturas curiosamente diminutas, apenas mayores que la falange de un dedo y oriundas de dicha ala sur, pues nunca se las vio en ninguna otra parte.

En el pasado, aquella extensión de suelo poco frecuentada, cerrada en un lado por altas balaustradas, debía de haber sido de gran interés para una o varias personas; porque aunque los colores se habían desvaído en su mayor parte, en algún momento el entarimado del suelo debía de haber lucido un carmesí intenso y resplandeciente y las tres paredes el amarillo más brillante. Las balaustradas alternaban el verde manzana y el azul celeste, y también de este último color eran los marcos de los vanos sin puertas. Los corredores que, en perspectiva menguante, partían de allí prolongaban el carmesí del suelo y el amarillo de las paredes, pero estaban sumidos en una densa sombra.

Las balaustradas de los balcones miraban hacia el lado sur y, en la pendiente del tejado que había sobre éstos, una ventana dejaba pasar la luz y, en ocasiones, el mismo sol, cuyos rayos convertían este silencioso y olvidado rellano en un cosmos, un firmamento de partículas en movimiento, brillantemente iluminadas, una provincia a un tiempo astral y solar; pues el sol llegaba hasta ella con sus largos rayos y los rayos bailaban con estrellas. Allí donde daba el sol, el suelo florecía como una rosa, una pared estallaba en una luminosidad azafranada y las balaustradas llameaban como anillos de serpientes de colores.

Pero incluso con la invasión de la luz solar en los días más despejados del verano, un pigmento de podredumbre teñía el brillo de los colores, y el rojo que ardía en los entarimados había perdido su llama.

Y esta vieja pista de circo era el escenario por el que se movían las familias de ratones grises.

Titus dio por primera vez con las barandillas coloreadas de la escalera en un punto dos pisos por debajo del balcón de paredes amarillas. Había estado explorando el piso inferior y, al descubrir que se había perdido, se había asustado, pues, una tras otra, las habitaciones que encontraba mostraban una oscuridad cavernosa o un vacío inundado por la luz del sol que inflamaba el polvo de los vastos suelos y que asustaba más al pequeño en su dorado abandono que las sombras más densas. De no haber apretado los puños hubiera gritado, pues la ausencia de fantasmas en los salones y estancias desiertos resultaba turbadora; cuando entraba en ellos, el niño tenía la sensación de que algo acababa de abandonar aquellos corredores y salones o bien de que los escenarios estaban prestos para que ese algo hiciera su aparición.

Y al doblar una esquina, con la imaginación desbocada y el corazón latiéndole alborotadamente, Titus tropezó con una sección de la escalera situada dos pisos por debajo de la guarida de los ratones grises.

En cuanto vio la escalera, Titus corrió hacia ella como si cada balaustre fuera un amigo. Incluso en medio de su arrebato de alivio y con el vacío eco de sus pasos resonándole todavía en los oídos, sus ojos se agrandaron ante el verde manzana y el azul cielo de los balaustres, cada uno un alto plinto desafiante. Sólo la baranda que aquellos brillantes objetos sostenían, de una lisa blancura marfileña desgastada por el uso, carecía de color. Titus se aferró a los barrotes y miró abajo a través de ellos. Poca vida se veía en las profundidades que se abrían a sus pies. Un pájaro sobrevoló lentamente un distante rellano, una sección del enlucido se desprendió de una pared en sombras tres pisos por debajo del pájaro, pero aquello fue todo.

Titus miró hacia arriba y vio lo cerca que estaba de la cabecera de la escalera. Ansioso por escapar de la atmósfera de aquellas regiones superiores, no pudo sin embargo resistirse a subir corriendo los escalones, y desde arriba pudo ver los colores llameantes. Los ratones grises chillaron y se desperdigaron por los pasadizos o se metieron en sus agujeros. Unos cuantos se pegaron a las paredes y observaron a Titus durante un rato antes de retomar su sueño o su roedura.

La atmósfera le resultó al muchacho inefablemente dorada y amistosa, tan amistosa que su proximidad a la vacía habitación de abajo apenas turbó su deleite. Se sentó con la espalda contra una pared amarilla y observó las maniobras de las partículas blancas en los oblicuos rayos de sol.

—¡Esto es mío, mío! —dijo en voz alta—. Yo lo he descubierto.