Aunque ellas lo ignoraban, Cora y Clarisa estaban prisioneras en sus aposentos. Pirañavelo había claveteado y cerrado desde el exterior todas las salidas posibles. Llevaban dos años encarceladas, pues se habían ido de la lengua hasta casi comprometer a Pirañavelo. A pesar de la astucia y paciencia con que las trataba, al joven no se le había ocurrido ningún otro medio infalible de asegurarse su silencio permanente en lo relativo al tema del incendio de la biblioteca. Ningún otro medio… salvo uno. Las gemelas estaban convencidas de que sólo ellas, entre todos los habitantes del castillo, se habían librado de una terrible enfermedad inventada por Pirañavelo y que éste llamaba «la peste de la comadreja».
Las gemelas eran como agua. Pirañavelo podía abrir o cerrar a voluntad el grifo de su terror. Ambas le estaban patéticamente agradecidas porque, gracias a su superior sabiduría, gozaban de una relativa buena salud. Si es que puede llamarse salud a la simple y llana negativa a morir aunque hubiera un centenar de razones por las que deberían hacerlo. El temor a entrar en contacto con los portadores de la enfermedad las obsesionaba y Pirañavelo les traía a diario noticias de muertos y moribundos.
Sus aposentos ya no eran aquellas espaciosas estancias donde, siete años antes, Pirañavelo les presentara sus respetos. Lejos de poseer una Habitación de las Raíces y un gran árbol que se inclinaba sobre el vacío a cientos de pies sobre la tierra, ahora vivían a ras de suelo, en un oscuro distrito del castillo, un callejón sin salida, un promontorio de piedra malsano y húmedo alejado incluso de las rutas menos transitadas. No sólo no había manera de llegar allí, sino que además la zona estaba vetada a causa de su pésima reputación. Insalubre a causa de la humedad, solo respirar en aquella atmósfera significaba contraer una pulmonía doble.
Irónicamente, era en semejante lugar donde ellas se ufanaban en la errónea creencia de que sólo ellas escaparían de la virulenta y espantosa enfermedad que, en su imaginación, postraba Gormenghast. Bajo la férula de Pirañavelo, se habían vuelto tan ególatras que ansiaban que llegara el día en que, como únicas supervivientes, saldrían a la luz (tomadas las debidas precauciones) y serían, después de largos años de frustración, las únicas aspirantes a la corona de Groan, aquel descomunal y elevado símbolo de soberanía con su zafiro central del tamaño de un huevo de gallina.
Aquél era uno de sus más acalorados temas de discusión: si habría que aserrar la corona por la mitad y dividir el zafiro para que en todo momento pudieran llevar encima al menos una parte de ella o si debían dejarla intacta y llevarla en días alternos.
A pesar de lo acalorado y reñido del tema, éste no suscitaba una animación apreciable. Ni los labios se les veía mover, pues habían adquirido el hábito de mantenerlos ligeramente separados y proyectar sus monótonas voces sin siquiera un temblor de la boca. Pero la mayor parte de sus largos y solitarios días la pasaban en silencio. Las intermitentes apariciones de Pirañavelo, cada vez menos frecuentes, eran, aparte de sus descabelladas, grotescas y paranoicas visiones de un futuro de tronos y coronas, sus únicas fuentes de animación.
¿Cómo fue posible ocultar a sus señorías Cora y Clarisa de aquel modo y cómo se permitió que tal iniquidad continuara?
No se permitió; pues, por lo que a Gormenghast concernía, ambas habían sido sepultadas dos años antes en el panteón de los Groan con gran boato. Pirañavelo había confeccionado un par de réplicas en cera para la luctuosa ocasión. Una semana antes de que estas efigies fueran depositadas en el sarcófago, en los aposentos de las gemelas se había descubierto una carta, supuestamente de su puño y letra, pero en realidad amañada por Pirañavelo, que divulgaba la terrible nueva de que las hermanas del septuagésimo sexto conde, que había desaparecido del castillo sin dejar rastro, decididas a la destrucción de sus personas, una noche habían abandonado subrepticiamente el castillo para acabar con sus vidas entre los barrancos de la montaña de Gormenghast. Las partidas de búsqueda, organizadas por Pirañavelo, no habían encontrado rastro de ellas.
Con el pretexto de que examinaran un par de cetros que había encontrado y hecho redorar, la noche previa al descubrimiento de la nota Pirañavelo condujo a las gemelas a las habitaciones que ahora ocupaban.
Todo aquello parecía muy lejano. Titus no era entonces más que un niño. Excorio acababa de ser desterrado. Sepulcravo y Vulturno se habían esfumado en el aire. Como dientes caídos de la mandíbula de Gormenghast, la desaparición de las gemelas, sumada a esas otras, dio durante un tiempo al castillo un semblante raro y un maxilar dolorido. Las heridas habían sanado hasta cierto punto y se había aceptado el cambio de rostro. Después de todo, Titus estaba vivo y sano, y la continuidad de la dinastía, asegurada.
Las gemelas estaban sentadas en su habitación, después de una jornada más silenciosa de lo habitual. Una lámpara colocada sobre una mesa de hierro (que permanecía encendida todo el día) les proporcionaba luz suficiente para dedicarse a sus bordados; pero durante un rato ninguna de ellas se aplicó a la tarea.
—¡Cuánto tiempo dura la vida! —dijo Clarisa al fin—. A veces pienso que no vale la pena insistir.
—No sé nada acerca de insistir —repuso Cora—, pero, ya que has hablado, bien puedo decirte que, como de costumbre, has olvidado algo.
—¿Qué he olvidado?
—Has olvidado que ayer lo hice yo y que hoy te toca a ti, eso.
—¿Que me toca qué?
—Consolarme —dijo Cora, mirando fijamente una de las patas de la mesa de hierro—. Puedes hacerlo hasta las siete y media, y entonces te tocará a ti sentirte deprimida.
—Muy bien —dijo Clarisa, y acto seguido empezó a acariciar el brazo de su hermana.
—¡No, no, no! —dijo Cora—, no seas tan obvia. Haz cosas que no parezcan tener relación, como por ejemplo preparar el té y ponerlo ante mí en silencio.
—Muy bien —respondió Clarisa, más bien hosca—, pero ya lo has estropeado al decirme lo que tengo que hacer. Ya no será una atención por mi parte. Aunque podría preparar café en vez de té.
—No te preocupes por eso —replicó Cora—, hablas demasiado. No quiero descubrir de pronto que ya te toca.
—¿Me toca qué? ¿Mi depresión?
—Sí, sí —dijo su hermana, irritada, y se rascó la parte de atrás de su redonda cabeza.
—Y no es que crea que la mereces.
Su conversación se vio interrumpida, pues una cortina se descorrió a sus espaldas y Pirañavelo se acercó a ellas empuñando un bastón de estoque.
Las gemelas se levantaron a una y se volvieron juntas hacia él.
—¿Cómo están mis cotorritas? —dijo.
Alzó su delgado bastón y, con terrible descaro, cosquilleó las costillas de sus señorías con la estrecha contera. Sus rostros no mostraron ninguna expresión, pero ellas ejecutaron los movimientos lentos y sinuosos de las bailarinas orientales. Sobre la repisa de la chimenea un reloj dio la hora y, cuando éste calló, el monótono sonido de la lluvia pareció redoblar su volumen. La luz era ya muy escasa.
—Hacía mucho que no venías por aquí —dijo Cora.
—Muy cierto —convino Pirañavelo.
—¿Nos habías olvidado?
—Ni por un instante —dijo él—. Ni por un instante.
—¿Qué ha pasado, pues? —preguntó Clarisa.
—¡Sentaos! Y escuchadme —dijo Pirañavelo con aspereza. Las miró fijamente hasta que no pudieron resistir su mirada y, avergonzadas, agacharon las cabezas y se encontraron mirándose el regazo—. ¿Creéis que me resulta fácil mantener la plaga lejos de vuestra puerta y, al mismo tiempo, estar a vuestra entera disposición? ¿De veras lo creéis?
Ambas negaron moviendo lentamente las cabezas, como péndulos.
—¡Concededme, pues, la gracia de no interrogarme! —gritó con fingido enfado—. ¿Cómo osáis morder la mano que os alimenta? ¿Cómo osáis?
Moviéndose a una, las gemelas se levantaron de sus sillas y empezaron a pasearse por la habitación. Se detuvieron un momento y miraron a Pirañavelo para asegurarse de que estaban haciendo lo que se esperaba de ellas. Sí. El severo dedo del joven señalaba la gruesa alfombra cargada de humedad que cubría el suelo de la habitación.
Pirañavelo obtenía el mayor de los placeres al ver como aquellas estúpidas y lastimosas criaturas, ataviadas con sus galas de color púrpura, se ponían a cuatro patas y se arrastraban bajo la alfombra. Mediante unos sencillos y arteros pasos, las había ido llevando gradualmente de humillación en humillación, hasta que la malsana satisfacción que experimentaba de ese modo llegó a convertirse casi en una necesidad. De no ser por el grotesco placer que el ejercicio de su poder sobre ellas le proporcionaba era improbable que se hubiera tomado tantas molestias para mantenerlas vivas.
Mientras miraba los montículos gemelos que había bajo la alfombra, no reparó en que algo insólito y sin precedentes estaba ocurriendo. En su reclusión en aquella especie de madriguera, agachada en la ignominiosa oscuridad, Cora había tenido una idea. No se preocupó en preguntarse de dónde procedía ni tampoco por qué se le habría ocurrido, pues para ella, igual que para Clarisa, Pirañavelo, su benefactor, era una especie de dios. Pero la idea había florecido súbitamente en su pensamiento, sin que nadie la llamara. Y era que le gustaría mucho matarlo. En cuanto la hubo concebido sintió miedo, y ese miedo se vio apenas aliviado cuando, con vacua determinación, una voz inexpresiva y monótona dijo en la oscuridad:
—Y… a… mí… también. Podríamos hacerlo juntas, ¿no te parece? Podríamos hacerlo juntas.