SIETE

Pero no estaba destinado a disfrutar más que de unos instantes de tranquilidad, porque no tardó en oírse el sonido de unas pisadas del otro lado de su ventana. Cierto es que no eran más que dos pies, pero había algo en el peso y la determinación de aquellos pasos que le recordó al doctor un ejército marchando en perfecta formación, un sonido terrible y acompasado. La lluvia había cesado y el sonido de los pies al dar en el suelo era de una alarmante nitidez.

Prunescualo hubiera reconocido aquel portentoso modo de caminar entre un millón. Pero en el silencio de la noche su pensamiento voló hacia el espectral ejército que los pasos habían despertado en su cerebro inquieto. ¿Qué había en la marcha regular de una hueste en pie de guerra que le contraía la garganta y comunicaba, como lo haría el pensamiento de las rodajas de un limón, una aguda astringencia a la garganta y la mandíbula? ¿Por qué sus lágrimas empezaban a fluir y su corazón a palpitar?

En ese momento no tenía tiempo para reflexionar sobre el asunto, por lo que, con un solo movimiento, se apartó de un plumazo un mechón de paja gris de la frente y el ejército que marchaba en su pensamiento.

Alcanzando la puerta antes de que el estrépito de la campana pudiera convocar la presencia indeseada de los criados, la abrió.

—Le doy la bienvenida, señoría —dijo dirigiéndose a la imponente figura que se disponía a aporrear la puerta con el puño. El cuerpo de Prunescualo se dobló ligeramente por las caderas y sus dientes relampaguearon mientras se preguntaba, en nombre de lo heterodoxo, qué hacía la condesa visitando a su médico a aquella hora de la noche. Ella no visitaba a nadie, ni de día ni de noche. Aquélla era una de sus particularidades. Y sin embargo, allí estaba.

—Echad el freno —dijo la condesa con voz poderosa aunque no estridente.

Una de las cejas del doctor Prunescualo salió disparada hacia lo alto de su frente. Había sido una forma de saludarle muy peculiar que podría haber inducido a pensar que él se disponía a abrazarla. La sola idea lo dejó consternado.

Pero cuando ella dijo: «Podéis entrar», la otra ceja no sólo saltó hacia su frente sino que, con la velocidad de su ascensión, dejó a su compañera temblando.

Que le dijeran que podía «entrar» cuando resulta que él ya estaba dentro era de por sí bastante extraño, pero la idea de que un invitado le diera permiso para entrar en su propia casa era grotesca.

La pausada y grave autoridad de la voz de su señoría hacía la situación todavía más embarazosa. La condesa estaba ya en su vestíbulo.

—Quería verlo —dijo la condesa, con los ojos fijos en la puerta que Prunescualo se disponía a cerrar—. ¡Déjela así! —añadió con un tono aún más grave cuando apenas faltaba un palmo para que la noche quedara excluida de la sala y sonara el chasquido de la cerradura—. ¡Y sujétela bien! —Y entonces, frunciendo los grandes labios como un niño, soltó un prolongado silbido extrañamente dulce, una nota tierna y melancólica para proceder de una criatura tan imponente.

El doctor se volvió hacia ella como la viva imagen de una perpleja interrogación, aunque sus dientes todavía brillaban alegremente. Y mientras se volvía, alcanzó a ver algo por el rabillo del ojo, algo blanco, algo que se movía.

En el espacio dejado por la puerta casi cerrada, y muy cerca del suelo, el doctor Prunescualo vio un rostro tan redondo como la luna llena y tan suave como la piel de un animal. Y no era de extrañar, porque se trataba de una cara peluda, curiosamente pálida a la tenue luz del vestíbulo. Apenas el doctor había tenido tiempo de reaccionar ante la aparición de ese rostro cuando otro ocupó su lugar, y a poca distancia, silenciosos como la muerte, aparecieron un tercero, un cuarto, un quinto… En fila de a uno, tan pegados los unos a las colas de los otros que podrían haber sido una entidad continua, el séquito blanco de su señoría entró en el vestíbulo.

De pie, con la mano en el picaporte y sintiéndose ligeramente mareado, Prunescualo miraba el ondulante río que fluía junto a sus pies. ¿Es que no tenían fin? Llevaba más de dos minutos mirándolos.

Se volvió hacia la condesa, erguida entre un remolino de espuma igual que un faro. Iluminados por la mortecina luz de la lámpara del vestíbulo, sus cabellos rojos emitían una luz sombría.

Prunescualo se sentía de nuevo feliz. Porque lo que le había irritado no eran los gatos, sino las oscuras órdenes de la condesa. Su significado resultaba ahora evidente. Y sin embargo, ¡qué extraño sonaba conminar a un enjambre de gatos a echar el freno!

La idea volvió a adueñarse de sus cejas, que, recelosas, habían descendido mientras él esperaba el momento de cerrar la puerta, y que ahora saltaron de nuevo hacia su frente como si alguien hubiese disparado una pistola y un premio aguardara a la más rápida.

—Ya… estamos… todos —dijo la condesa.

Prunescualo se volvió hacia afuera y comprobó que, en efecto, el río se había secado. Así pues, cerró la puerta.

—¡Bueno, bueno, bueno! —gorjeó, de puntillas y agitando las manos como si estuviera a punto de echarse a volar como un hada—. ¡Qué placer!, qué placer tan grande que su señoría haya venido a visitarme. ¡Dios bendiga mi alma ascética si no habéis arrancado al viejo ermitaño de su introspección! ¡Ja, ja, ja, ja! Y aquí están todos, como vos misma habéis dicho. No hay duda de ello, ¿no es cierto? ¡Menuda fiesta organizaremos! ¡Con sillas musicales y todo! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

El tono casi insoportable de su risa creó un silencio casi absoluto en el vestíbulo. Los gatos, sentados altivamente, tenían sus ojos redondos fijos en él.

—Pero ¡os estoy haciendo esperar! —exclamó el doctor—. ¡Esperando en mis antesalas! ¿Es que sois, mi querida señoría, una enferma vulgar y corriente o una prolífica mendiga que espera que devuelva la forma humana a su prole hechizada? Por todo lo evidente no sois ni lo uno ni lo otro, así que ¿por qué habría de dejaros esperando en este frío, este húmedo, este desagradable vestíbulo, chorreando verdaderas cataratas de lluvia? Así pues… si me permitís que os preceda… —Agitó un brazo largo y delicado en cuyo extremo, ondeando como una bandera de seda, había una mano no menos blanca— …abriré unas cuantas puertas, encenderé un par de lámparas, sacudiré algunas migas para que todo esté listo para… ¿Qué vino os convendrá?

Echó a andar hacia la sala de estar con un curioso y movedizo movimiento de los pies.

La condesa lo siguió. Los criados habían retirado de la mesa los platos de la cena y la estancia permanecía en tal serenidad y compostura que costaba creer que, no hacía mucho, en aquella misma habitación, Irma se había cubierto de oprobio.

Prunescualo abrió de par en par la puerta de la sala de estar y se apartó para dejar pasar a la condesa. Lo hizo con espectacular desenfado, como si quisiera indicar con ello que si la puerta se rompía o saltaban las bisagras o si el golpe hacía caer alguno de los cuadros de la pared, ¿qué más daba? Aquélla era su casa, podía hacer con ella lo que se le antojara. Si decidía arriesgar sus pertenencias era asunto suyo. Aquélla era una de esas ocasiones en las que sólo la gente vulgar tenía en cuenta consideraciones tan mezquinas.

La condesa avanzó hasta el centro de la habitación y allí se detuvo. Miró a su alrededor con aire abstraído: la larga cortina amarillo limón, los muebles de madera labrada, la gruesa alfombra verde, la plata, las cerámicas, las franjas de color gris pálido y blanco del papel pintado. Si su pensamiento evocó la caótica penumbra de su propio dormitorio, lleno de pájaros y el hedor de la cera de las velas, su rostro no dejó traslucir ninguna expresión.

—¿Son… todas… sus… habitaciones… como… ésta? —murmuró la condesa, que acababa de sentarse en una silla.

—Bueno, deje que lo piense —dijo Prunescualo—. No, no exactamente, señoría… no exactamente.

—Supongo… que… estarán… inmaculadas. ¿No… es así?

—Creo que sí; sí, sí, estoy bastante seguro de que lo están. No es que visite más de cinco o seis de ellas en el transcurso del año, pero, caramba, con los criados yendo y viniendo con plumeros y escobas y haciendo tintinear los cubos y fregoteándolo todo, y con mi hermana Irma encima de ellos para asegurarse de que friegan lo que hay que fregar y de que lo fregado está bien fregado, no me cabe duda de que estamos esterilizados casi hasta la extinción: ni una pizca de tártaro en los pasamanos, ni un microbio que pueda vivir tranquilo.

—Comprendo —dijo la condesa. Aquella única palabra sonó extraordinariamente reprobadora—. Pero he venido a hablar con usted.

Durante unos instantes, la condesa miró alrededor con expresión cavilosa. Los gatos, que no movían ni un bigote, estaban por toda la habitación. Adornaban heráldicamente la repisa de la chimenea, formaban en la mesa un sólido bloque de blancura, el sofá era un auténtico ventisquero y la alfombra parecía bordada de ojos.

Su señoría había vuelto la cabeza, que siempre parecía mucho más grande de lo que cualquier cabeza humana tenía derecho a ser, en dirección contraria al médico, y la había inclinado ligeramente, la imponente garganta aparecía tensa aunque no había perdido su amplitud. Su perfil quedaba casi oculto tras la mejilla y llevaba la mayor parte de la cabellera recogida en una serie de nidos rojos, mientras que el resto le caía sobre los hombros en llameantes bucles serpentiformes a los que sólo les faltaba sisear.

El médico giró sobre sus estrechos pies y, con un ademán afectado y ceremonioso, abrió la puerta de un armarito de marquetería, tras lo cual juntó las manos bajo la barbilla y apartó de su frente un mechón de cabello gris. Dirigió el centelleo de su brillante dentadura a la condesa, que seguía presentándole a la vista el hombro y alrededor de una octava parte de su rostro, y, enarcando las cejas, dijo:

—Señoría, es para mí un honor que hayáis decidido visitarme para discutir algún asunto conmigo. Pero antes que nada, ¿qué beberéis?

Al abrir la puerta del armarito, el médico había dejado al descubierto la más rara y cuidadosamente elegida colección de vinos de su bodega.

La condesa desplazó en el aire su grandiosa cabeza.

—Una jarra de leche de cabra, si es tan amable, Prunescualo —dijo.

Todo cuanto en el médico era amor por la belleza, el refinamiento, la delicadeza y la excelencia (y una buena parte de él era sensible a estas abstracciones) se contrajo como el cuerno de un caracol e hizo que se sintiera desfallecer. Pero su mano, ya en el aire y a medio camino de asir la luz del sol de un antiquísimo viñedo atrapada en una botella, se limitó a agitarse de aquí para allá, como si estuviese dirigiendo una orquesta gnómica, al tiempo que se volvía, con un absoluto control de sí mismo. Saludó con una inclinación y sus dientes relampaguearon. Entonces hizo sonar la campanilla y, cuando un rostro asomó por la puerta, preguntó:

—¿Tenemos alguna cabra? Vamos, hombre, vamos, sí o no. ¿Tenemos o no tenemos alguna cabra?

El hombre estaba seguro de que no disponían de tal cosa.

—Pues entonces busca una, si me haces el favor. Trae una de inmediato. Se la precisa. Eso es todo.

La condesa se había sentado. Sus pies, bien plantados en el suelo, estaban separados, y sus pesados y pecosos brazos descansaban en los reposabrazos de la silla. En el silencio que siguió, ni siquiera a Prunescualo se le ocurrió qué decir. La voz de la condesa quebró al fin la quietud.

—¿Por qué tiene cuchillos clavados en el techo?

El médico volvió a cruzar las piernas y siguió la impasible mirada de la condesa, fija en el largo cuchillo de pan que, de pronto, pareció llenar toda la habitación. Un cuchillo en el guardafuego, sobre una almohada o bajo una silla es una cosa, pero un cuchillo rodeado por el vacío páramo blanco de un techo no tiene la menor cobertura, está tan desnudo y expuesto como un cerdo en una catedral.

Pero cualquier tema era terreno abonado para el doctor. Sólo la falta de material, contingencia bastante rara en él, le consternaba.

—Ese cuchillo, señoría —dijo, echando al instrumento una mirada del más profundo respeto—, a pesar de ser un cuchillo de pan, tiene una historia. ¡Una historia, señora! Vaya si la tiene. —Volvió los ojos hacia su huésped. La condesa aguardaba impasible—. Aunque parezca humilde, prosaico, desproporcionado y tosco, ese cuchillo significa mucho para mí. En efecto, así es señora, y no soy ningún sentimental. Y ¿por qué?, os preguntaréis. ¿Por qué? Permitidme que os lo cuente todo. —Enlazó las manos e irguió los estrechos y elegantes hombros—. Con ese cuchillo, señoría, llevé a cabo mi primera operación con éxito. Me hallaba entre montañas. Criaturas enormes y empenachadas, las montañas, llenas de carácter pero sin encanto. Estaba solo con mi fiel mula. Nos habíamos perdido. Un meteorito cruzó el cielo. ¿Para qué nos servía a nosotros? Absolutamente para nada. Simplemente nos irritó. Por un momento mostró un sendero a través de los helechos empapados por la nieve. Evidentemente se trataba del sendero equivocado. Nos hubiera llevado de vuelta a una ciénaga de la que a duras penas habíamos logrado salir tras media jornada de esfuerzo. ¡Vaya frase! Una frase espantosa, señoría, ¡ja, ja, ja, ja! ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí!, sumido en la oscuridad, a kilómetros de cualquier lugar. ¿Qué sucedió después? Algo de lo más extraño. Yo aguijoneaba a la mula con el cayado para que avanzara, pues en ese momento la montaba, y, de pronto, el animal soltó un grito como de niño y empezó a desplomarse. Mientras caía, volvió su peluda cabezota y la poca luz que había me reveló que sus ojos, sin ningún género de duda, me imploraban que la librara de algún sufrimiento. Ahora bien, señoría, el sufrimiento es de las cosas más insufribles que cualquiera puede sufrir, pero localizar la fuente del sufrimiento de una mula en la oscuridad de una noche oscura y montañosa no es… nada fácil, ¡ja, ja, ja! Sin embargo, algo tenía que hacer. La enorme criatura yacía ya de costado sobre el suelo. Yo había saltado de su lomo cuando empezó a desplomarse y, al instante, mis facultades comenzaron a funcionar a pleno rendimiento. Los ojos de la bestia, todavía fijos en los míos, eran como lámparas a las que se les acaba el aceite. Me planteé una disyuntiva pertinente, según creí entonces y sigo creyendo ahora, y ésta era: ¿Se trata de un sufrimiento espiritual o físico? En el primer caso, la oscuridad no importaría, pero el tratamiento sería delicado. Si se trataba de lo segundo, la oscuridad sería el infierno, pero el problema sería de mi competencia… o casi. Aposté por lo segundo y, ya fuera por buena suerte o por ese extraño sexto sentido que uno tiene cuando está solo con una mula entre montañas empenachadas, comprendí de inmediato que había sido una elección afortunada. Porque en cuanto decidí trabajar en términos carnales, agarré la cabeza de la mula, la levanté y la giré en un ángulo tal que, con el brillo de sus ojos pude iluminar (débilmente, desde luego, pero iluminar, a pesar de todo) con un apagado resplandor, el resto de su cuerpo. De inmediato me vi recompensado. Se trataba de un simple caso de «cuerpo extraño». ¡Enroscada, no podría deciros cuántas veces, alrededor de la pata trasera del animal había una pitón! Incluso en un momento tan terrible y crítico me admiró la belleza de la criatura. Era, desde luego, mucho más hermosa que mi vieja mula. Pero ¿se me pasó por la cabeza la idea de trasladar mi devoción al reptil? No. Después de todo, además de la belleza existe eso que llamamos lealtad. Además, detesto caminar y no habría sido fácil montar a la pitón, señoría. El solo acto de ensillarla habría bastado para acabar con la paciencia de cualquiera. Y además… —El médico echó una mirada de soslayo a su huésped y al punto deseó no haberlo hecho. Sacó su pañuelo de seda y se secó la frente. Luego mostró sus dientes con un relampagueo y, con algo menos de entusiasmo en la voz, añadió—: Fue entonces cuando me acordé de mi cuchillo de pan.

Por un momento reinó el silencio. Y entonces, cuando el médico llenaba sus pulmones y se disponía a continuar…

—¿Qué edad tiene? —preguntó la condesa, pero, antes de que el doctor Prunescualo pudiera contestar, llamaron a la puerta y el criado entró con un chivo.

—¡Idiota, te has equivocado de sexo! —Al tiempo que decía esto, la condesa se levantó pesadamente de la silla y, acercándose al chivo, le acarició la cabeza con sus grandes manos. El animal tironeó de la cuerda que lo sujetaba para acercarse a ella y le lamió el brazo.

—Me asombras —le dijo el médico al criado—. No me extraña que cocines tan mal. ¡Fuera, hombre, fuera! Ve y desentierra otra y, por el amor de los mamíferos, ¡esta vez que sea del sexo correcto! Por las cosas fundamentales de la vida, a veces uno se pregunta en qué clase de mundo vivimos, es inevitable preguntárselo.

El criado desapareció.

—Prunescualo —dijo la condesa, que se había acercado a la ventana y contemplaba desde allí el patio.

—¿Señora? —inquirió el médico.

—Mi corazón está inquieto, Prunescualo.

—¿Vuestro corazón, señora?

—Mi corazón y mi mente.

La condesa regresó a su silla y volvió a sentarse, y sus brazos reposaron en los mullidos reposabrazos de la silla como antes.

—¿En qué sentido, señoría? —La voz de Prunescualo había perdido su jocosa insipidez.

—Hay maldad en el castillo —replicó ella—. Ignoro dónde, pero hay maldad.

La condesa se quedó mirando al médico.

—¿Maldad? —dijo éste al fin—. ¿Os referís a alguna influencia, señora, una mala influencia?

—No estoy segura. Pero algo ha cambiado. Lo siento en los huesos. Hay alguien.

—¿Alguien?

—Un enemigo. Si es espectro o humano, no lo sé. Pero es enemigo. ¿Comprende?

—Comprendo —dijo el médico. Había desaparecido de él todo vestigio de socarronería. Se inclinó hacia delante—. No es un fantasma —añadió—. Los fantasmas no sienten el gusanillo de la rebelión.

—¡Rebelión! —dijo la condesa con voz airada—. ¿Ante qué?

—Lo ignoro. Pero ¿qué otra cosa puede ser eso que sentís, según decís, en los huesos, señora?

—¿Quién osaría rebelarse? —musitó ella como para sí—. ¿Quién osaría?… —Tras una pausa, preguntó—: ¿Tiene usted alguna sospecha?

—Carezco de pruebas. Pero vigilaré para vos. Pues, por los santos ángeles, ya que habéis sacado el tema a relucir, no hay duda de que hay maldad en el aire.

—Peor —replicó ella—, mucho peor que eso. Hay perfidia. —La condesa respiró hondo y luego, con gran lentitud, añadió—: Y yo la aplastaré hasta aniquilarla. La destruiré, no sólo por Titus y por su difunto padre, sino por Gormenghast.

—Ahora que mencionáis a vuestro difunto marido, señora, el reverenciado lord Sepulcravo… ¿Dónde están sus restos, señora, si es que de verdad ha muerto?

—¡Y más que morir, hombre, más aún! ¿Qué hay del fuego que devastó su brillante cerebro? ¿Qué hay del incendio en el que, de no ser por el joven Pirañavelo…? —La condesa se sumió en un denso silencio.

—¿Y qué hay del suicidio de las hermanas de lord Sepulcravo y de la desaparición del chef la misma noche que su señoría, vuestro esposo…? Y todo en poco más de un año… Y, desde entonces, un centenar de irregularidades y extraños sucesos. ¿Qué hay detrás de todo eso? Por todo lo visionario, señora, vuestro corazón tiene razones para sentirse inquieto.

—Y está Titus —dijo la condesa.

—Está Titus —repitió el médico tan rápido como el eco.

—¿Qué edad tiene ahora?

—Casi ocho años. —Prunescualo enarcó las cejas—. ¿Es que no lo veis?

—Desde mi ventana —dijo la condesa—, cuando cabalga al pie de la muralla sur.

—Deberíais pasar tiempo con el chico de cuando en cuando —dijo el médico—. Por todo lo maternal, verdaderamente deberíais ver más a vuestro hijo.

La condesa miró al médico, pero lo que pudiera haber replicado quedó en suspenso para siempre por un golpecito en la puerta y la reaparición del criado trayendo una cabra.

—¡Suéltala! —dijo la condesa.

La pequeña cabra blanca corrió hacia ella como atraída por un imán. La condesa se volvió hacia Prunescualo.

—¿Tiene usted alguna jarra?

El médico volvió la cabeza hacia la puerta.

—Trae una jarra —ordenó a la cara que ya desaparecía.

—Prunescualo —dijo la condesa mientras se arrodillaba, una mole imponente a la luz de la lámpara, y acariciaba las suaves orejas de la cabra—, no le preguntaré sobre quién recaen sus sospechas. No, todavía no. Pero espero de usted que esté atento, Prunescualo, atento a todo, como yo. Tiene que estar bien alerta, Prunescualo, durante todas las horas del día. Espero que se me informe de cualquier heterodoxia, dondequiera que se la halle. Tengo una cierta fe puesta en usted, señor. Una cierta fe. No sé por qué… —añadió.

—Señora —repuso Prunescualo—, me andaré con pies de plomo.

El criado entró con una jarra y se retiró.

La brisa nocturna agitaba los elegantes cortinajes amarillos. La luz dorada de la lámpara se reflejaba en los cuencos de porcelana, en los chatos jarrones de cristal tallado y en las altas piezas de esmalte; en los lomos de vitela de los libros y en las pinturas vidriadas que adornaban las paredes. Pero donde más vivamente lo hacía era en las innumerables caritas blancas de los gatos inmóviles. Su blancura hacía palidecer la sala y helaba la cálida luz. Era una escena que Prunescualo no olvidaría nunca. La condesa arrodillada junto al fuego moribundo, la cabra de pie, quieta, mientras la condesa la ordeñaba con una autoridad en el diestro movimiento de sus dedos que afectó extrañamente al médico. ¿Era aquella la condesa voluminosa, brusca e intransigente cuyos instintos maternales estaban tan inauditamente ausentes, que llevaba un año sin hablar con Titus, a quien el populacho reverenciaba e incluso temía, que era más una leyenda que una mujer? ¿Era ella en verdad, la que esbozaba aquella media sonrisa de extraordinaria ternura con sus anchos labios?

Entonces el médico recordó de nuevo la voz de la condesa cuando ésta había susurrado: «¿Quién osaría rebelarse? ¿Quién osaría?», y luego la grave e implacable vibración de órgano de su garganta al decir: «¡Y yo la aplastaré hasta aniquilarla! ¡La destruiré! No sólo por Titus…».