Prunescualo estaba en su estudio. Él lo llamaba su «estudio», pero para Irma, su hermana, era el lugar donde su hermano se atrincheraba siempre que ella deseaba hablarle de algo importante. Una vez él dentro, con el cerrojo de la puerta echado y las ventanas cerradas a cal y canto, poco podía hacer ella, salvo aporrear la puerta.
Aquella tarde Irma había estado más pesada que nunca. ¿Qué era, había preguntado una y otra vez, lo que le impedía conocer a alguien capaz de apreciarla y admirarla? Irma no deseaba que él, ese hipotético admirador, le dedicara necesariamente su vida entera, porque un hombre debe tener su trabajo (siempre que no le ocupe demasiado tiempo, claro está), ¿no es cierto? Pero si el admirador fuese adinerado y deseara dedicarle su vida… bien, ella no podía prometer nada, pero consideraría detenidamente la propuesta. Tenía un cuello largo e inmaculado, aunque su pecho era plano, es cierto, y también lo eran sus pies, pero al fin y al cabo, una mujer no podía tenerlo todo.
—Me muevo bien, ¿verdad, Alfred? —había exclamado Irma con súbita pasión—. He dicho que me muevo bien, ¿no te parece?
Su hermano, cuyo alargado rostro rosado se apoyaba en su larga y pálida mano, levantó la vista del mantel en el que había estado dibujando el esqueleto de un avestruz. Su boca se abrió automáticamente en un gesto que tenía más de bostezo que de sonrisa, pero una miríada de dientes relampagueó. Sus mandíbulas imberbes se cerraron de nuevo y, mientras miraba a su hermana, reflexionó por enésima vez sobre la exasperante circunstancia de tener que cargar con semejante compañía. Como era la enésima vez, tenía ya mucha práctica y su reflexión no se alargó más de un par de pesarosos segundos. Pero en aquellos segundos volvió a advertir la absoluta idiotez de la boca de su hermana, delgada y sin labios, la crispada fatuidad de la piel bajo sus ojos, la formidable represión que sólo podía manifestarse en el balido de su voz, la frente lisa y despejada (desde la que las frondosas matas de sus ásperos cabellos de color gris metálico eran obligadas a estirarse hacia atrás sobre su cráneo para confluir en la compacta protuberancia de un moño duro como un peñasco), frente que parecía la fachada uniformemente enyesada de una casa vacía, habitada sólo por el fantasma de un plumífero inquilino que brincaba entre el polvo y se arreglaba las plumas mirándose en algún que otro espejo deslustrado.
«¡Señor, señor! —pensó Prunescualo—. ¿Por qué yo, de entre todas las criaturas del globo, yo, que no he matado a nadie, he de sufrir semejante castigo?».
Volvió a sonreír, y esta vez no quedó ni rastro del bostezo en el proceso. Sus mandíbulas se abrieron como las de un cocodrilo. ¿Cómo era posible que una cabeza humana albergase tan terrible y deslumbrante dentadura? Era un flamante cementerio, pero ¡oh, tan anónimo! Ni una sola lápida llevaba grabado el nombre del propietario. ¿Habían muerto en el campo de batalla aquellos muertos dentales anónimos, sin fecha, cuyos monumentos conmemorativos, cuando las mandíbulas se abrían, centelleaban al sol y, cuando éstas se cerraban de nuevo, se codeaban en la noche, creando, con el paso de los años, una familiaridad aún más estrecha? Prunescualo había sonreído. Pues había encontrado consuelo en la idea de que era posible imaginar algunas cosas peores que tener que cargar con su hermana metafóricamente, y una de ellas hubiera sido tener que cargar con ella en todo su literal horror. Pues su imaginación había entrevisto una imagen fugaz, sobrecogedoramente vivida, de Irma encaramada a su espalda, los pies planos en los estribos, clavándole los talones en los flancos mientras él, corriendo a cuatro patas alrededor de la mesa con el freno en la boca y los lomos lacerados por los latigazos que ella le propinaba, consumía su mísera existencia galopando hasta el final.
—Cuando te hago una pregunta, Alfred, digo que cuando te hago una pregunta, me gusta pensar que, aunque seas mi hermano, tendrás la educación suficiente como para contestarme en lugar de quedarte ahí sonriendo afectadamente para tu coleto.
Ahora bien, si de algo era incapaz el doctor era de sonreír afectadamente. Su cara no tenía la forma adecuada. Sus músculos se movían a su antojo, cada uno en una dirección.
—Hermana mía —dijo—, pues tal eres, perdona si puedes a tu hermano, que aguarda ansiosamente tu respuesta a su pregunta, que es la siguiente, mi tórtola: ¿Qué le habías preguntado? Porque lo ha olvidado tan por completo que, si su muerte dependiera de ello, se vería obligado a vivir… contigo, su gota de néctar, sólo contigo.
Irma nunca escuchaba más allá de las primeras cinco palabras de las tiradas algo enrevesadas de su hermano y, de ese modo, muchísimos insultos le habían pasado inadvertidos, insultos que, sin ser malintencionados, proporcionaban al doctor una forma de entretenimiento verbal privado del cual se habría visto obligado a permanecer encerrado en su estudio permanentemente. Y, en cualquier caso, no era tal estudio porque, aunque sus paredes estaban cubiertas de libros, no contenía más que un sillón muy cómodo y una hermosa alfombra. No había escritorio ni papel o tinta, ni tan siquiera una papelera.
—¿Qué me habías preguntado, carne de mi carne? Haré lo que pueda por ti.
—Decía, Alfred, que, dado que no me falta encanto, ni gracia o intelecto, ¿por qué nunca nadie se me ha insinuado? ¿Por qué nunca me han hecho proposiciones?
—¿Hablas en términos financieros? —preguntó el doctor.
—Hablo en términos espirituales, Alfred, y tú lo sabes. ¿Qué tienen otras que yo no tenga?
—O a la inversa, ¿qué les falta a las otras que tú ya tienes?
—No te sigo, Alfred, no te sigo.
—Pero si eso es precisamente lo único que haces —dijo su hermano, tendiendo los brazos y agitando nerviosamente los dedos—. Y desearía que dejaras de hacerlo.
—Pero mi porte, Alfred… ¿Acaso no lo has notado? ¿Qué les pasa a los de tu sexo? ¿Es que no ven lo bien que me muevo?
—Quizá somos demasiado espirituales —dijo el doctor Prunescualo.
—Pero ¡mis andares, Alfred, mis andares!
—Demasiado imponentes, dulce clara de huevo, demasiado imponentes: andas dando bandazos por el lóbrego camino de la vida, y esas caderas tuyas no dejan de contonearse mientras lo haces. Ay, querida mía, tus andares los ahuyentan, eso es lo que pasa. Los aterrorizas, Irma.
Aquello fue demasiado para ella.
—¡Tú nunca has creído en mí! —gritó, levantándose de la mesa, y un terrible rubor le cubrió el cutis perfecto—. Pero ¡te diré —y su voz se elevó hasta convertirse en un penetrante chillido— que soy una dama! ¿Qué crees que quiero de los hombres? ¡Esas bestias! Los odio. Son ciegos, estúpidos, torpes, horribles, pesados, vulgares. ¡Y tú eres uno de ellos! —chilló, señalando a su hermano, quien, con las cejas ligeramente enarcadas, había retomado la elaboración del dibujo del avestruz allí donde la había dejado—. ¡Y tú eres uno de ellos! ¿Me oyes, Alfred?, ¡uno de ellos!
Atraído por el tono de la voz de Irma Prunescualo, un sirviente se había acercado a la puerta e, imprudentemente, la había abierto, en apariencia para preguntar si habían tocado la campanilla para llamarlo, pero en realidad para averiguar qué ocurría.
La garganta de Irma vibraba como la cuerda de un arco.
—¿Qué tienen que ver las damas con los hombres? —gritó, y entonces, reparando en el rostro del sirviente junto a la puerta, cogió un cuchillo de la mesa y se lo lanzó al rostro. Pero su puntería no fue todo lo buena que pudiera haberse esperado, posiblemente por estar tan empeñada en actuar como una dama, y el cuchillo se clavó en el techo, justo sobre la cabeza del criado, desde donde proporcionó una perfecta imitación del temblor de su garganta.
Añadiendo meticulosamente la última vértebra a la cola del esqueleto de avestruz, el doctor volvió la cabeza en primer lugar hacia la puerta, donde el criado, boquiabierto, miraba como hipnotizado el tembloroso cuchillo.
—Buen hombre, ¿sería tan amable de retirar de la puerta de esta habitación su superfino esqueleto y llevarlo a la cocina, donde, según creo, se le paga para que haga esto y aquello entre las perolas? —dijo con su estridente y distraída voz de falsete—. Nadie le ha llamado. Y la voz de su señora, aunque muy aguda, no se parece en lo más mínimo al sonido de una campana, en lo más mínimo.
El rostro se retiró.
—¡Y lo que es más! —declaró un grito desesperado que procedía de debajo del cuchillo—, ¡ya no viene nunca a verme! ¡Nunca, nunca!
El doctor se levantó de la mesa. Sabía que su hermana se refería a Pirañavelo, sin cuya intervención ella probablemente no habría experimentado jamás el recrudecimiento de la frustrada pasión que había crecido en ella desde que el joven disparara sus lisonjeras saetas a su demasiado sensible corazón.
El doctor Prunescualo se limpió la boca con una servilleta, se sacudió una miga del pantalón y enderezó su larga y estrecha espalda.
—Te voy a cantar una cancioncilla —dijo—. La compuse anoche en el baño, ¡ja, ja, ja!, un sonsonete caprichoso, me dije, un sonsonete caprichoso. —Empezó a rodear la mesa, con las elegantes manos blancas plegadas una sobre la otra—. Creo que decía así… —Pero como sabía que ella probablemente haría oídos sordos a lo que él recitara, cogió la copa que había junto al plato de su hermana y—… Un poco de vino es lo que necesitas, Irma querida, antes de irte a la cama, porque vas a irte derechita, ¿no es así, mi querida espasmódica?, al País de los Sueños… ¡ja, ja, ja!… donde podrás ser una dama durante toda la noche.
Con la rapidez de un prestidigitador profesional, se sacó una cajita del bolsillo de la que extrajo una pastilla que echó en la copa de Irma. Vertió un poco de vino en la copa y se la ofreció con la exagerada amabilidad que raramente lo abandonaba.
—Y yo también tomaré un poco —dijo—, y beberemos a nuestra salud.
Irma se había dejado caer en una silla, ocultando entre las manos su alargado rostro marmóreo. Las gafas oscuras que llevaba para protegerse los ojos de la luz, se le habían torcido sobre la mejilla.
—¡Vamos, vamos, casi había olvidado mi promesa! —gritó el doctor, de pie delante de su hermana, muy alto, delgado y erguido, con aquella cabeza de celulosa que tenía, llena de sensibilidad y nerviosa inteligencia, inclinada a un lado como la de un pájaro.
—Primero un trago de este delicioso vino que procede de un viñedo al pie de una colina adormecida… lo veo con tanta claridad… y tú, oh, Irma, ¿puedes verla tú también? Los campesinos trabajando y sudando bajo el sol… ¿y por qué? Porque no tienen alternativa, Irma. Son desesperadamente pobres y sus cervices se encorvan. Y los hombres-marido, como todo buen marido, cuidan a su amada: acarician las vides con sus manos encallecidas, les susurran, las convencen. «Oh, pequeñas uvas —susurran—, dad vuestro vino. Irma espera». Y aquí lo tenemos, aquí lo tenemos, ¡ja, ja, ja! Delicioso, blanco y frío, en una copa de cristal tallado. ¡Quítate la cofia y empina el codo, mi quejumbrosa princesa!
Irma se enderezó un poco. No había oído ni una palabra. Había permanecido en su particular infierno de humillación. Sus ojos se volvieron al cuchillo clavado en el techo. La fina línea de su boca se crispó, pero tomó la copa que le tendía su hermano.
El doctor entrechocó su copa con la de su hermana y ésta, copiando el movimiento, alzó automáticamente la suya y bebió.
—Y ahora vamos con la cancioncilla que pergeñé con la frivolidad que me caracteriza. ¿Cómo decía? ¿Cómo decía?
Prunescualo sabía que para la tercera estrofa el potente e insípido somnífero que había disuelto en el vino de su hermana empezaría a hacerle efecto. Se sentó en el suelo, a los pies de ella, y, reprimiendo la repugnancia, le palmeó la mano.
—Abeja reina —dijo—, mírame si puedes a través de tus gafas nocturnas. No debería ser tan terrible para alguien que se ha alimentado de horrores. Ahora, escucha… —Los ojos de Irma ya comenzaban a cerrarse—. Creo que la canción dice así. La titulé El caballo huesudo.
¡Ven, chasquea el cúbito y tañe la tibia
como un juglar para mí! Oh, caballo huesudo,
el futuro flota como suero
en un mar de frenesí.
Los botones de oro y los verdes prados
ya no te deleitan.
Las tónicas tempestades saltan y chorrean
a través de tu blanca pelvis por siempre jamás.
—¿Te gusta, Irma?
Su hermana asintió con un cabeceo soñoliento.
Venga, bate los omoplatos
y crispa la pálida pagoda de tu espina dorsal.
Liberado del eterno escozor de la vida,
¿quién del yodo necesita?
El caballo huesudo se incorporó de improviso
y con bíblica vanidad sacudió sus costillas.
Me temo que lo miré remiso,
como queriendo salvar su pellejo…
Pero no tenía pellejo… sólo…
En este punto, el doctor, que había olvidado lo que seguía, volvió sus ojos una vez más a su hermana Irma: dormía como un tronco. El doctor hizo sonar la campanilla. Un rostro asomó por la puerta.
—La doncella de tu ama, una litera y un par de hombres para llevarla. Y de prisa.
El rostro se retiró.
Cuando hubieron acostado a Irma y bajado la llama de su lámpara, el silencio se extendió por la casa como una marea; el doctor abrió entonces la puerta de su estudio, se metió dentro y se hundió en su sillón. Sus codos, de apariencia frágil, descansaron sobre los mullidos brazos. Sus dedos se entrelazaron en un delicado puño y sobre este puño apoyó su alargado y hundido mentón. Tras unos instantes, se quitó las gafas y las dejó sobre el brazo del sillón. Luego, entrelazando de nuevo los dedos bajo la barbilla, cerró los ojos y exhaló un leve suspiro.