CINCO

Sentada en el alféizar de su ventana, Fucsia contemplaba los tejados desiguales que se extendían debajo de ella. Su vestido carmesí llameaba con ese peculiar rojo que se encuentra más a menudo en los cuadros que en la naturaleza. El marco de la ventana, que no sólo la encuadraba a ella sino también la penumbra impalpable que tenía a su espalda, enmarcaba una obra maestra. La inmovilidad de la muchacha acentuaba el efecto alucinatorio, pero incluso de haberse movido, habría parecido más bien que una pintura cobraba vida y no que se había producido un movimiento en la naturaleza. Pero no se movió. El negro intenso de su cabellera caía inmóvil y confería una sutileza infinita a la porosa tierra en sombras que se abría a sus espaldas, mostrándola como lo que era, no tanto una oscuridad en sí misma como algo privado de los rayos solares. El rostro, el cuello y los brazos eran cálidos y atezados, y sin embargo palidecían en contraste con su vestido rojo. La joven miraba abajo, fuera de ese cuadro, al mundo inferior: los claustros del ala norte, a Bergantín, que, con ayuda de su muleta, cruzaba en aquel momento el espacio entre dos tejados maldiciendo a las moscas que le seguían y que pronto desapareció.

Pero de pronto la muchacha se movió, pues un ruido a sus espaldas la hizo volverse bruscamente, y descubrió a Tata Ganga mirándola desde su corta estatura. La diminuta mujer llevaba en las manos una bandeja con un vaso de leche y un racimo de uvas.

La anciana estaba malhumorada e irritada, porque llevaba una hora buscando a Titus, ya demasiado mayor para sus efusiones de afecto.

—¿Dónde está? Oh, ¿dónde está? —gimoteó, con el rostro contraído por la preocupación y las débiles piernas semejantes a ramitas, que sin descanso la llevaban tambaleándose de una tarea a otra, doloridas—. ¿Dónde está su traviesa señoría, ese sinvergüenza de conde mío? ¡Que Dios ayude a mi pobre y débil corazón! ¿Por dónde andará?

Su voz quejumbrosa levantó débiles ecos allá en lo alto, como si en estancia tras estancia hubiese sacado de su sueño a los polluelos en sus nidos.

—Ah, eres tú —dijo Fucsia, apartándose un mechón de la cara con un brusco gesto de la mano—. No sabía quién podía ser.

—¡Pues claro que soy yo! ¿Quién iba a ser, niña estúpida? ¿Quién más entra en tu habitación? A estas alturas ya deberías saberlo, ¿no te parece? ¿No te parece?

—No te había visto —repitió Fucsia.

—Pero yo sí te he visto a ti, asomada a la ventana como una peña, sin escucharme aunque te llamé y te llamé a gritos para que me abrieras la puerta. ¡Oh, mi pobre corazón! Siempre igual, llamo y llamo y nadie me contesta. ¿Por qué me molesto en vivir? —Miró de reojo a Fucsia—. ¿Por qué habría de desvivirme por ti? Quizá me muera esta noche —añadió maliciosamente, de nuevo mirando de soslayo a Fucsia—. ¿Por qué no te bebes la leche?

—Déjala en la silla —dijo Fucsia—, ya me la tomaré después… y también las uvas. Gracias. Adiós.

Ante la perentoria despedida de Fucsia, que, a pesar de su brusquedad, no había pretendido ser descortés, los ojos de Tata Ganga se llenaron de lágrimas. Pero, a pesar de lo anciana y diminuta que era y de lo herida que se sentía, su furia creció de nuevo como una tormenta en miniatura y en lugar de proferir su habitual grito quejumbroso de «¡Oh, mi pobre corazón!, ¿cómo pudiste?», agarró la mano de Fucsia e intentó retorcerle los dedos hacia atrás, y, al no conseguirlo, estaba a punto de morderla en el brazo cuando vio que la estaban llevando en vilo hacia la cama. Privada de su pequeña venganza, cerró los ojos durante unos instantes mientras su pecho de gallina subía y bajaba con una rapidez prodigiosa. Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue la mano de Fucsia abierta ante ella e, incorporándose sobre un codo, golpeó esa mano una y otra vez hasta que, exhausta, sepultó su rostro arrugado en el costado de Fucsia.

—Lo siento —dijo la muchacha—. No pretendía despedirme de ese modo. Sólo quería decir que deseaba estar sola.

—¿Por qué? —El rostro de Tata Ganga se apretaba con tanta fuerza contra el vestido de Fucsia que su voz apenas era audible—. ¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? Cualquiera diría que me meto en tus cosas. Cualquiera diría que no te conozco mejor que nadie. ¿Es que no te lo he enseñado todo desde que eras un bebé? ¿Acaso no te mecía para que te durmieras, criatura maldita? ¿No fue así? —Alzó hacia Fucsia su vieja cara llorosa—. ¿No fue así?

—Así fue —reconoció Fucsia.

—Pues ¡entonces! —exclamó Tata Ganga—. Pues ¡entonces! —Y diciendo esto, se arrastró hasta el borde de la cama y se descolgó hasta el suelo—. ¡Sal ahora mismo de debajo de esa colcha, niña mala, y no me mires así! A lo mejor vengo a verte esta noche. Tal vez. No lo sé. A lo mejor no quiero venir. —Y, diciendo esto, se dirigió a la puerta, empuñó el picaporte y en un momento Fucsia se encontraba de nuevo a solas en su cuartito, donde, con los ojos enrojecidos abiertos de par en par, se tendió en la cama como una muñeca olvidada.

Con la habitación al fin para ella sola, Fucsia se sentó frente a un espejo cuyo centro aparecía tan picado de viruela, por así decir, que para poder verse bien se veía obligada a mirarse en una esquina relativamente inmaculada. Después de rebuscar un rato en el cajón que había bajo el espejo, encontró al fin su peine, al que faltaban algunas púas, y se disponía a peinarse (hábito éste que sólo en los últimos tiempos había adquirido) cuando la habitación se ensombreció, pues la mitad de la luz que entraba por la ventana se vio súbitamente eclipsada por la milagrosa aparición del joven de hombros altos.

Antes de que Fucsia tuviera tiempo de considerar cómo era posible que un ser humano apareciera en el alféizar de su ventana, a cien pies del suelo, y mucho menos de reconocer la silueta, agarró un cepillo de la mesa que tenía delante y lo blandió por encima de su cabeza preparada para no sabía qué. En una circunstancia en la que otros habrían gritado o se habrían acobardado, ella se había mostrado dispuesta a pelear contra lo que, en aquel instante de sobresalto, muy bien podía haber sido un monstruo con alas de murciélago. Pero justo antes de lanzar el cepillo, reconoció a Pirañavelo.

El joven golpeó con los nudillos en el dintel de la ventana.

—Buenas tardes, señora —dijo—. ¿Me permite que le ofrezca mi tarjeta? —añadió, y le tendió a Fucsia un trozo de papel en el que se leían las palabras:

«Su Infernal Malicia, el Archiartero Pirañavelo».

Pero antes de terminar de leerlo, Fucsia ya había empezado a reírse con su risa entrecortada y jadeante de la cómica solemnidad de su «Buenas tardes, señora». ¡Había sonado tan absolutamente pretencioso!

Pero hasta que ella no le indicó con un ademán que bajara al suelo de la habitación —y Fucsia no tenía alternativa—, el joven permaneció con las manos juntas y la cabeza ladeada, sin moverse ni un centímetro en esa dirección. En respuesta a su ademán, Pirañavelo cobró vida de nuevo, como si alguien hubiera accionado un gatillo, y en un instante había soltado la cuerda que llevaba atada al cinturón y empujado el cabo suelto hacia el otro lado de la ventana, donde quedó balanceándose. Fucsia se asomó por ésta y, mirando hacia arriba, vio que la cuerda ascendía los siete pisos restantes hasta llegar a un tejado desportillado, donde seguramente estaba sujeta a algún torreón o chimenea.

—Todo listo para mi regreso —dijo Pirañavelo—. No hay nada como una cuerda, señora. Mucho mejor que un caballo. Baja por una pared cuando lo precisas y no necesita comer.

—Ya puedes dejar de tratarme de señora —dijo Fucsia en un tono algo chillón, para sorpresa de Pirañavelo—. Ya sabes cómo me llamo.

Pirañavelo, que nunca perdía el tiempo analizando sus contratiempos, se apresuró a tragar, digerir y purgar su irritación y, sentándose del revés en una silla, apoyó la barbilla en el respaldo.

—Jamás dejaré de dirigirme a vos por vuestro nombre propio y en el tono apropiado, lady Fucsia —dijo.

Fucsia esbozó una sonrisa, pero tenía la cabeza en otra parte.

—No cabe duda de que lo tuyo es trepar —dijo al fin—. Trepaste hasta mi buhardilla, ¿recuerdas?

Pirañavelo asintió.

—Y escalaste el muro de la biblioteca cuando estaba en llamas. Parece que ha pasado mucho tiempo desde aquello.

—Y si me permitís mencionarlo, lady Fucsia, la vez que en plena tormenta escalé las rocas llevándoos en brazos.

Se hizo un silencio mortal y la atmósfera se hizo tan tenue que por un momento pareció que habían vaciado todo el aire de la habitación. A Pirañavelo le pareció percibir un ligerísimo rubor en las mejillas de Fucsia.

Finalmente dijo:

Lady Fucsia, ¿exploraréis conmigo algún día los tejados de esta gran casa vuestra? Quisiera mostrarle a su señoría lo que he descubierto en el extremo sur, donde una alfombra de musgo de un palmo de grosor cubre las cúpulas de granito.

—Sí —replicó ella—, sí… —El rostro pálido y afilado del joven le repugnaba, pero se sentía atraída por su vitalidad y el aire de secreto que lo rodeaba.

Fucsia se disponía a pedirle que se marchara, pero antes de que pudiera decir nada, el joven franqueó la ventana de un salto y, aferrado a la tensa cuerda, se balanceó unos instantes antes de empezar a trepar por ella, primero una mano, luego la otra, en la larga ascensión hasta el tejado desportillado allá en lo alto.

Cuando Fucsia se apartó de la ventana, encontró sobre su tosco tocador un capullo de rosa.

Mientras trepaba, Pirañavelo recordó que, siete años antes, el día del nacimiento de Titus había sido el de su bautismo en la escalada por los tejados de Gormenghast y el fin de su servidumbre en la cocina de Vulturno. El esfuerzo muscular requerido para trepar acentuaba el encorvamiento de sus hombros, pero poseía una agilidad sobrenatural, y se deleitaba por igual en la tenacidad y el arrojo físicos y mentales. Sus penetrantes ojos, muy juntos, miraban el punto donde la cuerda estaba atada como si fuera la cumbre de sus anhelos.

El cielo se había encapotado y un súbito vendaval trajo consigo una lluvia torrencial, que siseó y chorreó sobre la mampostería y descubrió un centenar de conductos naturales por los que escurrirse. Los ecos resonaban en respiraderos, cañones de chimenea y troneras, y los grandes aliviaderos murmuraban. Entre los tejados se formaron lagos que reflejaban el cielo como si siempre hubieran estado allí, como lagunas en una montaña.

Con la cuerda bien ceñida a su cintura, Pirañavelo cruzó como una sombra un tramo de tejas de pizarra inclinadas. Elevaba el cuello del abrigo levantado y una barba de lluvia le cubría la pálida cara.

Los muros, altos y siniestros como los de los muelles o las mazmorras de los condenados, se alzaban hacia la atmósfera acuosa o se tendían en prodigiosos arcos de piedra despiadada. Sobre las escarpadas cumbres de Gormenghast, perdidas entre las veloces nubes, el viento agitaba con violencia la ondulante cabellera de matojos mojados que crecían aquí y allá entre las rocas. Sobre la cabeza de Pirañavelo se cernían amenazadoramente contrafuertes y restos de edificaciones irreconocibles, como cascos de barcos que se desmoronaban o monstruos varados cuyas bocas y ceños chorreantes eran el sarcástico producto de un millar de tempestades. Una sucesión de tejados en todos los ángulos posibles se alzaban o pasaban velozmente ante sus ojos; debajo, vislumbraba el débil brillo de infinidad de terrazas a través de la lluvia, y sus losas, hacía tiempo olvidadas, bailaban y siseaban en el aguacero.

Un mundo de formas desfiló velozmente ante él, pues era rápido como un gato y corría sin detenerse, torciendo ora hacia aquí, ora hacia allá, aminorando el paso sólo cuando algún tramo más peligroso y angosto de lo normal lo obligaba a ello. De vez en cuando en su carrera daba un brinco en el aire, como llevado por un exceso de vitalidad. De repente, al rodear una chimenea ennegrecida por la hiedra chorreante, adoptó un paso normal y a continuación, agachándose bajo un arco, se arrodilló y, con un chirrido de bisagras, levantó una olvidada claraboya. En un instante se había dejado caer por ella y se encontraba en un cuartito vacío, doce pies más abajo. Estaba muy oscuro. Pirañavelo se desembarazó de la cuerda y la ató a un clavo en la pared. Luego recorrió con la mirada el oscuro aposento. Las paredes estaban cubiertas de vitrinas de cristal llenas de polillas de todas las clases. Unos largos y finos alfileres empalaban a los insectos y los fijaban al revestimiento de corcho de las vitrinas, pero, a pesar de lo cuidadoso que sin duda había sido el coleccionista original en la manipulación y montaje de las delicadas criaturas, el paso del tiempo había hecho mella y no había vitrina que no tuviera una polilla deteriorada, y en la parte inferior de la mayoría de los pequeños muebles relucían las alas caídas.

Pirañavelo se volvió hacia la puerta, escuchó un instante y luego la abrió. Ante él se abría un polvoriento rellano e inmediatamente a su izquierda una escalera de mano descendía hasta otra habitación, tan vacía y olvidada como la que acababa de abandonar. No había nada en ella, a excepción de una gran estantería piramidal de libros mordisqueados en cuyos oscuros intersticios se advertía la actividad de innumerables nidos de ratones. La habitación carecía de puerta, pero un pedazo de arpillera colgaba flojamente cubriendo una fisura en la pared lo suficientemente ancha para que Pirañavelo la franqueara deslizándose de costado. De nuevo encontró escaleras y también una habitación, esta vez más larga, como una especie de galería. En el otro extremo de esa sala había un ciervo disecado con los hombros emblanquecidos por el polvo.

Mientras cruzaba la estancia, vio por el rabillo del ojo y enmarcada por una ventana sin cristal, la siniestra silueta de la Montaña de Gormenghast, cuyos altos peñascos centelleaban contra el cielo tumultuoso. La lluvia entraba a raudales por la ventana y salpicaba el entarimado, y las pequeñas bolas de polvo rodaban de acá para allá por el suelo como glóbulos de mercurio.

Al llegar a la doble puerta, se pasó los dedos por los cabellos mojados y se bajó el cuello del abrigo; después de franquearla y doblar a la izquierda, Pirañavelo siguió un corredor durante un buen trecho, hasta llegar a otro descansillo de escalera.

En cuanto se asomó por la balaustrada se retiró con sobresalto, pues la condesa de Groan cruzaba en aquel momento la habitación inferior a la luz de las linternas. Parecía estar vadeando una espuma blanca y en las vacías salas que Pirañavelo había dejado atrás reverberaba una vibración sorda, un sonido multitudinario, el eco del verdadero clamor que no alcanzaba a oír, el ronroneo de los gatos. Salieron del salón inferior como el reflujo de una blanca marea a través de la boca de una caverna, mientras en su centro una roca se desplazaba con ellos, coronada de algas rojas.

Los ecos se extinguieron. El silencio se extendió como una sábana. Pirañavelo bajó de prisa a la habitación inferior y dobló hacia el este.

La condesa caminaba con la cabeza ligeramente inclinada y los brazos en jarras. Fruncía el ceño. Parecía dudar de que el inmemorial sentido del deber y la observancia se mantuvieran sacrosantos en la extensa red del castillo. A pesar de su apariencia pesada y abstraída, era veloz como una serpiente para captar el peligro y aunque no pudiera señalar con el dedo, por así decir, el área que suscitaba su inquietud, se sentía no obstante suspicaz, alerta y ávida de venganza hacia no sabía bien qué.

Estaba dándole vueltas a todos los retazos de información que pudieran tener relación con el misterioso incendio de la biblioteca de su difunto marido, con la desaparición de éste y con la desaparición del chef del castillo. Casi por primera vez, estaba haciendo uso de un cerebro poderoso por naturaleza, un cerebro adormecido durante tanto tiempo por el ronroneo de sus gatos blancos que al principio le costó un gran esfuerzo sacarlo de su sopor.

Se dirigía a casa del doctor. Habían pasado varios años desde que lo visitara por última vez, y en aquella ocasión sólo pretendía de él que curara el ala rota de un cisne salvaje. Aquel hombre siempre conseguía irritarla, pero, en contra de su propia inclinación, siempre había suscitado en la condesa una extraña confianza.

Mientras descendía un largo tramo de escalones de piedra, la ondulante marea que se extendía a sus pies se convirtió en una cascada que caía a cámara lenta. La condesa se detuvo al pie de la escalera.

—Manteneos… juntos… manteneos… bien juntos —dijo en voz alta, empleando sus palabras como cuentas de un collar, dejando entre ellas una considerable distancia, lo cual, a pesar de la gravedad y aspereza de su voz, confirió un efecto infantil a su tono.

Los gatos habían desaparecido. La condesa se hallaba de nuevo en tierra firme. La lluvia golpeteaba monótonamente del otro lado de una ventana emplomada. Se acercó despacio hasta la puerta que se abría a los claustros y, a través de los arcos, vio la casa del doctor en el lado opuesto del atrio. Internándose bajo la lluvia como si ésta no cayera a raudales, avanzó a través del aguacero con un porte monumental y pausado y la gran cabeza orgullosamente erguida.