En torno a los accidentados márgenes de la vida del castillo, irregulares como la costa de una isla desgarrada por las galernas, aguardaban personajes inmóviles o que se desplazaban gradualmente hacia el eje central, vadeando las mareas de la negación infinita, las aguas opacas y eternas. Más ¿quiénes son esos que ponen pie en la fría playa? Sin duda, una extensión tan ominosa debería alumbrar como poco dioses, reyes escamosos o criaturas cuyas alas extendidas pudieran oscurecer el cielo de horizonte a horizonte. O un Satán moteado de frente broncínea.
Pero no, no hubo ni escamas ni alas.
Estaba demasiado oscuro para ver hacia dónde se dirigían, aunque una mancha de sombra, demasiado grande para pertenecer a una sola figura, auguraba la cercanía de la canosa panda de profesores entre cuyas manos Titus habrá de debatirse durante algún tiempo.
Pero ninguna penumbra velaba al joven de altos hombros que entraba en aquel momento en una pequeña habitación, que recordaba más bien a una celda, en la que desembocaba un pasadizo de piedra tan seco, áspero y gris como el pellejo de un elefante. Al volverse en el umbral para echar una última mirada al corredor, la fría luz brilló en el elevado bulto blanco de su ceño.
Nada más entrar, cerró la puerta tras de sí y echó el cerrojo. Mientras avanzaba rodeado por la blancura de las paredes, parecía extrañamente desgajado del pequeño mundo que lo rodeaba. Más que un cuerpo real desplazándose por el espacio, parecía una sombra, la de un joven de altos hombros, cruzando la blancura.
En el centro de la habitación había una sencilla mesa de piedra, y sobre ésta, agrupados más o menos en su centro, un decantador de vino con cuello en espiral, unos fajos de papel, una pluma, unos cuantos libros, una polilla clavada a un corcho con un alfiler y media manzana.
Al pasar junto a la mesa, cogió la manzana, le dio un mordisco y volvió a dejarla en su sitio sin aminorar el paso, y de pronto pareció que sus piernas empezaban a encogerse, pero era porque el suelo de la habitación se inclinaba en ese punto en un curioso declive que bajaba hasta una abertura encortinada en la pared.
Franqueó dicha abertura en un instante y la oscuridad que se abría más allá lo acogió, por así decir, en su seno, diluyendo los afilados perfiles de su cuerpo.
Se encontraba en el interior de una chimenea en desuso a nivel del suelo. Estaba muy oscuro, y esa oscuridad, más que mitigada, se veía intensificada por una serie de pequeños espejos brillantes que recogían el reflejo terminal de cuanto sucedía en las estancias que, una sobre otra, flanqueaban el alto conducto semejante al cañón de una chimenea, que se elevaba desde la oscuridad donde el joven aguardaba hasta donde el aire serpenteaba sobre los tejados castigados por los elementos que, ásperos y cuarteados como el pan rancio, se sonrojaban terriblemente bajo los entrometidos rayos del sol poniente.
En el transcurso del año anterior, había logrado acceder a esos salones y estancias que, una sobre otra, flanqueaban la chimenea, y había abierto agujeros a través de la manpostería, la madera y el yeso —labor nada fácil cuando las rodillas y la espalda se comprimen contra las paredes de un túnel oscuro—, de manera que la luz se colaba en la opresiva oscuridad que lo rodeaba a través de orificios no mayores que monedas. Naturalmente, esas operaciones de perforación habían tenido que realizarse en momentos cuidadosamente elegidos para no levantar sospechas. Además, los agujeros tuvieron que practicarse, en la medida de lo posible, en lugares determinados de manera que coincidieran con los puntos ventajosos naturales que pudiera ofrecer cada estancia.
No se había limitado a seleccionar cuidadosamente las estancias que, bien por el mero entretenimiento de escuchar a hurtadillas, bien para favorecer sus designios, a su juicio valía la pena espiar de cuando en cuando.
Sus métodos para disimular los agujeros, que habrían sido fácilmente descubiertos de estar mal situados, eran múltiples e ingeniosos, como en el caso de los del aposento del anciano Bergantín, Maestro del Ritual. En la pared derecha de esa habitación, repulsiva como una madriguera, colgaba el retrato al óleo con un sarpullido de ampollas de un jinete montando un caballo tordo, y el joven no sólo había abierto un par de agujeros en el lienzo justo bajo el marco, donde su sombra caía como una larga regla negra, sino que había perforado también los botones del jinete, las pupilas de sus ojos y las de los ojos de su montura. Esas aberturas circulares, a diversas alturas y latitudes, ofrecían al joven distintas vistas de la habitación, según el lugar al que Bergantín decidiera propulsar su mezquino cuerpo con ayuda de su pavorosa muleta. Los ojos del caballo, la más usada de esas aberturas, ofrecían una magnífica vista de un colchón tirado en el suelo sobre el que Bergantín pasaba la mayor parte de sus ratos de ocio, anudando y volviendo a anudar su barba o levantando nubes de polvo cada vez que, en un arrebato de irritación, elevaba y acto seguido dejaba caer su única pierna, bastante marchita por cierto. En el interior de la chimenea, e inmediatamente detrás de los agujeros, una compleja serie de alambres y espejos reflejaba a los ocupantes de las habitaciones privadas en su intimidad y los hacía descender por el negro conducto, espejo frente a espejo, llevando los secretos de toda actividad que cayera en su órbita fatal y transmitiéndolos de uno a otro, hasta que, en la base, una constelación de cristal proporcionaba al joven una inagotable fuente de entretenimiento e información.
En la oscuridad, por ejemplo, sus ojos pasaban de Treparriscos, el acróbata, a quien no era raro ver paseándose por su habitación sobre las manos mientras hacía saltar, de la planta de un pie al otro, un cochinillo ataviado con un pijama verde, al siguiente espejo, que podía reflejar al poeta intentando morder una hogaza de pan con su diminuta boca, la alargada cabeza cuneiforme ladeada y enrojecida por el esfuerzo, pues no podía utilizar sino una mano al tener la otra ocupada en escribir; y los ojos, tan absolutamente desenfocados que parecía que jamás podrían volver a reunirse, de una naturaleza más espiritual que corpórea.
Pero desde el punto de vista del joven, había peces más gordos que aquéllos, que no eran, con excepción de Bergantín, más que la morralla de Gormenghast, y se volvía hacia espejos más ominosos, más emocionantes: espejos que reflejaban a la mismísima hija de los Groan, la extraña Fucsia, de cabellera de ala de cuervo, y a su madre, la condesa, sobre cuyos hombros se congregaban los pájaros.