¿Qué hay de los vivos?
Su madre, a medias dormida, a medias consciente, con la conciencia de la ira, la indiferencia del trance. La condesa lo vio siete veces en siete años y luego olvidó los salones que lo acogían. Pero ahora lo observa desde ventanas ocultas. El amor que le profesa es tan pesado e informe como la marga. Una hueste de gatos blancos la sigue. Un pinzón real ha anidado en sus cabellos rojos. Ella es la condesa Gertrude, una mole de arcilla.
Menos formidable pero tan tétrica e imprevisible como su madre es la hermana de Titus. Sensible como lo fuera su padre pero sin su intelecto, Fucsia sacude la negra enseña de sus cabellos, se muerde el infantil labio inferior, frunce el ceño, ríe, cavila, se muestra tierna, desmesurada, suspicaz y crédula todo en el mismo día. Su vestido carmesí inflama los lóbregos corredores o, llameando a la luz de un rayo de sol que se filtra a través de la bóveda de ramas, confiere a las profundas sombras verdes un verde aún más oscuro y una oscuridad aún más verde.
¿Quién más hay de ascendencia directa? Sólo las tías bobas, Cora y Clarisa, gemelas idénticas y hermanas de Sepulcravo, de cerebro tan esmirriado que concebir una idea las expone a una hemorragia, tan esmirriadas de cuerpo que sus vestiduras purpúreas no dan mayor indicio de albergar nervios y tendones que cuando cuelgan de sus perchas.
¿Qué hay de los otros, los de menor abolengo? En orden de preeminencia social, probablemente los Prunescualo primero, esto es, el doctor y su muy encorsetada y huesuda hermana. El doctor, con su risa de hiena, su cuerpo extraño y elegante, su rostro de celulosa.
¿Sus principales defectos? El insufrible tono de su voz, su risa irritante y sus modales afectados. ¿Su principal virtud? Un cerebro intacto.
Su hermana Irma. Vanidosa como una niña, delgada como la pata de una cigüeña y, con sus gafas oscuras, tan ciega como un búho a la luz del día. Pierde pie en la escala social al menos tres veces por semana, sólo para empezar a subirla de nuevo, contoneando la pelvis. Une sus yertas manos blancas bajo la barbilla con la noble esperanza de ocultar su pecho plano.
¿Quién sigue? Socialmente no hay nadie más. Esto es, nadie que, durante los primeros años de la vida de Titus, desempeñe un papel que afecte al futuro del niño, como no sea el Poeta, una incómoda figura de cabeza cuneiforme apenas conocida para los hierofantes de Gormenghast, aunque tenía la reputación de ser el único hombre capaz de mantener la atención del conde en una conversación. Una figura poco menos que olvidada en su habitación, que mira un precipicio de piedra. Nadie lee sus poemas, pero ostenta un antiquísimo rango: según dicen los rumores, es un caballero, por así decir.
Con todo, si dejamos a un lado la sangre azul, una muchedumbre de nombres se adelanta. El anguloso hijo del difunto Agrimoho, de nombre Bergantín, Maestro del Ritual, un canijo y arisco pedante de setenta años que se calzó los zapatos de su padre (o, para ser exactos, el zapato, porque el tal Bergantín es un engendro cojo que avanza por los corredores mal iluminados golpeteando con una siniestra y resonante muleta).
Excorio, que ya ha aparecido como su propio fantasma, está mucho más vivo en el bosque de Gormenghast. Taciturno y cadavérico, es, al igual que Bergantín, un tradicionalista de la vieja escuela. Pero, a diferencia de Bergantín, sus enfados cuando la Ley es burlada son manifestaciones de una lealtad vehemente que le ciega y no la pétrea e implacable intolerancia del tullido.
Parece injusto hablar a estas alturas de Tata Ganga. Que Titus, heredero de Gormenghast, esté a su cargo, como lo estuvo Fucsia en su niñez, sin duda basta para que figure a la cabeza de cualquier registro. Pero ella es tan diminuta, tan asustadiza, tan vieja, tan quejumbrosa, que ni podría ni querría encabezar ninguna procesión, ni siquiera sobre el papel. Pronuncia su malhumorada exclamación: «¡Oh, mi pobre corazón!, ¿cómo pudieron?», y corre junto a Fucsia, bien para desahogarse abofeteando a la distraída niña, bien para enterrar la arrugada ciruela de su rostro en el flanco de Fucsia. De nuevo sola en su pequeña habitación, se tiende sobre la cama y se muerde los diminutos nudillos.
No hay nada de asustadizo o quejumbroso en el joven Pirañavelo. Si alguna vez su duro y angosto pecho albergó una conciencia, hace ya tiempo que desenterró y arrojó lejos de sí tan inconveniente objeto… Tan lejos que, de volverlo a necesitar, no podría encontrarlo.
El día del nacimiento de Titus vio el inicio de su escalada por los tejados de Gormenghast y el fin de su servidumbre en la cocina de Vulturno, esa provincia envuelta en vapores, demasiado desagradable y demasiado pequeña para albergar sus sinuosos talentos y su expansiva ambición.
De hombros altos hasta rozar la deformidad, esbelto y hábil de cuerpo y miembros, de ojos juntos y del color de la sangre seca, sigue trepando, no sobre el lomo de Gormenghast, sino por la escalera de caracol de su alma, en busca de algún quimérico pináculo, algún nido de águilas agreste e inexpugnable que sólo él conoce, desde donde pueda vigilar el mundo que se extiende a sus pies y agitar exultante sus alas untuosas.
Rottcodd duerme a pierna suelta en su hamaca al fondo de la Galería de las Tallas Brillantes, esa larga sala del piso superior que contiene los mejores ejemplos del arte de los Moradores de Extramuros. Han pasado siete años desde que, desde la ventana de la buhardilla, contemplara, allá abajo, el regreso de la procesión por el serpenteante camino que subía del lago de Gormenghast donde Titus había entrado en posesión de su dignidad de conde, pero nada le ha sucedido en todos esos años, aparte de la llegada anual de nuevas piezas que añadir a las coloridas tallas de la larga estancia.
La bala de cañón que tiene por cabeza reposa sobre su brazo y la hamaca se mece suavemente al son del zumbido de una mosca.