Titus tiene siete años. Vive confinado en Gormenghast. Ha sido amamantado con sombras y destetado, por así decir, en las redes del ritual. Para sus oídos, ecos, ante sus ojos, un laberinto de piedra. Y sin embargo, algo muy distinto de este legado sombrío llena su cuerpo. Porque, ante todo, es un niño.
Un ritual más poderoso que cualquiera concebible por el hombre combate la oscuridad perpetua: el ritual de la sangre, de la sangre vehemente. Estos arrebatos de sentimiento nada deben a los antepasados del niño, sino a las huestes irreflexivas e incontables de la infancia del mundo.
El regalo de la sangre luminosa, que ríe cuando los dogmas murmuran: «Llora», que se lamenta cuando las leyes caducas graznan: «¡Alégrate!». ¡Oh pequeña revolución entre las vastas sombras!
Titus es el septuagésimo séptimo heredero de una cumbre que se desmorona, de un mar de ortigas, de un imperio de roja herrumbre, de las huellas del ritual, que se hunden en la piedra hasta los tobillos.
Gormenghast.
Ensimismada y ruinosa, cavila en la sombra: la manpostería inmemorial, las torres, los pasadizos. ¿Todo se desmorona? No. Un céfiro sopla por una avenida de chapiteles, un pájaro canta, un arroyo brota impetuoso de la corriente asfixiada. En el corazón de un puño de piedra se agita una mano de muñeca y su calor se rebela contra la palma yerta. Una sombra se desplaza. Una araña se mueve.
Y la oscuridad serpentea entre los personajes.