Gottstein observó:
—Aún no he recuperado mis piernas lunares, pero esto no es nada comparado con lo que me costó adquirir mis piernas terrestres. Denison, será mejor que renuncie a volver. Nunca lograría adaptarse.
—No tengo intención de volver, Comisionado —repuso Denison.
—En cierto modo, es una lástima. Le proclamarían emperador por unanimidad. En cuanto a Hallam…
Denison interrumpió, con tono nostálgico.
—Me hubiera gustado ver su cara, pero se trata de una ambición insignificante.
—Lamont, como es natural, está recibiendo todos los honores. Está de moda.
—Lo celebro. Merece eso y más… ¿Cree que Neville se unirá a nosotros?
—Es poco probable. En estos momentos se dirige hacia aquí… Escuche —la voz de Gottstein adquirió un matiz de conspiración—, antes de que llegue, ¿le apetecería una barra de chocolate?
—¿Qué?
—Una barra de chocolate con almendras. Una. Me he traído algunas.
El rostro de Denison, después de la confusión inicial, expresó repentina comprensión.
—¿Chocolate auténtico?
—Sí.
—Pues cla… —su rostro es endureció—. No, Comisionado.
—¿No?
—¡No! Si pruebo el chocolate auténtico, durante los pocos minutos que lo tenga en la boca, voy a sentir nostalgia por la Tierra, por todo lo que hay en ella. No puedo permitirme ese lujo. No lo quiero… Guárdese de enseñármelo siquiera, o de hacérmelo oler.
El Comisionado expresó desconcierto.
—Tiene razón —hizo un evidente esfuerzo para cambiar de tema—. La excitación es arrolladora en la Tierra. Naturalmente, hemos procurado salvar la reputación de Hallam. Continuará ocupando un cargo de importancia, pero tendrá muy poco poder efectivo.
—Está obteniendo más consideración de la que él concedió a los demás —dijo Denison con resignación.
—No se hace por él. Destruir una imagen personal que ha alcanzado tanta importancia sería un error; redundaría en perjuicio de la ciencia. El buen nombre de la ciencia es más importante que dar su merecido a Hallam.
—Discrepo de esto por principio —protestó Denison con calor—. La ciencia también ha de recibir su merecido.
—Cada cosa a su tiem… Aquí está el doctor Neville.
Gottstein cambió de expresión. Denison colocó su silla de cara a la puerta.
Barron Neville entró con solemnidad. La gracilidad lunar se advertía menos que nunca en su figura. Saludó a los dos hombres secamente, se sentó y cruzó las piernas. Era evidente que esperaba que Gottstein iniciase la conversación.
El Comisionado dijo.
—Me alegro de verle, doctor Neville. El doctor Denison me dice que rehúsa usted añadir su nombre a lo que sin duda alguna será un clásico de la bomba-cosmeg.
—No es preciso que lo haga —repuso Neville—. Lo que ocurre en la Tierra me tiene sin cuidado.
—¿Conoce los experimentos de la bomba-cosmeg? ¿Sus implicaciones?
—Todas. Estoy al corriente de la situación igual que ustedes dos.
—Entonces prescindiré de los preliminares. Acabo de llegar de la Tierra, doctor Neville, y ya se ha decidido el curso a seguir en el futuro. Se instalarán grandes estaciones de la bomba-cosmeg en tres lugares distintos de la superficie de la Luna, de modo que una de ellas esté siempre en la sombra nocturna, las otras dos, sólo la mitad del tiempo. Las que se encuentren en la sombra nocturna generarán energía sin cesar, la mayor parte de la cual se esparcirá simplemente por el espacio, puesto que el objetivo principal no será utilizarla para fines prácticos, sino para contrarrestar los cambios de intensidad introducidos por la Bomba de Electrones.
Denison interrumpió:
—Durante algunos años tendremos que compensar el desequilibrio producido por la Bomba de Electrones y hacer que nuestra sección del universo vuelva al punto en que estaba antes de que la Bomba empezase a funcionar.
Neville asintió.
—¿Podrá la Ciudad Lunar aprovechar algo de la energía?
—Si es necesario, sí. Creemos que las baterías solares les suministran la suficiente. Pero no hay nada que objetar a una cantidad suplementaria.
—Muy generoso Por su parte —dijo Neville, sin molestarse en ocultar su sarcasmo—. ¿Y quién construirá y hará funcionar las estaciones de la bomba cosmeg?
—Esperamos que los selenitas —repuso Gottstein.
—Claro, los selenitas —observó Neville—. Los terrestres serían demasiado torpes para trabajar en la Luna con efectividad.
—Lo reconocemos —asintió Gottstein—. Esperamos la cooperación de los selenitas.
—¿Y quién decidirá cuánta energía hay que generar, cuánta hay que aplicar para fines locales y cuánta debe irradiarse al espacio?
Gottstein contestó:
—El Gobierno, naturalmente. Es una cuestión de competencia planetaria.
Neville replicó.
—Así pues, los selenitas harán el trabajo y los terrestres darán las directrices.
Gottstein dijo, con calma.
—No. Todos trabajaremos, y administrará quien esté mejor calificado para sopesar el problema en su totalidad.
—Oigo las palabras —observó Neville—, pero el significado sigue siendo que nosotros trabajamos y ustedes deciden… No, Comisionado. La respuesta es no.
—¿Quiere decir que no construirán las estaciones de la bomba-cosmeg?
—Las construiremos, Comisionado, pero serán nuestras. Nosotros decidiremos cuánta energía hay que producir y cómo hay que utilizarla.
—Esto no resultaría eficiente. Tendrían que tratar constantemente con el gobierno de la Tierra, puesto que la energía de la bomba-cosmeg tendrá que compensar la energía de la Bomba de Electrones.
—Tal vez tenga que compensarla, más o menos, pero nosotros tenemos otras cosas en qué pensar. Será mejor que lo sepa ahora. La energía no es el único fenómeno constante que se convierte en ilimitado cuando se cruzan los universos.
Denison interrumpió:
—Existen muchas leyes de conservación. Nos damos cuenta de ello.
—Me alegro de que así sea —dijo Neville, dirigiéndole una mirada hostil—. Entre ellas están las del «momento» lineal y también las del «momento» angular. Mientras cualquier objeto responda al campo gravitatorio en el que está inmerso, y sólo a él, se encuentra en libre caída y puede retener su masa. Para moverse de cualquier otro modo que no sea en caída libre, tiene que acelerar en un campo no gravitatorio, y para que esto ocurra, parte de sí mismo debe experimentar un cambio opuesto.
—Como en un cohete —dijo Denison—, que debe expulsar masa en una dirección para que el resto pueda acelerar en la dirección opuesta.
—Estoy seguro de que lo comprende, doctor Denison —replicó Neville—, pero yo lo explico en atención al Comisionado. La pérdida de masa puede ser reducida si su velocidad es incrementada enormemente, puesto que el «momento» es igual a la masa multiplicada por la velocidad. Sin embargo, por grande que sea la velocidad, algo de la masa ha de ser desperdiciado. Si la masa que debe acelerarse es enorme, la parte que ha de desperdiciarse es también enorme. Si la Luna, por ejemplo…
—¡La Luna! —exclamó Gottstein, impetuosamente.
—Sí, la Luna —repitió Neville, con calma—. Si la Luna tuviera que ser conducida fuera de su órbita y expulsada del sistema solar, la conservación del «momento» lo convertiría en una empresa colosal y, probablemente, impracticable. No obstante, si el «momento» pudiera ser transferido al cosmeg de otro universo, la Luna podría acelerar a cualquier ritmo conveniente sin ninguna pérdida de masa. Sería como empujar una barcaza contra la corriente, para darle una imagen que leí una vez en un libro terrestre.
—Pero ¿por qué? Quiero decir, ¿por qué habrían de mover la Luna?
—Yo diría que la razón es obvia. ¿Por qué necesitamos la sofocante presencia de la Tierra? Tenemos la energía que nos hace falta; tenemos un mundo cómodo en el cual disponemos de suficiente espacio para unos cuantos siglos, como mínimo. ¿.Por qué no seguir nuestro propio camino? Pues vamos a seguirlo. He venido a decirle que no pueden detenernos y a rogarle que no traten de intervenir. Transferiremos el «momento» y nos apartaremos. Los habitantes de la Luna sabemos con exactitud cómo se construyen las estaciones de la bomba-cosmeg. Utilizaremos la energía que necesitemos y produciremos un exceso con el fin de neutralizar los cambios que sus propias estaciones están provocando.
Denison dijo, burlonamente:
—Es muy amable por su parte producir un exceso para nuestro beneficio, pero no es en beneficio nuestro, naturalmente. Si nuestra Bomba de Electrones hace explotar el sol, ello ocurrirá mucho antes de que ustedes puedan salir del sistema solar y serán volatilizados estén donde estén.
—Tal vez —replicó Neville—, pero en cualquier caso produciremos este exceso, para que no ocurra.
—Pero no pueden hacer eso —argumentó Gottstein, con excitación—. No pueden moverse. Si se van demasiado lejos, la bomba-cosmeg ya no neutralizará la Bomba de Electrones, ¿verdad, Denison?
Denison se encogió de hombros.
—Cuando estén más o menos a la distancia de Saturno, puede haber problemas, si es correcto un cálculo mental que acabo de hacer. Sin embargo, tardarán muchos años antes de recorrer esta distancia, y para entonces nosotros ya habremos puesto en órbita estaciones espaciales en el lugar que ocupaba la Luna y colocado bombas-cosmeg en ellas. En realidad, no necesitamos la Luna. Puede alejarse, lo cual seguramente no se llevará a cabo.
Neville sonrió brevemente.
—¿Qué le hace pensar eso? No pueden detenernos. No hay medio por el cual los terrestres puedan imponernos su voluntad.
—No se irán porque no tiene sentido hacerlo. ¿Por qué llevarse a rastras a toda la Luna? Tardarán años en alcanzar aceleraciones respetables para la gran masa de la Luna. Irán a paso de tortuga. Construyan, en cambió, naves-estrellas; naves de kilómetros de longitud impulsadas por cosmeg y con ecologías independientes. Con el «momento» del cosmeg, podrían hacer maravillas. Aunque tarden veinte años en construir las naves, se acelerará a un ritmo que les permitiría alcanzar a la Luna en un año, suponiendo que la Luna empezase su aceleración hoy. Las naves podrían cambiar de rumbo en una minúscula fracción del tiempo que la Luna emplearía en hacerlo.
—¿Y el desequilibrio de las bombas-cosmeg? ¿Qué efecto produciría en el universo?
—La energía requerida por una nave, o incluso por un grupo de ellas, sería mucho menor que la requerida por un planeta y se distribuiría a través de grandes sectores del universo. Pasarían millones de años antes de que se produjera un cambio perceptible. Esto bien vale la maniobrabilidad que ganarían. La Luna se movería con tanta lentitud que sería más cómodo abandonarla en el espacio.
Neville observó, en tono de burla.
—No tenemos prisa por llegar a ninguna parte…, excepto por alejarnos de la Tierra.
Denison replicó.
—Existen ventajas en tener de vecina a la Tierra. Cuentan con la afluencia de inmigrantes. Tienen relaciones culturales. Disfrutan de un mundo planetario de dos billones de personas al otro lado del horizonte. ¿Quieren renunciar a todo esto?
—Con mucho gusto.
—¿Es ésa la opinión de los selenitas en general? ¿O solamente la suya? Hay algo fanático en usted, Neville. No quiere subir a la superficie; otros selenitas lo hacen. No les gusta de manera especial, pero suben. El interior de la Luna no es su útero, como parece considerarlo usted. No es su prisión, como en su caso. Hay en usted un factor neurótico del que carecen la mayoría de los selenitas, o que tienen en mucho menor grado. Si aleja a la Luna de la Tierra, la convertirá en una prisión para todos. Se convertirá en un mundo-prisión del cual nadie (no sólo usted) podrá salir, ni siquiera para ver otro mundo habitado en el espacio. Tal vez sea eso lo que usted quiere.
—Quiero independencia; un mundo libre, un mundo fuera del alcance del exterior.
—Puede construir naves, todas las que desee. Puede circular sin dificultad a velocidades cercanas a la de la luz, una vez que haya transferido el «Momento» al cosmeg. Puede explorar el universo entero en el curso de una vida. ¿No le gustaría estar a bordo de una nave así?
—No —dijo Neville, con evidente repugnancia.
—¿De veras? ¿O es que le resultaría imposible? ¿Es que tiene que arrastrar a la Luna consigo adondequiera que vaya? ¿Por qué todos los demás han de aceptar su necesidad?
—Porque así es como va a ser —repuso Neville.
La voz de Denison no cambió de tono, pero sus mejillas enrojecieron.
—¿Quién le ha dado el derecho de hablar así? Hay muchos habitantes en la Ciudad Lunar que pueden opinar de modo diferente.
—Esto no es asunto suyo.
—Precisamente es asunto mío. Soy un inmigrante que solicitará muy pronto la ciudadanía. No deseo que decida por mi alguien que no puede subir a la superficie y que pretende que su prisión personal sea la prisión de todos. He abandonado la Tierna para siempre, pero sólo para venir a la Luna, sólo para quedarme a medio millón de kilómetros del planeta patria. No he firmado un contrato para ser llevado definitivamente a una distancia ilimitada.
—Entonces, vuelva a la Tierra —dijo Neville, con indiferencia—. Todavía está a tiempo.
—¿Y qué me dice de los demás habitantes de la Luna? ¿Y de los otros inmigrantes?
—La decisión está tomada.
—No está tomada… ¡Selene!
Selene entró, con el rostro solemne y una expresión de ligero desafío en la mirada. Neville movió las piernas y clavó los dos pies en el suelo. Preguntó.
—¿Cuánto hace que esperas en la habitación contigua, Selene?
—Desde que tú has llegado, Barron —dijo ella.
Neville paseó la mirada de Selene a Denison y de éste a Selene.
—Vosotros dos… —empezó, señalándoles con un dedo.
—No sé lo que quieres decir con «vosotros dos» —declaró Selene—, pero hace algún tiempo que Ben descubrió lo del «momento».
—No fue culpa de Selene —intervino Denison—. El Comisionado vislumbró algo que volaba en un momento en que nadie podía saber que él estaba observando. Yo pensé que Selene debía estar probando algo que a mí no se… me había ocurrido, y entonces, me acordé de la transferencia… del «momento». Después de esto…
—Bueno, ya lo sabe —dijo Neville—. No importa.
—Sí que importa, Barron —replicó Selene—. Hablé de todo ello con Ben. Descubrí que no siempre tenía que aceptar tu palabra. Tal vez no pueda ir nunca a la Tierra. Tal vez ni siquiera lo desee jamás Pero descubrí que me gustaba poder verla en el cielo cuando se me antojaba. No me gustaría el cielo vacío. Después hablé con los otros del Grupo. No todos quieren irse. La mayoría prefiere construir las naves, y dejar que se vayan los que quieran irse y que se queden los que quieran quedarse.
Neville respiraba muy de prisa.
—Has hablado de ello. ¿Quién te ha dado el derecho de…?
—Yo me he tomado ese derecho, Barron. Además, ya no importa. Votarán en contra tuya.
—Por culpa de…
Neville se levantó y dio un paso amenazador hacia Denison.
El Comisionado intervino:
—Le ruego que no se excite, doctor Neville. Puede ser un selenita, pero no creo que pueda maniatarnos a los dos.
—A los tres —dijo Selene—, y yo también soy selenita. Lo hice yo, Barron, no ellos.
Entonces, Denison habló.
—Escuche, Neville. A la Tierra no le importa que desaparezca la Luna. Puede construir sus estaciones espaciales. A quien le importa es a los habitantes de la Ciudad Lunar. A Selene le importa, y a mí, y a todos. No le quitaremos el espacio, ni la huida, ni la libertad. Dentro de unos veinte años, todos los que quieran irse se irán, incluido usted, si puede obligarse a abandonar el útero. Y aquellos que quieran quedarse, se quedarán.
Lentamente, Neville volvió a sentarse. En su rostro se reflejaba la derrota.