Barron Neville la miraba de hito en hito, sin hablar durante un buen rato. Ella le devolvía tranquilamente la mirada. El panorama de sus ventanas había cambiado de nuevo. Ahora, una de ellas mostraba la Tierra, que se veía casi llena.
Por fin, él exclamó.
—¿Por qué?
Ella repuso.
—En realidad, fue un accidente. Caí en la cuenta el entusiasmo me obligó a hablar. Tendría que habértelo dicho hace días, pero temía que tu reacción fuese exactamente ésta.
—Así que ya lo sabe. ¡Eres una estúpida!
Selene frunció el ceño.
—¿Qué es lo que sabe? Sólo algo que hubiese adivinado tarde o temprano: que no soy realmente una guía de turismo, que soy tu intuicionista. Una intuicionista que no sabe matemáticas. ¿Qué importa que lo sepa? ¿Qué importa que yo tenga intuición? ¿Cuántas veces me has dicho que mi intuición carece de valor mientras no esté respaldada por el rigor matemático y la observación experimental? ¿Cuántas veces me has dicho que la intuición más agudizada puede equivocarse? Pues bien, ¿qué valor quieres que atribuya él al mero intuicionismo?
Neville palideció, pero Selene no pudo darse cuenta si se debía a la cólera o a la aprensión. Replicó:
—Tú eres diferente. ¿No has acertado siempre con su intuición? ¿Siempre que estabas segura de ella?
—¡Ah! Pero él no sabe esto.
—Lo adivinará. Irá a ver a Gottstein.
—¿Qué puede decirle a Gottstein? Sigue sin tener idea de lo que nos proponemos.
—¿Tú crees?
—Sí. —Selene se había levantado y apartado de él. Ahora le encaró y dijo a gritos—: ¡Sí! Es una mezquindad por tu parte insinuar que yo os traicionaría, a ti y a los demás. Si no aceptas mi integridad, acepta entonces mi sentido común. No ganaría nada con decírselo. ¿De qué les serviría y de qué nos servirá a nosotros, si todos vamos a ser destruidos?
—¡Por favor, Selene! —Neville hizo un ademán de disgusto—. No empieces con eso.
—Sí. Y tú me escucharás. Me ha hablado y me ha descrito su trabajo. Tú me ocultas como si fuera un arma secreta. Me dices que soy más valiosa que cualquier instrumento o cualquier científico del montón. Juegas a conspirador e insistes en que todos continúen creyendo que soy una guía de turismo, mientras yo pongo mi gran talento a la perpetua disposición de los selenitas. A la tuya. ¿Y qué logras con ello?
—Te tenemos con nosotros, ¿no? ¿Cuánto tiempo supones que hubieses conservado la libertad si ellos…?
—Siempre dices lo mismo. Pero ¿quién ha sido encarcelado? ¿A quién le han prohibido trabajar? ¿Dónde está la evidencia de la gran conspiración que ves a tu alrededor? Los terrestres no os permiten, a ti y a tu equipo, el acceso a sus grandes instrumentos, más porque tú les obligas a ello que por malicia. Y esto nos ha beneficiado, en lugar de perjudicarnos, porque nos ha obligado a inventar otros instrumentos que son aún más sutiles.
—Basados en tu intuición teórica, Selene.
Selene sonrió.
—Lo sé. Ben los ha alabado con mucho calor.
—Tú y tu Ben. ¿Qué diablos te atrae en ese miserable terrícola?
—Es un inmigrante. Y lo que yo quiero es información. ¿Tú me das alguna? Tienes tanto miedo de que me pillen, que no te atreves ni siquiera a que me vean hablando con algún físico; sólo puedo hablar contigo, y tú eres mi… Sólo por esta razón, probablemente.
—Vamos, Selene —intentó dar a su voz un tono conciliador, pero se advertía en ella demasiada impaciencia.
—No, en realidad no me importa demasiado. Me has dicho que tengo esta tarea y he intentado concentrarme en ella, y a veces creo que ya la he solucionado, pese a las matemáticas. Vislumbro exactamente lo que debe hacerse, y entonces se me escapa. Pero de qué va a servirnos si la Bomba nos destruirá a todos. ¿No te dije que me inquietaba el intercambio de intensidades?
Neville dijo:
—Te lo preguntaré otra vez. ¿Estás dispuesta a asegurarme que la Bomba nos destruirá? No me respondas con el condicional en ninguna forma; sólo si es una afirmación categórica.
Selene meneó la cabeza con fuerza.
—No puedo, es demasiado marginal. No puedo asegurarte que así será. Pero ¿no es suficiente una simple posibilidad en un caso como éste?
—¡Oh, Selene!
—No pongas los ojos en blanco. ¡No te burles!, nunca lo has comprobado. Te he dicho cómo podía comprobarse.
—Nunca te preocupó tanto el asunto hasta que empezaste a hacer caso a ese terrícola.
—Es un inmigrante. ¿No vas a comprobarlo?
—¡No! Ya te dije que tus sugerencias no eran prácticas. No eres un experimentalista, y lo que tu mente considera factible no lo es necesariamente en el mundo real de los instrumentos, las casualidades y la incertidumbre.
—El llamado mundo real de tu laboratorio. —Su rostro estaba ruborizado y expresaba ira, y mantenía los puños a la altura de la barbilla—. Pierdes tanto tiempo tratando de lograr un vacío adecuado… Allí arriba hay un vacío en la superficie que te estoy señalando, con temperaturas que a veces alcanzan la mitad del camino hacia el cero absoluto. ¿Por qué no haces experimentos en la superficie?
—Sería inútil.
—¿Cómo lo sabes? Ni siquiera lo has intentado. Ben Denison sí que lo ha hecho. Se tomó la molestia de inventar un sistema que se pueda utilizar en la superficie y lo puso en práctica cuando fue a inspeccionar las baterías solares. Quería que le acompañases y tú te negaste. ¿Lo recuerdas? Era algo muy sencillo, algo que incluso yo te podría describir, ahora que él me lo ha descrito a mí. Lo hizo funcionar a temperaturas del día, y después a temperaturas nocturnas, y esto bastó para guiarle hacia una nueva línea de investigación con el pionizador.
—Haces que suene muy sencillo.
—Es muy sencillo. Cuando descubrió que soy una intuicionista, me habló como tú nunca lo has hecho. Me explicó sus razones para pensar que la intensificación de la interacción nuclear fuerte está realmente acumulándose de modo catastrófico en la vecindad de la Tierra. No pasarán muchos años antes de que el Sol explote y envíe las ondas de intensificación.
—No, no, no, no —gritó Neville—. He visto sus resultados y no me han impresionado.
—¿Los has visto?
—Pues, claro. ¿Supones que le dejo trabajar en nuestros laboratorios sin enterarme de lo que hace? He visto sus resultados y no valen nada. Trabaja con minúsculas desviaciones que están dentro del error experimental. Si él quiere creer que estas desviaciones tienen importancia, y si tú también quieres creerlo, adelante. Pero el hecho de que lo creáis no les dará esa importancia, si no la tienen.
—¿Qué quieres creer tú, Barron?
—Yo quiero la verdad.
—Pero ¿no has decidido de antemano, según tu propio evangelio, lo que debe ser la verdad? Tú quieres la Estación de la Bomba en la Luna, ¿no es eso?, para no tener nada que ver con la superficie; y todo cuanto pueda obstaculizarlo es falso… por definición.
—No discutiré contigo. Quiero la Estación de la Bomba y aún más: quiero lo otro. Ambas cosas se complementan. ¿Estás segura de que no has…?
—No he hablado.
—¿Ni hablarás?
Selene volvió a enfrentarse con él, girando los pies con tanta rapidez que por un instante pareció flotar en el aire.
—No le diré nada, pero he de obtener más información. Tú puedes carecer de ella, pero él puede tenerla o conseguirla con los experimentos que tú no quieres hacer. He de hablar con él y enterarme de lo que va a descubrir. Si te interpones entre él y yo, nunca tendrás lo que quieres. Y no temas que él lo consiga antes que yo: está demasiado acostumbrado a pensar como un terrestre. El no dará el último paso; lo daré yo.
—Muy bien. Y no olvides la diferencia entre la Tierra y la Luna. Este es tu mundo; no tienes otro. Este hombre, Denison, este Ben, este inmigrante, que ha venido de la Tierra a la Luna, puede volver cuando quiera de la Luna a la Tierra. Tú nunca podrás ir a la Tierra, nunca. Eres para siempre una selenita.
—Una doncella selenita —murmuró Selene, burlonamente.
—Una doncella, no —dijo Neville—. Aunque tal vez tengas que esperar bastante tiempo para que yo pueda volver a confirmarlo.
Ella no pareció inmutarse al oírle.
Neville añadió:
—Y en cuanto a este gran peligro de explosión, si es tan grande el riesgo implícito en el cambio de las constantes básicas de un universo, ¿por qué los parahombres, que están mucho más avanzados que nosotros en tecnología, no han detenido la Bomba?
Y se marchó.
Ella se quedó mirando la puerta cerrada con las mandíbulas en tensión. Entonces replicó:
—Porque sus condiciones y las nuestras son diferentes, grandísimo necio.
Pero estaba hablando consigo misma; él ya se había ido.
Apretó el interruptor que bajaba la cama, se tendió sobre ella y se abandonó a su creciente desazón. ¿En qué medida se había acercado al verdadero objetivo por el que Barron y los demás luchaban desde hacía años?
Seguía en el mismo sitio.
¡Energía! ¡Todos buscaban la energía! ¡La palabra mágica! ¡La cornucopia! ¡La única llave de la abundancia universal! Y sin embargo, la energía no lo era todo.
Si uno encontraba la energía, también podía encontrar lo otro. Si uno encontraba la llave de la energía, la llave de lo otro sería evidente. Ella sabía que la llave de lo otro sería evidente si podía vislumbrar el punto sutil que resultaría evidente en el momento de ser vislumbrado. (Dios santo, estaba tan imbuida de la crónica suspicacia de Barron que incluso en sus pensamientos lo llamaba «lo otro»).
Ningún terrestre vislumbraría aquel punto sutil porque ningún terrestre tenía motivos para buscarlo.
Ben Denison lo encontraría para ella sin encontrarlo para sí mismo.
Excepto que… Si el universo iba a ser destruido, nada servía para nada.