10

Selene se rió y el sonido retumbó metálicamente en la bocina de Denison. La figura de ella desaparecía dentro del traje espacial. Le dijo:

—Vamos, Ben, no hay razón para tener miedo. Ya eres un veterano, hace un mes que llegaste.

—Veintiocho días —masculló Denison.

Se sentía ahogado dentro de su traje.

—Un mes —insistió Selene—. Había pasado media Tierra cuando llegaste, y ahora ha vuelto a pasar media Tierra. —Señaló la brillante curva de la Tierra en el cielo meridional.

—Bueno, pero espera. Aquí fuera no soy tan valiente como abajo. ¿Qué pasa si me caigo?

—¿Qué quieres que pase? La gravedad es escasa para ti, la pendiente es suave, tu traje es fuerte y resistente. Si te caes, limítate a resbalar y a rodar. Es casi más divertido que andar.

Denison miró en torno suyo con suspicacia. La Luna aparecía muy hermosa a la fría luz de la Tierra. Era negra y blanca; un blanco tenue y delicado en comparación con el viaje de inspección a las baterías solares que se extendían de un lado a otro del horizonte a lo largo del Mare Imbrium. Y el negro también era algo más suave, por la falta del fuerte contraste del verdadero día. Las estrellas brillaban con intensidad y la Tierra (la Tierra) parecía infinitamente atractiva con sus remolinos de blanco sobre azul, y alguna que otra estría parda.

—De acuerdo —dijo—, pero ¿te importa si me apoyo en ti?

—Claro que no. Y no subiremos hasta la cumbre. Será tu primera escalada. Intenta acoplar tu paso al mío. Avanzaré despacio.

Los pasos de Selene eran largos, lentos y oscilantes, y él intentó sincronizar los suyos. El terreno era polvoriento, y cada paso de Denison levantaba un polvillo fino que caía en el espacio sin aire. La imitaba paso a paso, pero con gran esfuerzo.

—Muy bien —aprobó Selene, apretando su brazo contra el de él para aguantarle—. Lo haces muy bien para ser un terrícola; no, tendría que decir un inmi…

—Gracias.

—Supongo que es casi lo mismo. Inmi en lugar de inmigrante es tan insultante como terrícola en lugar de terrestre. Diré simplemente que lo haces muy bien para ser un hombre de tu edad.

—¡No! Esto es mucho peor. —Denison jadeaba un poco y se notaba la frente perlada de sudor.

Selene explicó.

—Cada vez que vayas a poner el pie en el suelo, da un pequeño empujón con el otro pie. Esto alargará tu paso y lo hará más fácil. No, no…, mírame.

Denison se detuvo con alivio y se fijó en Selene, esbelta y grácil, a pesar de su grotesco traje espacial, que daba saltos bajos y rítmicos. Volvió al lado de él y se arrodilló a sus pies.

—Ahora da un paso lento, Ben, y yo te golpearé el pie cuando quiera que lo levantes.

Lo intentaron varias veces y Denison dijo:

—Esto es peor que correr en la Tierra. Será mejor que descanse.

—Como quieras. Es que tus músculos no están acostumbrados a la coordinación adecuada. Eres tu quien lo hace difícil, no la gravedad. Bueno, siéntate y recupera el aliento. Ya no subiremos mucho más.

Denison preguntó:

—¿Estropearía la carga si me tiendo boca arriba?

—No, claro que no, pero no es una buena idea en la superficie. La temperatura es de 120 grados absolutos, o si lo prefieres, de 65 bajo cero, y cuanto más pequeña sea el área de contacto, mejor. Siéntate.

—De acuerdo. —Denison se sentó cuidadosamente, con un gruñido. Optó por colocarse de cara al Norte, de espaldas a la Tierra—. ¡Mira esas estrellas!

Selene estaba sentada frente a él. Podía verle la cara vagamente, a través de la visera, cuando la luz de la Tierra la iluminaba desde cierto ángulo.

—¿No veis las estrellas desde la Tierra?

—No así. Incluso cuando no hay nubes, el aire que rodea la Tierra absorbe algo de luz. Las diferencias de temperatura en la atmósfera las hace titilar, y las luces de las ciudades, aunque estén distantes, las extinguen.

—Suena triste.

—¿Te gusta estar aquí, Selene? ¿En la superficie?

—No es que me entusiasme, pero tampoco me disgusta, de vez en cuando. Claro que forma parte de mi trabajo traer aquí a los turistas.

—Y ahora tienes que hacerlo por mí.

—¿Es que no puedo convencerte de que no es en absoluto lo mismo, Ben? Para los turistas hay una ruta prefijada. Es muy monótona, muy poco interesante. No creerás que vamos a traerles a esta pendiente, ¿verdad? Esto es para los selenitas… y para los inmis. En realidad, para éstos en especial.

—No puede ser un sitio muy popular. Estamos completamente solos.

—Verás, hay días en que es distinto. Tendrías que ver este lugar los días de las carreras. Pero quizá no te gustaría.

—No estoy seguro de que me guste ahora. Resbalar debe ser un deporte casi exclusivo de los inmis.

—Sí. A los selenitas no suele gustarles la superficie.

—¿Y qué me dices del doctor Neville?

—¿Te refieres a si le gusta la superficie?

—Sí.

—Francamente, no creo que haya estado nunca aquí. Es un auténtico hombre de ciudad. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque cuando pedí permiso para ir con la inspección de rutina de las baterías solares, accedió en seguida, pero él no quiso acompañarme. Creo que expresé mi deseo de que viniera para tener a alguien que contestara mis preguntas, si se me ocurría alguna, y su negativa fue categórica.

—Espero que hayas encontrado a alguien que contestara tus preguntas.

—¡Oh, sí! Ahora que lo pienso, era un inmi como yo. Quizá esto explica la actitud del doctor Neville respecto a la Bomba de Electrones.

—¿Qué quieres decir?

—Verás… —Denison se apoyó sobre los codos y levantó alternativamente las piernas, mirando muy divertido cómo subían y caían con lentitud—. ¡Eh, esto no está mal! Verás, Selene…, lo que quiero decir es que Neville está tan ansioso por instalar una Estación de la Bomba en la Luna que parece olvidar la efectividad de las baterías solares. En la Tierra no podríamos usarlas, porque el sol no es nunca tan infalible, tan prolongado, tan brillante, tan radiante en todas las longitudes de onda. No hay un solo cuerpo planetario en el sistema solar, de cualquier tamaño, que sea más apropiado que la Luna para el uso de las baterías. Incluso Mercurio es demasiado caliente. Pero es cierto que su uso os ata a la superficie, y si la superficie no os gusta…

Selene se levantó de improviso y declaró:

—Bueno, Ben, ya has descansado bastarte. ¡Arriba! ¡Arriba!

El obedeció torpemente y dijo:

—En cambio, una Estación de la Bomba significaría que ningún selenita tendría que salir a la superficie, a menos que lo deseara.

—Vamos a subir un poco más, Ben. Iremos hasta aquella cresta. ¿La ves, donde la luz de la Tierra traza una línea horizontal?

Ascendieron aquel trozo final en silencio. Denison se fijó en una cuesta más suave que dejaban a un lado; una ancha franja que, a fuerza de ser transitada, apenas si tenía polvo.

—Aquello es demasiado resbaladizo para un principiante —dijo Selene, como respuesta a sus pensamientos—. No te sientas tan atrevido o pronto vas a pedirme que te enseñe el salto del canguro.

Practicó aquel salto mientras hablaba y dio media vuelta en el aire para alunizar de cara a él.

—Ya hemos llegado. Siéntate y ajustaré…

Denison se sentó y contempló la pendiente con expresión dubitativa.

—¿De verdad podéis deslizaros por aquí?

—Claro que sí. La gravedad es menor en la Luna que en la Tierra, de modo que rozas el suelo con mucha menos fuerza, lo cual implica menos fricción. Todo es más resbaladizo en la Luna que en la Tierra; éste es el motivo de que los pavimentos de nuestros corredores y viviendas te parezcan mal acabados. ¿Te gustaría oír mi pequeña conferencia sobre el tema? ¿La que doy a los turistas?

—No, Selene.

—Además, naturalmente, vamos a usar deslizadores.

Llevaba en la mano un pequeño cartucho al que iban enganchados unas chapas y un par de tubos delgados.

—¿Qué es esto? —preguntó Ben.

—Una pequeña provisión de gas líquido. Emitirá un chorro de vapor debajo de tus botas. La fina capa de gas entre las botas y el suelo reducirá la fricción prácticamente a cero. Te moverás como en el aire.

Denison objetó con aprensión:

—Lo desapruebo. Es un despilfarro usar el gas para estas cosas en la Luna.

—Vamos, Ben. ¿Qué clase de gas te imaginas que usamos para deslizarnos? ¿Dióxido de carbono? ¿Oxígeno? Este gas no vale nada. Es argón, que el suelo de la Luna produce a toneladas, formado por billones de años de descomposición del potasio-40. Esto también forma parte de mi conferencia, Ben… El argón sólo tiene escasas aplicaciones en la Luna. Podríamos usarlo para deslizarnos durante un millón de años sin agotarlo… Muy bien. Ya tienes colocados los deslizadores. Ahora espera a que me ponga los míos.

—¿Cómo funcionan?

—Es enteramente automático. En cuanto empieces a deslizarte, se disparará el contacto y saldrá el vapor. Tu provisión sólo dura unos minutos, pero ya es bastante.

Selene se levantó y le ayudó a él a hacer lo propio.

—Ponte de cara a la pendiente. Vamos, Ben, es una pendiente suave. Mírala, parece plana.

—No, a mí no me lo parece —se defendió Denison—. Tiene el aspecto de un acantilado.

—Tonterías. Ahora escúchame y recuerda bien lo que te diga. Mantén los pies separados unos quince centímetros, y uno de ellos un poco más adelantado que el otro. Puedes adelantar cualquiera de los dos. Dobla las rodillas. No te apoyes en el viento porque no hay viento. No intentes mirar arriba ni atrás, pero si quieres puedes mirar hacia los lados. Y lo principal: cuando llegues a la llanura, no quieras detenerte demasiado pronto, porque irás a más velocidad de la que crees. Limítate a esperar que se acabe el gas del deslizador y entonces la fricción te irá frenando lentamente.

—No puedo acordarme de todo esto.

—Ya verás que sí. Y yo estaré a tu lado para ayudarte. Pero aunque te caigas y yo no pueda alcanzarte, no hagas nada. Relájate y sigue rodando o deslizándote. No hay rocas ni nada contra lo que puedas chocar.

Denison tragó saliva y miró hacia delante. La pendiente resplandecía a la luz de la Tierra. Las diminutas rugosidades absorbían más luz, dejando pequeños topos de oscuridad que moteaban la superficie. El semicírculo de la Tierra aparecía frente a ellos, en el cielo negro.

—¿Listo? —preguntó Selene, con su mano enguantada entre los hombros de él.

—Listo —murmuró Denison.

—Pues vamos allá —dijo ella.

Le empujó y Denison empezó a moverse, muy despacio al principio. Se volvió hacia ella, tambaleándose, y Selene dijo:

—No te preocupes. Estoy a tu lado.

Denison notaba el suelo bajo sus pies… y de pronto dejó de notarlo. El deslizador se había puesto en marcha.

Por un momento tuvo la impresión de estar quieto. No había presión de aire contra su cuerpo, ninguna sensación de tener algo bajo sus pies. Pero cuando miró de nuevo a Selene, observó que las luces y las sombras de un lado se movían hacia atrás a una velocidad creciente.

—No desvíes la mirada de la Tierra —dijo en su oído la voz de Selene— hasta que ganes más velocidad. Cuanto más de prisa vayas, más estabilidad tendrás. Mantén las rodillas dobladas. Lo estás haciendo muy bien, Ben.

—Para ser un inmi… —jadeó Denison.

—¿Qué sensación tienes?

—Como si volara —contestó. El dibujo de luces y de manchas a ambos lados se difuminaba hacia atrás. Miró brevemente hacia un lado, después hacia el otro, en un intento de cambiar la sensación de retroceso del paisaje por la de su propio vuelo hacia delante. Entonces, en cuanto lo consiguió, tuvo que volver a mirar con fijeza la Tierra para recobrar el sentido del equilibrio—. Supongo que no es una buena comparación para ti. En la Luna no tenéis experiencia de lo que es volar.

—Pero ahora lo sé. Volar debe ser como deslizarse… y esto sí que lo conozco.

Selene se mantenía junto a él con facilidad.

Ahora, Denison ya iba a la velocidad suficiente para experimentar la sensación de movimiento, incluso cuando miraba hacia delante. El paisaje de la Luna se abría ante él y retrocedía vertiginosamente por ambos lados. Preguntó:

—¿A qué velocidad se puede llegar con un deslizador?

—Un buen corredor —repuso Selene— puede alcanzar más de ciento sesenta kilómetros por hora, en pendientes más acentuadas que ésta, se entiende. Es probable que tú llegues a cincuenta y seis kilómetros.

—Tengo la impresión de que corro más que eso.

—Pues es falsa. Ya estamos casi en terreno plano, Ben, y no te has caído. Ahora continúa así; el deslizador se parará y sentirás la fricción. No hagas nada para ayudarla a detenerte, déjate llevar.

Apenas Selene terminó de hablar, Denison empezó a sentir la presión bajo sus botas. De inmediato experimentó una arrolladora sensación de velocidad y apretó con fuerza los puños para evitar levantar los brazos, en un gesto casi reflejo contra la colisión que no podía tener lugar. Sabía que si levantaba los brazos, se caería hacia atrás.

Entornó los ojos y contuvo el aliento hasta que le pareció que sus pulmones iban a explotar. Selene dijo.

—Perfecto, Ben, perfecto. Nunca había visto a un inmi deslizarse por primera vez sin una caída, o sea que, aunque ahora te cayeras, no sería ningún deshonor.

—No tengo intención de caerme —susurró Denison.

Inspiró profundamente y abrió bien los ojos. La Tierra estaba serena como siempre e impasible. Ahora ya iba más despacio…, más despacio…

—¿Me he parado ya, Selene? —preguntó—. No estoy seguro.

—Sí, estás parado. Ahora no te muevas. Tienes que descansar antes de volver a la ciudad. Maldita sea, lo había dejado por aquí cuando hemos pasado antes.

Denison la miró con incredulidad. Había subido con él y bajado con él. Sin embargo él se sentía medio muerto de cansancio y tensión, mientras que ella daba en el aire enormes saltos de canguro. Parecía estar a unos cien metros cuando exclamó: «¡Aquí está!», y su voz sonó tan cercana como cuando estaba a su lado.

Volvió al cabo de un momento, con un voluminoso trozo de elástico doblado bajo el brazo.

—¿Recuerdas que al venir me preguntaste qué era y yo te dije que lo usaríamos a la vuelta? —preguntó alegremente.

Lo desdobló y lo extendió sobre la polvorienta superficie de la Luna.

—Se llama Colchón Lunar —explicó—, pero nosotros lo llamamos Colchón a secas. El adjetivo es superfluo para los que vivimos en este mundo.

Insertó un cartucho y apretó un interruptor.

El colchón empezó a llenarse. Denison esperaba oír una especie de silbido, pero, naturalmente, no había aire para transmitir ningún sonido.

—Antes de que vuelvas a tildarnos de despilfarradores —advirtió Selene—, esto también es argón.

Se transformó en un colchón con seis patas bajas.

—Te aguantará —dijo ella—. Tiene poco contacto con el suelo, y el vacío que lo rodea conserva el calor.

—No me digas que está caliente —dijo Denison, asombrado.

—El argón se calienta mientras es inyectado, pero sólo relativamente. Llega hasta los 270 grados absolutos, casi lo bastante caliente para fundir el hielo y lo suficiente para evitar que tu traje aislante pierda calor más de prisa de lo que tu cuerpo tarda en fabricarlo. Vamos, échate.

Denison obedeció y experimentó una sensación de inmensa comodidad.

—¡Magnífico! —exclamó con un largo suspiro.

—Mamá Selene piensa en todo —dijo ella.

Ahora se acercó por detrás de él, deslizándose, con los pies juntos por los talones, como si llevase patines, y entonces los levantó y se dejó caer graciosamente sobre la cadera y el codo, junto a él.

Denison silbó.

—¿Cómo has logrado hacer esto?

—¡Mucha práctica! Y guárdate de probarlo; te romperías el codo. Pero te advierto que si tengo demasiado frío, te obligaré a hacerme sitio en el colchón.

—No hay peligro —observó él— mientras ambos llevemos estos trajes.

—¡Ah, ya ha hablado mi valiente libertino! ¿Cómo te sientes?

—Creo que muy bien. ¡Vaya experiencia!

—¡Ya lo creo! Has batido el récord de no caerse. ¿Te importa que se lo cuente a los amigos de la ciudad?

—No, siempre me gustan las alabanzas… No pretenderás que vuelva a hacerlo, ¿verdad?

—¿Ahora? Claro que no. Yo tampoco lo haría. Descansaremos un rato, nos aseguraremos de que tu corazón late con normalidad, y entonces regresaremos. Si me acercas los pies, te quitaré los deslizadores. La próxima vez te enseñaré a manejarlos.

—No estoy seguro de que haya una próxima vez.

—Por supuesto que la habrá. ¿No te has divertido?

—Un poco. Cuando no sentía terror.

—Sentirás menos terror la próxima vez, y aún menos la siguiente, y acabarás por divertirte mucho… Voy a hacer de ti un corredor.

—Ni pensarlo. Soy demasiado viejo.

—En la Luna, no. Sólo pareces viejo.

Denison, tendido sobre el colchón, sentía que iba invadiéndole la paz suprema de la Luna. Ahora estaba de cara a la Tierra. Su firme presencia en el cielo le había dado, más que ninguna otra cosa, la sensación de estabilidad durante su reciente deslizamiento y experimentaba gratitud hacia ella.

Preguntó:

—¿Vienes aquí a menudo, Selene? Me refiero a si vienes sola, o con una o dos personas, y cuando no se celebran carreras.

—Puede decirse que nunca: A menos que haya mucha gente, lo encuentro demasiado solitario. El hecho de estar ahora aquí me sorprende.

—Hum —masculló Denison.

—¿No estás extrañado?

—¿Por qué habría de estarlo? Pienso que cada individuo hace las cosas o bien porque quiere o porque es su deber y, en ambos casos, es asunto suyo, no mío.

—Gracias, Ben; lo digo en serio, me gusta oírte hablar así. Una de tus cualidades es que, pese ser un inmi, nos aceptas tal como somos. Los selenitas somos gentes subterráneas, cavernícolas. ¿Y qué hay de malo en ello?

—Nada.

—Ojalá no tuviera que oír hablar a los terrícolas. Pero soy una guía de turismo y tengo que escucharles. Todo lo que dicen lo he oído un millón de veces, pero lo que oigo más a menudo… —Y empezó a imitar el acento entrecortado del típico terrícola al hablar el lenguaje planetario—: «Dios mío, ¿cómo pueden ustedes vivir siempre en cavernas? ¿No sienten una terrible claustrofobia? ¿No desean jamás ver el cielo azul, los árboles, el océano, notar el viento y oler las flores…?». ¡Oh, Ben! Podría citarte infinidad de frases parecidas. En seguida, añaden…

«Aunque supongo que no han visto nunca el cielo azul, el mar y los árboles; de modo que no pueden sentir nostalgia por ellos». Y por qué no recibimos la televisión terrestre, y si no disponemos libremente de la literatura terrestre, tanto en forma óptica como visual… e incluso a veces olfatoria.

Denison sonreía. Inquirió:

—¿Cuál es la contestación oficial a observaciones como éstas?

—Muy breve. Sólo decimos: «Estamos muy acostumbrados a ello, señora». O «señor», si es un hombre. Pero en general es una mujer. Los hombres están demasiado interesados en estudiar nuestras blusas y supongo que en preguntarse cuándo nos las quitamos. ¿Sabes qué me gustaría replicar a esas idiotas?

—Dímelo, por favor. Mientras no tengas que quitarte la blusa que llevas debajo del traje, aligérate por lo menos de esto.

—¡Un gracioso juego de palabras, muy gracioso! Me gustaría decirles: «Escuche, señora, ¿por qué hemos de interesarnos por su condenado mundo? No nos gusta estar colgados de la superficie de ningún planeta, esperando caernos o que el viento nos lleve. No queremos que el aire nos envenene y nos moje el agua sucia. No queremos sus malditos gérmenes, su maloliente hierba, su insulso cielo azul y sus necias nubes blancas. Podemos ver la Tierra en nuestro propio cielo cuando se nos antoja, lo cual no ocurre casi nunca. La Luna es nuestro hogar y es exactamente como nosotros la hemos hecho. Es nuestra propiedad y fabricamos nuestra propia ecología, y no tenemos necesidad de que nos compadezcan por ser como somos. Vuelva a su mundo y deje que su gravedad le haga colgar los pechos hasta las rodillas». Esto es lo que les diría.

Denison comentó:

—Está bien. Cuando estés a punto de decirlo a alguna terrícola, vienes a decírmelo a mí y te sentirás mejor.

—¿Sabes una cosa? De vez en cuando, algún inmi sugiere que construyamos un parque terrestre en la luna; un pequeño lugar donde puedan plantarse algunas plantas terrestres, y donde incluso haya algunos animales. Un toque hogareño, tal es la expresión.

—Me imagino que estarás en contra.

—Claro que estoy en contra. ¿Un toque de qué hogar? La Luna es nuestro hogar. El inmi que necesite un toque hogareño haría mejor en volver a su casa. Hay ocasiones en las que los inmis pueden ser peores que los terrícolas.

—Lo tendré en cuenta —dijo Denison.

—Tú no, por ahora —le aseguró Selene.

Hubo un momento de silencio y Denison se preguntó si Selene iba a sugerirle que volvieran a las cavernas. Por un lado, él no tardaría mucho en sentir la tremenda necesidad de visitar una sala de reposo. Por el otro, jamás había estado tan relajado. No sabía hasta cuándo duraría el oxígeno que llevaba en la espalda.

Entonces, Selene interrogó:

—Ben, ¿te molestaria que te hiciese una pregunta?

—En absoluto. Si es mi vida privada lo que te interesa, no tengo secretos. Mido un metro setenta y poco, peso trece kilos en la Luna, tuve una esposa hace mucho tiempo, de la cual me divorcié, una hija rica, ya casada, fui a la universidad de…

—No, Ben, hablo en serio. ¿Puedo preguntarte por tu trabajo?

—Claro que puedes, Selene. Aunque no sé qué aspecto te interesa.

—Verás… Ya sabes que Barron y yo…

—Sí, ya lo sé —interrumpió Denison, con brusquedad.

—Los dos hablamos. A veces él me cuenta cosas. Me ha dicho que tú crees que la Bomba de Electrones hará explotar el universo.

—Nuestra parte del universo. Podría convertir una parte de la galaxia en un quásar.

—¿De verdad? ¿Lo crees realmente?

Denison repuso.

—Cuando llegué a la Luna, no estaba seguro. Ahora estoy personalmente convencido de que ocurrirá.

—¿Cuándo crees que ocurrirá?

—No puedo decirlo con precisión. Quizá dentro de pocos años. Quizá dentro de unas décadas.

Se produjo un breve silencio. Selene lo interrumpió:

—Barron no lo cree —dijo en voz baja.

—Ya lo sé. No estoy tratando de convencerle. Es inútil luchar contra la negativa a creer en un ataque frontal. Este es el error de Lamont.

—¿Quién es Lamont?

—Lo siento, Selene. Estoy hablando conmigo mismo.

—No, Ben. Te ruego que me lo expliques. Estoy interesada. Por favor.

Denison se volvió de lado, para mirarla de frente.

—Muy bien —dijo—. No me importa explicártelo. Lamont, un físico de la Tierra, intentó a su manera advertir al mundo de los peligros de la Bomba. Fracasó. Los terrestres quieren la Bomba, quieren la energía gratis; la quieren lo bastante como para negarse a creer que no deben tenerla.

—Pero ¿por qué la quieren, si significa la muerte?

—Todo lo que han de hacer es negarse a creer que significa la muerte. La manera más fácil de resolver un problema es negar su existencia. Tu amigo, el doctor Neville, hace lo mismo. Le desagrada la superficie, así que se obliga a sí mismo a creer que las baterías solares no sirven, pese a que cualquier observador imparcial las consideraría la perfecta fuente de energía para la Luna. Quiere la Bomba para poder seguir bajo tierra, razón por la cual se niega a creer que puede ser peligrosa.

Selene objetó:

—No me imagino a Barron negándose a creer algo basado en una evidencia válida. ¿Tienes de verdad esa evidencia?

—Creo que sí. Resulta francamente asombroso, Selene. La cuestión depende enteramente de ciertos factores sutiles de las interacciones quark-quark. ¿Sabes qué significa eso?

—No es preciso que me lo expliques. He hablado tanto con Barron acerca de tantas cosas, que tal vez sea capaz de seguirte.

—Pues bien, al principio pensé que para lograr mis fines necesitaría el protón sincrotrón lunar. Tiene cuarenta kilómetros de extensión, magnetos superconductores y dispone de energías de 20 000 BeV y más[3]. Pero resulta que tu gente tiene algo que llamáis un pionizador, que cabe en una habitación de dimensiones normales y que hace el mismo trabajo que el sincrotrón. Hay que felicitar a la Luna por un progreso realmente notable.

—Gracias —dijo Selene, satisfecha—. De parte de la Luna.

—Los resultados que me ha dado el pionizador muestran el ritmo creciente de la intensidad de la fuerte interacción nuclear, y el incremento es el mismo que ha obtenido Lamont y no el que proclama la teoría ortodoxa.

—¿Y lo has enseñado a Barron?

—No, no lo he hecho. Y si lo hago, me temo que Neville lo rechazará. Dirá que los resultados son marginales. Dirá que he cometido un error; que no he tenido en cuenta todos los factores; que he usado controles inapropiados… Lo que en realidad querrá decir es que necesita la Bomba de Electrones y que no piensa renunciar a ella.

—Quieres decir que no hay salida.

—Por supuesto que la hay, pero ha de ser indirecta. No la de Lamont.

—¿Cuál es la suya?

—La solución de Lamont es forzar el abandono de la Bomba, pero retroceder es una imposibilidad. No es posible introducir de nuevo el polluelo en el huevo, el vino en la uva y el niño en el útero. Si quieres que un niño suelte tu reloj, no lo conseguirás explicándole que debe hacerlo; le has de ofrecer algo que le guste más.

—¿Y qué es ello?

—¡Ah! Ahí está mi duda. Tengo una idea, una idea sencilla (quizá demasiado sencilla para ser eficaz), basada en el hecho completamente obvio de que el número dos es ridículo y no puede existir.

El silencio duró algo más de un minuto; entonces, Selene, con una voz tan absorta como la de él, dijo:

—Déjame adivinar lo que piensas.

—No estoy seguro de pensar nada —observó Denison.

—Déjame adivinarlo, de todos modos. Podría tener sentido suponer que nuestro propio universo es el único que puede existir o que existe, porque es el único en el cual vivimos y que conocemos directamente. Sin embargo, una vez surgida la evidencia de que también existe un segundo universo, el que llamamos parauniverso, entonces resulta absolutamente ridículo suponer que hay dos, y sólo dos universos. Si puede existir un segundo universo, puede existir asimismo un número infinito de ellos. En casos como éste, entre el uno y el infinito no hay números razonables. No sólo dos, sino cualquier número, es absurdo y no puede existir.

Denison murmuró.

—Tal es exactamente mi ra… —y volvió a reinar el silencio.

Denison se incorporó hasta sentarse y miró a la muchacha enfundada en el traje espacial. Dijo:

—Creo que será mejor que volvamos a la ciudad.

Ella alegó.

—Era sólo una conjetura.

El repuso:

—No. Fuera lo que fuese, no era sólo una conjetura.